«La visita», un cuento de Silvana Aiudi

Imagen: Memories on 35mm

 

En nuestra edición de octubre: Fantasmagorías, les presentamos un cuento de Silvana Aiudi*. No hay viaje de regreso de la narrativa de la autora argentina; leerla es no querer dejar de habitar sus palabras, aunque perturbadoras.

 

Llegué al departamento cuando empezaba a oscurecer y mientras subía con el bolso por las escaleras noté avejentado el edificio. Había ido otras veces y lo recordaba como un lugar diferente, algo lujoso con una vista hacia la rambla y a las demás construcciones, y ahora, quizá por haber ido fuera de temporada de verano, parecía una isla en descomposición. Tal vez el viento y la brisa que venía de lo que él llamaba mar había hecho que el edificio se llenara de humedad y aparentara algo triste y caduco.

Faltaban dos pisos para llegar y me detuve un rato. Necesitaba respirar. Habían pasado unos cuantos años desde mi última visita y no quería que se notara mi mal estado físico, así que esperé un rato, subí y descansé unos segundos antes de tocar el timbre. Me abrió Rubén, que me reconoció enseguida. Te esperábamos más tarde, me dijo, y luego me dio un abrazo y me pellizcó los cachetes de la cara como acostumbraba a hacerlo. Vio con alivio que yo no había envejecido demasiado y noté que conservaba ese tono de voz alerta y mandón. Rubén tenía puestas las calzas y la musculosa naranja, listo para salir a correr como hacía todas las noches, pero al estar cortada la luz, se quedó un rato conmigo. Me conocía y sabía que estar a oscuras sola me daba miedo.

–¿Esa cortina es nueva?– le pregunté, señalando la cortina violeta que interrumpía el camino hacia el balcón.

–Es un arreglo que hice en el balcón. Lo mandé a cerrar con vidrios y después no saqué las cortinas– dijo.

Ya empezaba a oscurecer y cada vez había menos luz. Rubén me tocó con una caricia en los hombros, apretó fuerte mis brazos flácidos en señal de afecto y prendió un farol que estaba apoyado sobre el desayunador y separaba la cocina de la habitación.

Lo que me daba una cierta sensación de tranquilidad era que el departamento era un monoambiente pequeño y  angosto y una podía ver todo el lugar con el solo hecho de pararse en la puerta de entrada. Recordé que el balcón tenía plantas y algunos adornos como pájaros, candelabros y campanas que Rubén solía comprar en la feria. También tenía dos fuentes de agua pequeñas con peces de colores.

–¿Y los peces? ¿Murieron?– le pregunté.

–Se los llevé a mi madre porque no los podía tener con el arreglo del balcón. Demasiado polvillo.

Recorrí un rato el departamento con la mirada y noté varios objetos nuevos: un perrito que parecía que respiraba y era a pilas, una muñeca negra antigua, un cuadro con el retrato de una niña de otro siglo, pájaros artificiales, copas para licor de estilo victoriano y unas tazas con la foto de Rubén en arte pop.

–¿Y el Griego?– le pregunté.

–Está trabajando de noche. Hace un tiempo. Le viene bien porque no es tan pesado y le pagan mejor.

Me dijo que el Griego estaba como recepcionista en un hostal y que volvía a las siete y media de la mañana. Después habló de otra cosa, pero yo seguía pendiente de la cortina del balcón, y cuando pude, volví sobre el tema. Le pregunté si podía abrir las cortinas. Recordaba que, desde el balcón, se podía ver la ciudad. Me dijo que no tenía sentido abrirlas porque estaba cortada la luz en todo Montevideo y no se veía nada. Dejalas así, mañana las saco, agregó. Rubén me ofreció algo para tomar y le dije que quería un té. Tenía mucho frío.

–Me olvidé de decirte que vinieras bien abrigada porque la gente que viene a Montevideo en invierno luego no vuelve. Compré bizcochos, ¿querés?

