Foto: Miguel Gaviria
En nuestra edición de enero-febrero de 2021: El nuevo fin del mundo, les presentamos un relato inclasificable de David Eudave (*) que mezcla monólogo, narración y poesía, para describirnos la angustia de nuestros días atravesados por las videollamadas y la distancia.
Comienza una videollamada.
ALGUIEN: ¿Y?… ¿Qué tal?… Qué bueno que hoy sí tuviste tiempo. No, no lo digo con mala… Oye, no te escuchas. Te veo, pero no te escucho. A ver, habla… No, no te escuchas. ¿Tú me escuchas? Di sí si me escuchas. ¿Y me ves? Sí, sí me ves. ¡Ja!, qué idiota. ¿Sí activaste el micrófono? ¡A ver, revisa!… Perdón, estoy un poquito alterable. Lo siento, de veras lo siento. Es que el pinche gato, Boris, el blanquito, se… Nada, no importa. ¿Y si reiniciamos? Colgamos y volvemos a llamar. ¿Sí?… ¡¿Sí?! ¡Con una chingada, ahora te estás trabando! (Ríe de forma descontrolada.) Te quedaste así, mira… (Imita una posición congelada.) Pues no, creo que te perdimos. Ground control to Major Tom… ¡Mierda! ¿Nada? No, nada.
Se detiene un momento. Tararea Space Oddity, de David Bowie. Sus ojos se oscurecen de pronto. Se le puede ver temblar muy sutilmente. Se levanta y le da la espalda a la cámara que sigue observando. Hay violencia en su cuerpo. De pronto gira y salta sobre la computadora, la levanta como si fuera a arrojarla al piso. Por un momento solo escuchamos su respiración agitada. Luego vuelve a colocarla lentamente y se acomoda de nuevo frente a ella. Clava su mirada en la cámara.
ALGUIEN: Te odio. Te odio con todo el odio que se me ha ido acumulando con cada silencio. Y aquí estoy, como idiota, hablándole a la nada. A tu cámara que me traga y me escupe en la nada. Mi voz se va como el agua por el excusado. ¿Mis palabras son mierda? ¿Eso son? ¿Mierda para alimentar el vacío? Sí, eso son. Jugamos a hablar, a encontrarnos, pero ¿qué diferencia hay con hablarle a un gato o a un cura?… ¡Exactamente! Así se siente. ¡Ja! Flashback, siete, ocho años. Entro al cuartito aquel, «elegante» como todo en las iglesias, olor a madera, a cosa vieja, al perfume del cura, su respiración pesada, su voz rasposa, por supuesto no recuerdo qué dice, pero me anima a hablar. Y sí, te animas a hablar, porque no hay quién te vea y, al mismo tiempo, porque sabes que sí, que alguien te escucha. No le confiesas a la nada, le confiesas a «alguien», pero precisamente porque ese alguien no tiene cara ni cuerpo, apenas una voz y un olor. ¡Mira nada más! Nos cambiaron al cura por una camarita y quince segundos o ciento cuarenta caracteres. Muy bien, pues ahora me vas a oír, camarita de mierda.
Se levanta. Hay tensión contenida en su cuerpo, así que camina, da vueltas como un perro persiguiéndose la cola, y luego salta, patalea, se retuerce y grita. Durante el siguiente fragmento continúa la descomposición.
ALGUIEN: ¿Qué ganas, no? Qué ganas de salir corriendo como Forrest Gump. ¡Ja! Qué ganas de rascar la pared y comerse el yeso, qué ganas de escarbarse la nariz con un picahielos. Pero no, nada de eso. Somos personas civilizadas. ¡Somos el culmen de nuestra civilización! Después de nosotros no vendrá nada, edificios en ruinas, calles llenas de pájaros muertos, el desierto del Amazonas. ¡De internet ni rastro! Los nietos de los pocos sobrevivientes encontrarán las montañas de servidores muertos en Silicon Valley y los destazarán buscando las historias que oyeron de pequeños, pero solo encontrarán ceros y unos. ¿Cuántos ceros y unos produzco por segundo, camarita?…
Pero hay algo que todavía no aprendes a convertir en ceros y unos: el olor, el sabor, la carnita. ¡Qué ganas de tener aquí, ahora, a mi lado, un cuerpo! La civilización se cae con la ropa. Tú no lo sabes. No lo puedes saber, aunque digan que en tus entrañas ocurren cosas inimaginables. No, no tienes ni idea. Tú ves un cuerpo y está todo cubierto de piel, un poco más o un poco menos limpia, más o menos peluda. No importa. El punto es que parece una envoltura perfecta, sin costuras, ¿te das cuenta? Si lo piensas un poco es impresionante. Todo lo que está a la vista es impoluto… Casi todo, porque esa transición hacia los labios… ¿ves, que el cambio de color y de textura como que no…? El ano no, ahí sí se notan los pliegues, como si hubiera sido lo último en hacerse, ¡al final, a las carreras, todo amontonado!… Pero el ano no está a la vista, normalmente. La boca sí, y basta con abrir la boca para darse cuenta de que detrás o debajo de esa capa de piel tan exquisita hay… hay un mundo que no es inmaculado y prístino. Basta con levantar un poquito o abrir un poquito para ver que ahí hay carne.
