«Ruinas», un cuento de Carlos Fernández

Imagen: Atul Vinayak.

 

En nuestra edición de octubre: Fantasmagorías, les presentamos un cuento, misterioso y sugestivo, de Carlos Fernández*, donde un amante de las ruinas es acechado y acechante.

 

El amor que busco ha de ser para siempre. Debe dominarlo la melancolía y amenazarlo la muerte. Internet es mi territorio. Paso las madrugadas de los días de entre semana y las horas de los sábados y los domingos navegando por post de cuentas de Facebook abandonadas, blogs en los que nadie escribe y artículos de prensa viejos. El tema puede ser un fraude electoral o una burla corrosiva de una costumbre. Leo las discusiones que esas publicaciones provocaron entre los lectores, añado mi opinión y luego escribo: soy devoto de las ruinas

De vez en cuando regreso a los sitios de la web por los que he diseminado mi mensaje, con la esperanza de que otro explorador de ruinas me haya dejado una señal. Siempre encuentro los mismos comentarios, petrificados como fósiles. Mis mensajes han comenzado a envejecer y a incorporarse al paisaje. Sin embargo, persevero en la búsqueda. Edito pódcast para una emisora de radio. Trabajo hasta la medianoche y luego navego por las ruinas hasta las tres de la madrugada. Me levanto al mediodía, desayuno y me pongo a trabajar. A medianoche suspendo el trabajo y reanudo mi exploración. Una de esas madrugadas encontré una respuesta: soy ruinas

Pensé que era una mujer y quise responderle enseguida, pero recapacité en que eso habría sido como darle mi teléfono. Podríamos terminar bebiendo por ahí y amaneciendo en el cuarto de unas residencias. Aún no debía interferir o podría degradar el encuentro que comenzaba a fraguarse en las rutas menos transitadas de la web. Me prohibí regresar al sitio, con la esperanza de tropezar con una nueva señal. Mi voluntad puede ser de hierro. Navegué por otras ruinas: una página de horóscopos congelada en enero; un sitio de moda masculina abandonado al cabo de un mes; un archivo de radioteatros que nadie oía y que, más que un lugar abandonado, parecía de otra galaxia.

Comenzaba a pensar que el autor de esa respuesta era un explorador de ruinas inconstante a quien no valía la pena conocer, cuando me salió al paso otro mensaje suyo en un muro de Facebook: en otras ruinas.

No me demoré en entender. Un viernes por la tarde salí a caminar para descansar de las ondas sonoras y las pistas de edición. Me dirigí al centro por entre la multitud que erraba por la Séptima. Las nubes formaban depresiones y desfiladeros en el horizonte. A los fastos del cielo se sumaron las luces rojas y azules del tráfico. Me gustaron esos fulgores que anticipaban la noche. Subí por la carrera Séptima hacia el oriente y vi un edificio abandonado. En las terrazas en que habían medrado enredaderas y se habían encendido faroles no quedaba nada. La entrada estaba cercada por una valla de madera. Las ramas de un árbol se abrían como una mano sobre la fachada. En el alféizar de una ventana crecían arbustos que se alimentaban del oscuro interior del edificio. Comprendí que mis metáforas eran febriles. Acepté mi estado como una señal y me deslicé en esas otras ruinas por la puerta de una garita improvisada en la valla. 

Subí a tientas las escaleras y caminé delante de las puertas de lo que habían sido palacetes empotrados en la planta superior del edificio. Las viviendas estaban precedidas por antejardines en los que debieron de florecer plantas de hojas exuberantes. Esos rectángulos solo albergaban oscuridad. El corredor era amplio y tenía unos ventanales inclinados por los que entraba lo que quedaba de la luz diurna. No dilaté más mi propósito. Volteé hacia uno de los palacetes y empujé la puerta. La oscuridad se acentuó. Cuando fui capaz de ver otra vez, me di cuenta de que las habitaciones no tenían puertas y de que había marcos vacíos en donde alguna vez hubo ventanas interiores. Quedaba el puro esqueleto de la casa. Barandas, tubos de PVC, una estructura de metal de lo que parecía un andamio recostado contra una pared. Casi tropiezo con una barra sembrada en el suelo. El techo estaba cubierto de varillas y costales: costales enteros, costales en tiras, costales flotantes que se prolongaban en telarañas. Y desde que entré… un olor a humedad. 

