Que mueran todas las damiselas en peligro

Foto: Arnaud Mariat 


Presentamos un cuento de  Carolina Rodríguez Mayo* que nos sumerge en el bosque, el encanto y el deseo inesparado de una damisela con olor a miel y madera ahumada.

 

 

Por la divina primavera me ha venido la ventolera de hacer versos funambulescos —un purista diría grotescos—. Para las gentes respetables son cabriolas espantables. (…) En mi verso rompo yugos y hago una higa a los verdugos. (…) ¿Acaso esta musa grotesca —ya no digo funambulesca— que son gritos espasmódicos irrita a los viejos retóricos y salta luciendo la pierna no será la musa moderna?

Ramón María del Valle-Inclán

 

«Te digo que la vi», «pues yo no te creo nada», «la vi Edgardo, la vi», «mira Ricarlord, tu andas siempre con boca llena. Si es cierto lo que dices, cuéntame cómo es ella». Ricarlord recordaba su larguísima melena, sus ojos somnolientos, su aliento a manzana envenenada, sus zapatos translúcidos y los pequeños pies bajo éstos. La vio mirando al frondoso bosque con la boca roja como la sangre, piel lisa de mármol, vio sus ojos que se desviaban ante cualquier asomo de verga. «Pues no te digo que lleva encerrada mucho tiempo en esa torre», «¿qué pasó con aquél ladronzuelo que volaba hasta su ventana en un tapete», «pues que lo botó por moro», «yo no sé Ricarlord, aún no me convences».

La verdad Edgardo llevaba mucho tiempo no creyendo nada que no hubiese visto con sus propios ojos. Una damisela de cabellera roja y otra damisela pelinegra lo habían desvestido de su virtud a sus tiernos veintisiete años. Era apenas un niñito cuando ellas le pidieron que se comprometiera con alguna, que no podía andar picoteando sus néctares sin promesas de un para siempre. El pobre Edgardo huyó despavorido, él conoce bien la tradición del príncipe cuarentón que apenas sí está listo para desposar. Debe hacerlo, además, con una decente ninfa del bosque, del agua o una ninfa floral; cuya edad no supere los veinte dos. Las damiselas le pedían dos imposibles: monogamia y matrimonio. «Yo estoy muy joven para que me atrapen», les gritó una vez cuando ellas enfadadas le rogaron que tomara una decisión, entonces vio que en realidad no eran damiselas hermosas; eran brujas descarnadas que botaban babaza verdosa, verdosa por la envidia de la otra. A partir de ese momento él confiaba solo en lo que podía corroborar de palabra y de reojo. «Te muestro el camino», «pero a vuelo de pájaro, quiero ver si su melena aguanta los tirones que cuenta el Barbazul».  De camino a ver a la princesa olvidaron cómo se llamaba, no quisieron tampoco pensar mucho en de dónde había salido, ¿por qué estaba en una torre?, ninguno se molestó en averiguarlo. Sabían lo importante, estaba buena, hablaba poco, olía a miel y madera ahumada. «Pues es que me han dicho que le gustan las espadas largas», «pues la mía apunta alto y la tengo bien afilada». 

Entrados en el bosque escucharon una voz profunda, oceánica. A lo lejos vieron el perfil de una mujer con el pelo encendido, cola de pez y conchas en los senos. Se acercaron fascinados por su esplendor, su voz los llevó a la utópica Atlántida y sus manos perladas eran invitadoras. «¿Te has perdido princesa?» preguntó Edgardo, pero la sirena se limitó a continuar con su canto, seguro incómoda por la parla de un desconocido en medio de la nada. Edgardo insistió, pese a que ella lo ignoró varias veces, así que por fin decidió decirle alguna cosa… «ahora ando en esta charca, porque me he peleado con mi novio, pero ya pronto regresa. No me sigan hablando, él es una verdadera bestia». La sirena se mudó a un lago común y dejó su reino en el océano, porque una bestia bien leída le había prometido amor eterno, libros por kilos y kilométricos y un montón de loza parlante autolavable; sin embargo, apenas le conoció se topó con una francesita campirana que se marchó tras ella. La sirena ahora padecía de incertidumbre, incapaz de regresar a su casa por vergüenza y rodeada de carroñeros que solo buscaban gusanearla. Ella lidiaba con eso, mientras preparaba su voz para montarse en un sueño de amor más duradero, el amor por su carrera artística, practicaba cada tarde esperando toparse con algún manager de buen nombre. 

 

Foto: Annette Batista Day

Caminaron dejando atrás a la sirena cantora. Afanados por la fantasía que les prometió su amigo Cachimirón, aceleraron el paso. Y es que Cachimirón fue el primero en toparse con la de la torre, ella le extendió su larguísima cabellera para que escalara hasta su cuarto, salió cantando el evangelio de la feliz soltera; «que no quiere salir de la torre me dijo, solo quiere tener tantos amantes como le sea posible» y él, al salir de su faena, le contó a cuanto caballero y aspirante a hombre que encontró: «que la de la torre quiere que le den en la torre», «¿con una torre?» preguntó algún incrédulo, «en la torre», respondió Cachimirón. «¿La Torres?» preguntó un despistado, «esa no que está casada y vive en una casa» volvió a responder Cachimirón. Todos entonces concluyeron que si la Torres no quería era frígida y que la otra con una trepadita ya se dejaba. «¿Qué se deja dar una trepadita?» volvió a preguntar el mismo incrédulo, pero ya Cachimirón estaba cansado de los malos entendidos, «busquen la torre, para que lo comprueben ustedes mismos» concluyó. 

Vislumbraron la torre vigía, faltaban pocos metros para la escalada de su vida, seguida por la encerrona de la princesa. Vieron la melena extendida, larga como la misma torre, casi rozaba los verdes pastizales. Escalaron juntos, uno detrás del otro. Sus sonrisas podían verse desde cualquier distancia, cortas y lejanas, sus extremidades se movían veloces; si uno los miraba parecían moscas sin alas intentando volar, moscas pegadas a un mosquetero pegajoso y letal.          

Su encuentro con Rapunzel fue como lo esperaban, su luminosa belleza los cegó y fatigó al instante. «¿Qué hacen aquí?» preguntó ella con aparente discreción, mientras bajo sus enaguas preparaba grilletes y látigos. Ellos le contaron sobre los rumores que cargaban las aves del bosque, para no admitir que eran los tipejos más sucios y zarrapastrosos los que vivían hablando de ella. Rapunzel se quitó la melena, al parecer era solo una peluca bien puesta. «¿Conocen Sodoma, caballeros?» preguntó la calva princesa de afiladas facciones, «no» respondieron ambos entre asustados e intrigados, «pues hoy la conoceran» dijo ella, mientras buscaba entre un baúl ajado dildos de distintos tamaños y un lubricante con base de agua para no dañar el látex.

 


* Carolina Rodríguez Mayo. (Bogotá, 1991). Viajera y escritora. Literata con opción en Filosofía. Especialista en Comunicación Multimedia. Ha publicado su trabajo en revistas de Bogotá como Sombralarga y Sinestesia. Fue elegida como parte de una antología de jóvenes poetas, Afloramientos, los puentes de regreso al pasado están rotos publicado por Fallidos Editores. Su poesía ha estado en lugares como la Universidad de Brown y en el podcast Gente que lee cuentos. Caritomayo.com 

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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