Me sorprendía que él estuviera aún con su calza y musculosa para salir a correr. Aparentemente Rubén no tenía frío hasta que me dijo que iba a buscar del placar un buzo. El departamento era angosto así que tuve que moverme un poco para que pudiera abrir la puerta del armario y sacar de allí algo de ropa para ponerse.

–¿Cómo estuvo el viaje?– me preguntó

–Bien, poca gente a esta altura del año, por suerte. En verano suele ser un caos.

–Por eso te dije que aprovecharas este fin de semana para venir. Además es el único día en el que se puede visitar el Museo Blanes de noche. Es por la Noche de los Museos.

Rubén se dirigió hacia la cocina y se agachó para buscar unas tazas que se encontraban. Me puse de costado, lo miré de reojo para estar alerta, no quería que me retara como solía hacerlo, y entreabrí la cortina que daba al balcón. No podía soportar la curiosidad de ver cómo había quedado el balcón con vistas a la ciudad, pero apenas pude mirar los vidrios que reflejaban la oscuridad y una pared que toqué con las puntas de los dedos y sentí húmeda y fría. Me sobresalté cuando escuché a Rubén hablar y alcancé tarde a oír lo que decía.

–¿Qué, perdón?– dije.

–Si querés azúcar o edulcorante.

–Azúcar está bien.

Me senté en la cama que tenía almohadones y funcionaba como sillón. En frente, separado un metro, estaba el armario gigante que servía además de mueble para apoyar el televisor. Rubén me trajo la taza de té sobre un plato nacarado y apoyó la servilleta de papel con los bizcochos sobre la punta del mueble. El té estaba realmente sabroso y, al notar mi gesto de placer al tomarlo, Rubén dijo que era té francés, traído del último viaje que habían hecho con el Griego.

–¿Vos no tomás?– le pregunté.

–No ahora. Más tarde– afirmó y dijo que iba a salir a correr un rato mientras yo descansaba. – Te ves cansada. Dormí, niña, mientras yo corro por la rambla y luego vamos al Museo Blanes, ¿de acuerdo?– agregó.

Le dije andá, no quiero molestar. Siempre tengo esa cosa de pensar que molesto al resto, además, en verdad, pensé que era la única oportunidad para disfrutar del departamento que tanto me gustaba, estar sola y, sobre todo, poder ver cómo había quedado el balcón, que si tenía nuevos adornos, que si habían puesto cerámica, empapelado con guardas, fuentes con plantas acuáticas y gatitos a pilas.

–Si escuchás algunos ruidos, son nuestros vecinos del octavo piso que van y vienen todo el tiempo. No sabes, molestan en pila. Podés escuchar el ruido de una pelota que pica, no sé si es de tenis o qué, pero se ve que el chiquilín juega a esa hora.

Eran apenas la ocho de la noche y no pensé en dormirme tan rápido. Lo último que creí escuchar fue el saludo de Rubén cuando me tapaba con una frazada y me decía que me dejaba las llaves, pero que no las pusiera en la cerradura porque tal vez el Griego hoy volvía antes. Pero ya no puedo distinguir en qué momento se fue porque me dormí en seguida y soñé con Rubén de espaldas mirando hacia el balcón con las cortinas entreabiertas. Hablaba en voz baja con alguien y decía que estaba todo listo para la cena. No podía escuchar a la otra persona, pero sí a Rubén que murmuró no sé, mañana en el desayuno vemos. Rubén estaba de negro, llevaba puesta una campera, y hablaba con un tono entre mandón y de maestra que sentenciaba: no es hora de comer ni de dormir, te dejo jugar.

Más tarde me despertaron los golpeteos de una pelota. Vi una nena algo pelada, sentada sobre el mueble al lado del televisor mirándome mientras masticaba peces que se le movían en la lengua y quedaban en los dientes; hasta que alguien entró, prendió la luz, caminó alrededor del desayunador, apagó y se fue. Luego sentí que la nena se sentó en la punta de la cama y pasó la lengua por mis tobillos y me acarició con unas uñas filosas, como limadas en punta, sobre las pantorrillas. Parecían haber pasado pocos minutos cuando noté que de la cama se cayó una pelota que rebotó en el suelo y un sonido de unas pisadas que iban al balcón. El sueño me venció nuevamente y desperté dos horas después apurada y confundida porque se iba a hacer tarde para llegar a tiempo al Museo Blanes.

