«Aceptación», un cuento de Alexander Calderón

Foto: Daniela Gaviria

 

En nuestra edición de enero-febrero de 2021: El nuevo fin del mundo, les presentamos un cuento de Alexander Calderón (*) cuyo personaje principal explora la impotencia ante la muerte, ante la desaparición definitiva.

 

Había olvidado el asunto humano, ya no recordaba la última vez que había sentido vergüenza o ira o impaciencia. Nada. Ahora sólo el miedo gobernaba su vida, el miedo y el hambre. Trató de recordar esas veladas con amigos después del trabajo; mucho vino, mucha comida, risas, añoranzas, baile. Ahora todo tan lejos que el simple recuerdo parecía un cuadro de acuarela mojado por esa lluvia ácida que se tragaba todo a su paso. La risa de las mujeres, esa sinfonía diáfana de alegría y coqueteo, su propio galanteo ante ellas, la sutil aceptación, los ojos que se iluminaban a medida que los cuerpos se acercaban y ese calor entrañable que llenaba los recónditos espacios vacíos del alma. Todo había cambiado mucho después de su viudez, mucho antes de «las tragedias», como las llamaba la gente sólo para evitar llamarlas como debían llamarse, el Armagedón. Cuando vino la niebla, la que desconectaba los nervios ópticos, no la que ampollaba la piel y la reventaba hasta que la gente se desangraba, pensó que tal vez estar ciego era lo mejor que les podía pasar y en un descuido se dejó alcanzar, pero Arthur vino y lo jaló a tiempo, por lo tanto perdió la visión únicamente en el ojo izquierdo y reconoció con amargura lo ilógico de su razonamiento. El no poder ver no iba a salvarle de las tragedias por venir, y aunque la vida (la supervivencia) era muy dura, rendirse ante la muerte no era opción, algo adentro de sí mismo se lo gritaba; cuántas veces lo había recitado en sus clases ante sus estudiantes, vivir con miedo no era una opción, pero mucho menos lo era rendirse. ¡Ah! ¡Sus clases! La belleza de los rostros jóvenes convencidos de que se podía salvar la nación con marchas y protestas, salir a tomarse las calles a punta de piedras y caos, y cuando por fin el gobierno más corrupto de la historia estaba a punto de colapsar vino el estúpido apocalipsis y nos robó la victoria de la verdadera democracia.

Una gota de sudor rodó por su frente, se deslizó hasta la punta de la nariz y cayó sobre los maltrechos labios, ahondando en la desesperanza absoluta de la sed, y ese sabor salado le trajo a la memoria el mar y las olas y la arena, todos en conjunto, todos elementos amados, la brisa de la mañana cuando apenas asomaba el sol y con su tibieza acariciaba su piel en aquellas mañanas de cortísimas vacaciones; y su recuerdo era siempre la misma playa, siempre la misma mañana de su luna de miel y las memorias de ella, bendita sea por haber muerto antes y no haber tenido que sufrir, y su cabello largo al viento y su rostro perfecto como tallado en marfil por las manos de los grandes artistas italianos que ella tanto adoraba, y su belleza escandalosa y sus labios tentadores y sus ojos sin par y la infinita sensualidad de su pecho y su cintura y su cadera y sus nalgas y sus piernas y la armonía de sus movimientos en las maratones indecorosas de su amor salvaje. Si hubiera tenido lágrimas, aquel recuerdo sería algo bello por lo cual llorar.

Si existía espacio para el orgullo ahora que el final se acercaba, entonces podría permitirse estar orgulloso de su inmensa biblioteca; no, no una física, pues no hubiese tenido espacio para todos los libros que amó y que amaba así no pudiera recordarlos a todos. Estaba orgulloso de la biblioteca que reposaba en su memoria, hecha de los volúmenes de historias hermosas bellamente relatadas por mentes mucho más brillantes que la suya cuyas obras se perderían para siempre ahora con su muerte. Cuando huyó, cuando huyeron todos de las ciudades debido a las ratas gigantes que se tragaban físicamente todo a su paso —y los pocos biólogos que alcanzaron a estudiarlas declararon que se comportaban como pirañas andando en hordas para evitar ser presa de animales más grandes y eso aumentaba considerablemente su ferocidad y su voracidad—, quiso escoger un libro que pudiera reconfortarle en medio de la angustia por venir, o que le diera algo en que pensar para distraer su mente así fuera sólo un rato. No pudo escoger solo uno y se llevó tres, que pesaban casi tanto como la pena profunda de no haber podido llevar más. Le servía de consuelo recontarse las historias de los que no llevó, a cada cuál más imprecisa, tal y cómo se lo permitía su memoria.

