Foto: Brittany Hosea
En nuestra edición de enero-febrero de 2021: El nuevo fin del mundo, les presentamos una reflexión de Laura Bermúdez (*) sobre los apocalipsis que ocurren sin cesar en el mundo, provocados, por lo general, por la constante colonización europea.
Un día amanecí en un país que no era el mío, después de horas largas de viaje, sueños perdidos y viaje en el tiempo, me encontré explorando un nuevo territorio. El verde de mis montañas se transformó en un amarillo intenso de la arena.
El lenguaje aquel que mi madre me enseñó desde el vientre, las palabras que formaron mis memorias, son ahora sonidos sin sentido y forma. Ahora nuevos fonemas hacen parte de mi cotidianidad, este idioma foráneo es mi única conexión con la realidad cambiante de este territorio. El pasado se ve cada vez más lejano, más ajeno.
En este nuevo mundo habitan animales únicos, con cuerpo de castor y trompa de pato. Son tan atípicos que sus hijos viven en bolsas. Sus pájaros son de todos los tamaños y colores, viven en una gris selva de cemento, escarbando en los desperdicios de la vida industrial para alimentarse.
De noche, los más grandes mamíferos despliegan sus alas abriendo la puerta a la oscuridad. Las tinieblas envuelven cada esquina, el viento lúgubre es la única señal de que aún hay vida. Montañas que parecen colinas, agua a su alrededor y sequía en su territorio.
Estoy ahora en un lugar donde los opuestos marcan la parada, el invierno es verano y las hojas de los árboles caen en primavera. Las direcciones son contradictorias, el plomero es rico y el abogado pobre. Y me pregunto: ¿Alguna vez tuvo sentido de otra manera?
Hace poco más de un año, un enorme incendio lo quiso extinguir, reducir a cenizas siglos de historia y particularidades. Recuerdo aquellos primeros días de diciembre de 2019, al salir, vi como los colores se habían distorsionado. El sol, aquella estrella a la que le debemos la vida, mostraba un color extraño rojizo y antinatural. Las blancas nubes pasaron a ser una espesa cortina de humo que cubrió todo lo que había alrededor. Las alarmas no cesaban su grito desesperado, en búsqueda de evitar que las ardientes llamas consumieran su interior. Millones de almas se unieron en torno a lo que parecía ser el apocalipsis. Para muchos, lo fue.
A diferencia de lo que me enseñaron desde niña, el apocalipsis no parecía ser como lo habían plasmado en el Libro Sagrado. No hubo jinetes, ni trompetas, y mucho menos descendieron ángeles vestidos de blanco, solo hubo sirenas azules y rojas, hombres y mujeres que arriesgaron su vida en pesados trajes a prueba de fuego.
Las inclemencias de un suelo árido fue el combustible para crear el fin del mundo. Llamaradas de fuego cubrieron los que alguna vez fueron verdes campos, al consumirse, millones de vidas se perdieron. La energía más valiosa, la naturaleza, estaba en riesgo de desaparecer. El fin había iniciado.
Fueron meses de oscuridad, en donde los pájaros dejaron de cantar, el agua se tornó gris y los cielos naranjas, vi cenizas en las calles, señales de vidas reducidas a polvo. También seguía aquel implacable sol rojo, cual si fuera Marte dios de la guerra, iluminaba la atrocidad, el miedo y la incertidumbre de aquellos días.
¿Qué determina el fin de un mundo?, ¿es el final de una vida o es el cierre de un ciclo?
Recordé en esos momentos las montañas de mi tierra, el mar caribe que llega a las orillas, en donde mis ancestros, siglos atrás, vieron llegar carabelas de latitudes distantes. Lejos estaban entonces de imaginar, que su tierra y costumbres iban a ser arrasadas. Les llegaba el fin del mundo y lo recibían con los brazos abiertos.
Volví a mi presente, en un lugar en donde la historia no había sido distinta. Los barcos llegaron a estas costas trayendo un apocalipsis que tomó pocos años en destruir siglos de vida extrema. Durante estos años, la roja sangre de los aborígenes que convivieron con estos climas, dueños del fuego y amos del desierto, manchó el suelo árido y la mar. Hay historias que nunca escucharemos y preguntas que nunca obtendrán respuestas. La milenaria sabiduría, habría conseguido, en otras épocas, mitigar el infierno de aquel verano.
Como todo ciclo, este también concluyó. No fue el hombre el salvador y héroe de esta historia, la naturaleza siempre sabia, envió la lluvia. Un largo aguacero que aún no concluye. Pero que ha salvado, de momento, el final de los días de este país.
Tras el verano llega el otoño, el cielo se aclara, recupera el azul tranquilizador. El fulgurante sol regresa a su tono natural y los árboles cambian sus hojas. Al final me pongo a pensar, esta estación nos demuestra que cada temporada es momentánea y necesaria. Desprendernos de todo lo que nos ha lastimado, pero conservando nuestra esencia. Para después, en la primavera renacer y empezar un nuevo período lleno de rosado, morado, amarillo, rojo, azul, etc. Un resurgir que nos hace más fuertes, valientes y con cicatrices de un pasado que permite que crezcamos nuevas hojas, el comienzo de etapas más prósperas.
Este nuevo territorio, ha visto su fin innumerables veces. Pero siempre prevalece. Sus colores siempre brillan y resaltan. Los colonizadores no lo destruyeron, las inclemencias del clima tampoco y aquel mortal virus, parece no existir en su población. Australia, aquel país recóndito e incognito, nunca cede. Su final, aún no está cerca.
(*) Laura Bermúdez Sánchez: Realizadora Audiovisual y Magister en Escrituras Creativas. Bogotana, descendiente de paisas y costeños. Apasionada por las letras y el arte. Inquieta y curiosa. Residente de Australia y autora de su propio blog: laurabsanchez.com