Desemboqué en un espacio amplio que debió de ser la sala y el comedor. En el centro había un cráter. Al acercarme, descubrí que era una fuente circular. En el medio estaba la estatua de la ninfa del lago que pretendió ser la fuente. Alguna vez debió de manar agua de su boca. La mujer era opaca y se confundía con la oscuridad. Las luces y sombras que proyectaban los carros que transitaban a los pies del edificio la dotaban de movimiento. La cabeza giraba y los brazos se estiraban y se expandían por el techo y las paredes. Me acerqué al ventanal por el que entraba la luz y salí a un patio con redondeles y senderitos de ladrillo agrietados por la hierba. Soplaba un viento helado. Desde el muro del patio se divisaba Bogotá, que se explayaba hacia el occidente. Abajo pasaban los carros y la gente iba y venía por las dos orillas de la Séptima. 

Las gradas que conducían al segundo piso del palacete emitieron un sonido hueco bajo mis pasos. Temí que se desfondaran. Casi había llegado arriba cuando vi una mesita ovalada en el nicho que se forma al girar la escalera. Regresé al primer piso con la intención de llevármela y ponerla en un rincón de mi apartamento para que me revelara alguna cosa. Era pequeña y primorosa, como de juego de princesas. Los bordes de la base eran ondulados y las patas se curvaban como las de un animal. Al levantarla, rocé algo con los dedos. Atrapada entre una de las patas y la base, descubrí una hoja en la que estaba escrito un mensaje en letra pegada: Acércate.

 

Miré detrás de mí, seguro de que la vería. Nada se movía, excepto las sombras del palacete desmantelado. Busqué la salida y luego las escaleras que conducían a las plantas inferiores. La noche había entrado del todo cuando crucé la puerta de la garita. Pasé al lado de un celador que venía de la Séptima y que me miró con recelo. Me detuve bajo la luz pálida de un poste y desdoblé la hoja. Leí una palabra ininteligible, si eso era una palabra, y mientras la leía, tuve una erección. Esa letra, en la que antes había leído acércate, estaba hecha de trazos alargados como elegantes colas de pájaros. 

Cinco minutos después llegué a mi edificio. Del ascensor salió una mujer muy bella. Bajé los ojos como si fuera indebido mirarla. No dejé de pensar en ella mientras subía. En su boca se formaban dos triángulos diminutos y sus ojos eran marrones claros. Cuando el ascensor se detuvo en el quinto piso, oprimí el botón del primero, esperanzado en que aún estuviera en el edificio. Pensé que se iría la luz y el ascensor se detendría en el vacío. Las puertas se abrieron en el primer piso y salí en su busca. No estaba en el corredor. No estaba en la lavandería ni en el salón de wifi. Llegué a la portería a tiempo para verla cruzar la puerta de vidrio. Aspiré el olor a encierro de sus medias negras y de su abrigo marrón oscuro. El abrigo se abría en dos alas trazadas por la misma mano que me había escrito acércate. Salí a la calle y no vi a nadie. Caminé una cuadra y subí las escaleras del túnel que atraviesa la Séptima. Vi a los transeúntes frenéticos del viernes y pensé que se había mimetizado con ellos. Me levanté el cuello de la chaqueta, incliné la cabeza para protegerme del rocío nocturno y caminé hacia el sur, seguro de que la encontraría. 

El aire olía a noche helada y a combustible. No la veía, pero sabía que acababa de recorrer la misma acera. Cinco cuadras después torcí a la izquierda. Vi oscilar las velas recónditas de un bar y el bombillo de la portería de un edificio. La calle estaba a oscuras, como si hubieran cortado la luz. Me asomé al bar y no la vi. Descarté que hubiera entrado al edificio. Su destino más probable era una calle que corría paralela a un muro y se desvanecía en la oscuridad. Seguí la trayectoria del muro y giré a la derecha. No encontré nada, excepto un callejón y otro edificio. No me resigné a que no estuviera. Levanté un brazo y su cuerpo surgió en la oscuridad. Seguí su trayectoria con las manos y me di cuenta de que era apenas más espeso que el aire. Sentí en la cara su ansía y su aliento y me apresuré a corresponderle. Besé los triángulos de su boca cerrando los ojos y deslicé una mano debajo del abrigo. Buscó mi pantalón con su mano hecha de tiniebla y me bajó la cremallera. Mi excitación creció estimulada por la presión cada vez más perceptible de sus dedos. Perseguía la materialización del fantasma como un poseso. Cuando me desbordó el esfuerzo, me derramé en la acera y la mujer volvió a fundirse con la noche.