Escuché que Rubén se estaba bañando así que agarré ropa de abrigo del bolso que aún no había desarmado y me cambié a oscuras. Rubén salió envuelto en un toallón, encendió el farol y buscó ropa del armario.

–Me pareció que había vuelto la luz pero se ve que no– le dije sorprendida.

–No, sigue cortada, pero el museo tiene luz de emergencia así que vamos igual. Ve a lavarte la cara y maquillarte un poco que pareces una muerta.

–Hace un rato alguien abrió la puerta y prendió la luz– le dije asustada – Me pareció que entró alguien, Rubén, y también ver a una nena.

Rubén se rió.

Llegamos al museo antes de que cerrara y logramos entrar luego de una larga fila de gente. Mientras mirábamos los cuadros, Rubén me contaba que el museo es un caserón que ocupa toda una manzana, que tiene parques diseñados al estilo francés y que la casona fue construida con los mejores materiales traídos ahora no me acuerdo de qué países. Vimos al pasar las pinturas de Figari y Cuneo hasta que llegamos al fin al cuadro de Clarita. Rubén me dijo que circulaba una leyenda en torno a Clarita. Rubén me contó que se decía que por las noches aparecía el fantasma. La historia cuenta que, cuando Clarita tenía catorce años, su padre la casó con un caballero de treinta y seis, bastante adinerado. Al principio todo bien, Clarita acompañaba al marido, pero después se reveló y empezó a asistir a fiestas y bailes sola y se ve que la chiquilina tenía amantes. La cosa es que parece que Clarita se enamoró de Ernesto de las Carreras y se fue a vivir con él a la casona. Por los rumores de infidelidad, no solo con Carreras sino con varios otros, el marido de Clarita la mandó a buscar, ordenó construir un altillo y la encerró ahí. Si bien trató de escapar varias veces, no lo logró y murió encerrada. Una especie de Barba Azul, le dije. No, corrigió Rubén, porque Barba Azul se casaba con las niñas y cuando desobedecían y entraban al cuarto prohibido, las mataba. Nada que ver, sentenció. Y siguió contando que la leyenda dice que el fantasma de Clarita está en el museo: los cuadros aparecen en distinto orden que la noche anterior o caídos en el suelo, las ventanas se abren y cierran solas, los muebles cambian de lugar y, lo más terrorífico es que por las noches se escucha sonar el piano que está debajo del retrato de Clarita en el museo. Muchos dicen que los ojos de Clarita se mueven cuando uno la mira. Otros aseguran haber visto el fantasma de una nena llorando y un hombre gritándole. Y si miras los ojos de Clarita, dijo Rubén, vas a notar algo extraño. Me quedé un rato mirando: parecían enojados, y yo sentí pena por esa nena.

Llegamos al departamento pasadas las dos de la mañana. Mientras nos preparábamos para dormir, noté que estaba enmarcada una copia de la pintura de Clarita sobre el placar. No sabía que era ella, le dije a Rubén. Y sí, Clarita nos acompaña a todos lados, dijo bromista, y agregó que esa noche dormiríamos juntos aprovechando que el Griego estaba trabajando. Nos acostamos y nos tapamos con dos frazadas y el acolchado. Rubén me prestó un chaleco polar porque no se me pasaba el frío. Yo no tenía sueño y pensaba todo el tiempo en la vida de Clarita encerrada en aquel altillo intentando escapar. Rubén se movía todo el tiempo y a cada rato me preguntaba si estaba dormida. Le decía que eso quería, pero se ve que dormir la siesta me había sacado el sueño para la noche. Rubén me ofreció otro té pero no quise molestarlo porque notaba que pronto se dormiría. Ya era tarde.