Cayó en cuenta de que extrañaba los videojuegos de su infancia, las incontables horas frente a la pantalla en aventuras inverosímiles siendo un agente secreto, un policía encubierto, un científico loco y perseguido, un experto ladrón de autos, un fontanero bigotón y su hermano y sus mascotas y sus enemigos ya fuera saqueando castillos o barcos voladores o en pistas de coches fantásticas… Para qué pensar en la tecnología si fue la primera que murió totalmente, después de las ratas vino una explosión gigante que se escuchó por todos los rincones de la tierra y todos los aparatos eléctricos, incluidas linternas y radios de baterías, dejaron de funcionar en el instante, y sin tecnología la raza humana perdió toda conexión con el otro, pues muchos habían olvidado el glamoroso arte de la conversación, y además todos andaban temerosos de perder lo poco que cargaban a sus espaldas, y así volvimos tristes, solitarios, individualizados a las cavernas de donde jamás debimos haber salido.

De vez en cuando soñaba despierto mirando el campo frente a su caverna, hubiera sido un lugar perfecto para reunirse con sus amigotes a jugar fútbol, correr desesperado detrás de un balón, luchando cuerpo contra cuerpo, mente contra mente, planeando, instigando, gritando, gozando, todo con el firme propósito de llegar vencedor al final del partido y sentirse por un instante dueño del mundo y sus alrededores. Y entonces veía venir las nubes color zafiro cargadas de estruendosos rayos eléctricos y se refugiaba de nuevo en la caverna. Y los rayos caían sin parar por diez, doce, quince horas, era imposible saberlo, levantando al aire a los pocos seres vivos que se aventuraban a la intemperie, y luego dejándolos caer chamuscados y levantándolos de nuevo y así sucesivamente hasta convertirlos en polvo.

Aun abrigaba en su corazón dos cosas de las cuales no quería desprenderse jamás. De hecho eran dos grupos de personas a los cuales amó intensamente y llevó consigo en su corazón hasta estos instantes finales, así nunca hubiera tenido la capacidad de demostrarles su afecto. Pensó en las abuelas, valientes frenteras, verracas, echadas pa’lante, desde antes de que se hubieran inventado el feminismo; y en el abuelo quien le enseñó tanto desde su parquedad y su silencio, del otro abuelo supo algo por los relatos de su padre. Pensó en las tías y su amor incondicional y los primos que eran como hermanos, y en los hermanos a quienes adoró tanto, y sus memorias con ellos, con el mayor abrazados siendo aún muy niños y caminando felices juntos así abrazados, y en el menor a quien recordaba aun en la cobija amarilla en que lo habían traído del hospital cuando madre lo había dado a luz y la inmensa alegría que había traído consigo. Todos recuerdos tan bellos, tan entrañables.

Vio venir a la muerte desde lejos. Había tomado la forma de ave negra cuyo chillido agudo derretía el cerebro de quien la escuchara. Pero no era tan sencillo, primero había que sufrir un dolor intenso por varios minutos, mientras los chillidos arrasaban con el sistema nervioso haciendo sentir dolor en cada terminal nerviosa del cuerpo, y luego sí empezaba a escurrirse el cerebro por los oídos y la nariz, y mientras moría el cerebro se aferraba a lo que fuera que fuese el último recuerdo, y para mí espero que sean ustedes.

 

A mi padre y mi madre

 

(*) Alexander Calderón, 1978, es profesor de la Universidad Nacional de Colombia y de la Universidad de La Sabana. Novelista y cuentista, su novela La Huida fue publicada en 2019 por Uniediciones para la colección Textos Cautivos. En 2014 fue finalista del Premio Nacional de Cuento, La Cueva, con el relato El Peleador que también fue publicado por Literariedad (léalo aquí). En este momento se encuentra trabajando en la continuación de la trilogía que inicia con su primera novela, y en otros proyectos literarios.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

Un comentario sobre “«Aceptación», un cuento de Alexander Calderón

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s