Prendí el computador y busqué la cuenta de Facebook en la que había encontrado su mensaje. Su en otras ruinas seguía estático en muro. La busqué entre las caras de Facebook combinando al azar marías, eloísas, hildas, veras y rocíos con martínez, benítez, obando, nichols e insignares. Interrumpí la búsqueda para prepararme un sánduche. Cuando terminé de comer, sonó el teléfono. Busqué en los bolsillos de la chaqueta, metí las manos en las ranuras del sofá y lo encontré dentro de un maletín. Eran unos amigos, que estaban frente al edificio y querían que bajara para que nos tomáramos algo. Les dije que estaba en la emisora editando. Me contestaron que las luces del apartamento estaban prendidas. La cuenta de la energía me va a llegar altísima porque voy a estar aquí toda la noche, les dije. 

Me acosté al amanecer y a las dos de la tarde estaba buscándola otra vez. La encontré en la madrugada del domingo. Eran su boca y sus ojos. Tenía puesto el abrigo del viernes. En el muro se desarrollaba una intensa actividad. Alguien replicaba, ella contestaba, alguien añadía algo, ella decía jajaja. La ramplona carcajada era otro de sus ardides. Me sumé a la farsa.

Tengo la hoja que dejó en la casa (tutearla me pareció un exabrupto).

Conté hasta cinco, borré el mensaje y escribí:

Me gusta su letra.

Conté hasta diez y borré.

Sus manos son bellas.

Muy explícito. Lo borré enseguida.

Ahora es usted quien me sigue, escribí, borré, escribí: Y yo, quien desaparece.

Borré. 

Si me está viendo, escríbame.

Borré y escribí enseguida:

¡Ya

Borré. 

Haga desaparecer a los que están conversando con usted.

Borré.

Usted sabe dónde vivo…

Borré.

Yo no sé dónde vive usted.

No, horrible, parece un reclamo. Borré.

Entre por la ventana la próxima vez, comencé a escribir. 

Pero en la pantalla apareció, en letra pegada:

Búscame en otras ruinas.

El mensaje se esfumó del muro. Me quedé paralizado en la silla. Luego caminé hasta el perchero y saqué la hoja del bolsillo de la chaqueta. Era la misma letra, hecha de trazos alargados. Temí que la hoja y la palabra indescifrable se diluyeran y se mezclaran con el polvo del aire. En el muro proseguían la conversación y las carcajadas idiotas, como si yo no me hubiera entrometido y nadie hubiera tergiversado las palabras que quise escribir.

Seguí ideando, redactando y borrando mensajes mientras dormía. Aparecía en las lupas de los buscadores, desaparecía en los títulos de las publicaciones, reaparecía en inhóspitos foros de lectores, me escondía entre los párrafos de lo que alguna vez fueron páginas vivas. Me escabullía por entre esos edificios de contenidos olvidados de la web. 

Estaba oscureciendo cuando desperté. Eran la cuatro de la tarde, pero parecían las seis. Bajé por la avenida 39, caminando contra el viento y la llovizna, bajo un cielo empedrado. Pasó un cortejo fúnebre. Las ruinas del cuerpo, pensé. La procesión ya tocaba el Park Way. Tuve que correr para alcanzarla. Al llegar a la carrera 30, me faltaba el aire. Los carros habían volteado hacia el norte y acelerado entre el tráfico del domingo. 

En el camino de regreso pasé por una iglesia. En los alrededores había casas de ladrillo y calles solitarias. Era, por cierto, el barrio La Soledad. Aspiré la oscuridad del templo. Alguien estaba arreglando unas flores en el altar. Caminé despacio para que no notara mi presencia y bajé por unas escaleras. Fue como si me hundiera en la tierra. Tras un intervalo de oscuridad, llegué a una cripta y me senté delante de un osario. Estuve un rato mirando la losa. El silencio de la cripta se llenó de susurros. Una familia bajaba las escaleras para visitar a sus muertos. Me levanté e incliné la cabeza. Dijeron algo así como joven y se apartaron para dejarme subir. En el templo se habían encendido cirios y veladoras. Los feligreses ocupaban las bancas y se amontonaban en la entrada. En la penumbra reinaba un ambiente festivo. Un carraspeo metálico obligó a la multitud a guardar silencio. Oí la voz del sacerdote dar inicio a la misa de seis mientras me alejaba de la iglesia. 