Recostada en la cama, con la cabeza apoyada sobre la almohada, veía las cortinas violetas. Por un momento me pareció que se movían. Me levanté, fui al baño y me quedé parada un buen rato pensando mientras hacía pis. Me vino a la memoria el sueño con la nena y la pelota que rebotaba hacia el balcón. Me convencí de dejar de imaginar estupideces, tiré el botón, cerré la puerta, me acosté tapándome hasta la cabeza y me dormí.

A eso de las ocho de la mañana me despertó una luz que entraba por el pliegue de una de las cortinas. Noté que Rubén no estaba. Me desperecé y esta vez escuché un ruido que provenía desde el balcón, como si alguien estuviera arrastrando algo y otros tantos sonidos. Era muy probable que fuera el Griego, recién llegado de trabajar, acomodando las fuentes de agua y las plantas. Ansiaba verlas, pero me distrajo esa modorra matutina.

–Griego, ¿ya llegaste? ¿Te dejo la cama así te acostás?– pregunté. –Seguro Rubén se fue a correr. No sabés, anoche estuvimos sin luz y encima fuimos al Museo Blanes y me enteré de la historia de Clarita. No pueden ser tan bizarros de tener la pintura acá, están locos– dije riendo.

 El Griego no contestaba. Me paré, decidí abrir las cortinas y entonces vi lo que pasaba: di un sobresalto hacia atrás. Una nena cortaba el brazo del Griego con un serrucho viejo y desafilado. Tironeaba la piel con los dientes mientras hundía su cara en la sangre amarronada y los dedos en los ojos que supuraban infección. Llevó los dedos a la lengua.

–¡Dejalo!–  grité.

Cuando escuchó mi voz, la nena sonrió y me mostró la lengua que aún conservaba restos de piel del Griego. Se encontraba tan concentrada comiendo que no había notado que estaba mirándola. La nena se paró, algo desgarbada, y cuando estaba a punto de abalanzarse sobre mí, abrió la puerta Rubén, transpirado, venía de correr. Supongo que el olor fue lo que la atrajo hacia él. Lo derribó con una fuerza que Rubén no supo controlar y clavó sus manos sobre el estómago escarbando como los perros. Hundió los dientes en la sangre de las tripas y comió. Me arrastré hacia atrás y choqué la cabeza contra el mueble: el cuadro de Clarita cayó sobre mis manos.  Vi que la nena estaba llena de moretones en las piernas, tenía mordeduras, y no podía pensar en nada más que la ansiedad que la llevaba a comer ese cuerpo, pedazo de carne venosa y fibrosa, devorando el estómago con la locura de la sangre en las manos; mordía con el ansia de lo que tenía en frente y la desesperación de haber contenido el hambre durante semanas. Mordía. Masticaba. Saboreaba. Se tocaba los dientes. Se relamía.

Cuando terminó, giró la cabeza y me miró, respirando para recobrar el aliento. Pude ver los dientes con restos de carne hasta que se dio vuelta para salir caminando mientras picaba la pelota con la mano, dejando manchas que ensuciaban el pasillo del edificio y quedaron marcadas en los botones del ascensor. La seguí, quería saber quién era. Cuando el ascensor llegó a planta baja, le grité, pero no hubo caso: ella estaba afuera y yo permanecía inmóvil. Se cerraron las puertas del ascensor mientras el espejo me devolvía la imagen de mis manos con la pelota ensangrentada y que se preparaban para limpiar aquel baño de sangre.


* Silvana Aiudi (Buenos Aires, 1982). Es profesora en Castellano, Literatura y Latín. Escribe en Panamá RevistaCrisis y La Vanguardia sobre feminismos populares. Colaboró en Novedades Educativas y dictó talleres sobre Diversidad, literatura y educación. Es autora del libro Del mismo lado de la crueldad (El ojo del mármol, 2017).

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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