Me incorporé a los paseantes del Park Way. Había hombres y mujeres que caminaban con sus hijos, grupos que conversaban en las bancas y perros que dejaban rezagados a sus dueños para husmear en el pasto. Un viento helado sacudía los urapanes. Los bluyines y las chaquetas invernales de las mujeres con que me cruzaba en el sendero no moderaban la influencia de sus cuerpos. El aire que levantaban al pasar me rozaba. Reconocí la mano que me había bajado la cremallera en el callejón y me dejé guiar. Pensé en el aroma de las flores y en los encantamientos sexuales de la naturaleza. Recordé el polen que lleva el viento, un viento que esta noche tenía una dirección definida.

De una que otra ventana se proyectaba una luz. El viento parecía menos helado por efecto de la amplitud de las casas, como si azotara las aceras de una ciudad de tierra caliente. Volteé hacia una calle más oscura, en la que había árboles que se inclinaban con negligencia. Vi una selva de enredaderas que trepaban por un muro y cubrían las ventanas de una casa. Se encendió un farol y la pequeña jungla se tiñó de luz y de sombra. Bendito regocijo. Salté sobre la reja y bordeé el muro, que me condujo a la entrada posterior de la casa. La puerta estaba cerrada con llave, pero unos pasos a la derecha había un marco disimulado por una buganvilia. Lo empujé y apareció una reja ajustada con un cerrojo. Lo descorrí y me arrastré para pasar. Un momento después estaba caminando sobre un suelo de madera y aspirando el olor de la última comida de la noche. Al fondo del pasillo había una salita iluminada por una lámpara de colores. El tapete de la salita estaba gastado. Se veían las fibras bajo la lana, como se ve la tierra bajo la hierba de los parques. En la órbita de la lámpara había álbumes de fotografías. Algunos estaban abiertos. Otros, apilados, insinuaban torres. En las páginas vi fotos desvaídas de niños que montaban en bicicleta, estaban sentados en muros o solo posaban para la cámara. Vi otras fotos, en las que hombres mayores con trajes de rayas entregaban a sus hijas a hombres jóvenes vestidos de frac. En una de las fotos había un hombre despeinado por el viento que caminaba por la carrera Séptima de una Bogotá de mediados de siglo. Al lado había una foto de una mujer mayor que tenía la mirada vacía. Debajo estaba ella, los triángulos carnosos y breves en el centro de la boca. La foto debía de tener unos ochenta años. 

Sentí un olor de yermo y oscuridad. Era cada vez menos de tiniebla la pierna que se metía entre las mías. Una mano blanca me tocó. La cara aún era un bosquejo. La conciencia de mi cuerpo, agudizada por el roce del suyo, hizo que la deseara más. Se materializó otro poco, no soportaba el tacto de su mano fantasma, se volvió más de carne y hueso, se apretó contra mí, terminó de materializarse, tomó mis manos y las metió debajo de su falda. 

Vi a un tipo —la silueta de un tipo— que me observaba desde las escaleras sin decidirse a bajar la última grada. 

Lo miré con ira, como si me estuviera arrancando un brazo. No debió de darse cuenta porque yo también era una sombra para él. Me fui de la salita, me arrastré a través del muro, salí al jardín de la buganvilia, volteé hacia el norte, luego hacia el occidente, después hacia el sur… cuando estuve seguro de que nadie me seguía, regresé al Park Way.

Las casas de las dos orillas del parque tenían las luces apagadas y no corría viento que sacudiera los urapanes. Un carro pasó de largo y se restableció el silencio. Atravesé el parque y me detuve ante las rejas y el cerrojo de la iglesia. Esperaría hasta el amanecer. Cuando las rejas se abrieran para la misa de seis, bajaría a la cripta y apoyaría la mano en la losa del osario, loco de ganas, perdido de amor, con la esperanza de que aún me requiriera.

 


*Carlos Alberto Fernández Benítez. Escritor y comunicador. Profesor de literatura fantástica y de comunicación oral y escrita en la Universidad Icesi (Cali). Realizador radial Estudió Comunicación social y Filosofía. Perteneció a la compañía Teatro de los sentidos.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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