¡Carne!
¡Carne empapada en sangre!
¡Ahí, a… un milímetro!
Es… peculiar, ¿no?
Por decir poco.
Hay que ser humano para entender eso. Con toda la civilización detrás. Los animales no tienen esa consciencia. Por eso para un animal es muy fácil clavar los colmillos. No, no entiende que está rompiendo una barrera entre algo puro e impermeable y el batidillo de gusanos y mierda que hay adentro. No, no puede ver la belleza.
Todo lo que puede entrar y salir de un cuerpo
y cómo las sustancias transmutan
Metes caviar por un lado y sale mierda por el otro…
pero si metes mierda no sale caviar.
¡Siempre sale mierda!
Pero no es verdad, esto no es completamente cierto.
Depende de lo que metas y por dónde lo metas, puedan salir otras sustancias:
sudor
saliva
pus
semen
sangre
orina
¡un squirt!
sangre y sudor, otra vez.
Abrir esa cascarita.
Y entonces, a veces… no siempre, a veces viene una punzada de muy atrás, de los tiempos del confesionario y el cinturón. Una duda pequeña, pequeñita como piecitos de bebé.
Uno: ¡Los niños en África!
Dos: No toques lo que no es tuyo.
Tres: Comparte.
Cuatro: Ponte en su lugar.
Cinco: Con la vara que midas.
Seis: Haz el bien sin mirar a quién.
Siete: Las niñas se sientan con las piernas cerradas.
Ocho: Ni con el pétalo de una flor.
Nueve: Te van a salir pelos en la mano…
Los nueve mandamientos. ¡Ja! Como si una mirada se posara en ti, unos ojos invisibles o escondidos o adentro que observan y una lengua que chasquea. Dudas, te detienes, reflexionas. Punza, en la boca del estómago, se come a sí misma. En la garganta, le nace una dama de hierro. Hay plaquetas policías en la sangre, plaquetas con gorros minúsculos y flagelos, cilicios, disciplinas. Arde. Es la sangre que hierve y lucha por salir. El rubor, camarita. La inocencia. Ese que adoramos en los niños e imitamos luego con polvos, porque es síntoma de carne fresquita. La culpa, la vergüenza y el pudor. Como Lizzy con míster Darcy. ¡Lindo!
Pero no, nada más se asoma, románticamente, a las mejillas. ¡Ja! También alimenta otras partes, si me entiendes, y hace casi reventar las arterias… y contra eso hay poco qué hacer, camarita. La sangre vocifera, y el corazón es un tambor de guerra. ¡Hana, dul, set, net! Sin esos ojos no sería igual, sin el testigo invisible, sin la voz que ordena. ¿Qué más quieres, quieres más? ¡Claro que quieres más! ¡Siempre quieres más! Espera, pausa, esto merece toda nuestra atención.
Hay cuatro jinetes, cuatro. ¡Fanfarrias, trompetas! Al primero ya lo conocimos, usa un alzacuellos, le gustan los niños, cabalga sobre el pasado y dice: Ven, te has portado mal, descúbrete las nalgas, te voy a castigar. ¡Ja! El segundo… el segundo tiene alas negras, puños de acero y cocteles Molotov. Cabalga sobre una verga y dice: Ven, toma este lanzallamas, vamos a joderlo todo, cada que encuentres un «no» apunta y ¡bam! Cada puerta es un himen y al revés, cada hueco, cada grieta es una puerta. Si no cabes, hazte espacio. ¡Rompe, rasga, quema, que no queden ni las ruinas de las ruinas! Cabalga al infinito con las ruinas del universo a tus espaldas. Mathilda, Bonnie, James Dean… ¿nos estamos entendiendo? ¡Ah!, pero incluso este salvaje se deja gobernar cuando llega el jinete del futuro… ¡Música de Johann Sebastian Bach!
Baila mientras tararea Jesus bleibet meine Freude
ALGUIEN: El tercer jinete es un furry de conejo blanco sobre una lámpara mágica. Dice: Ven, hay más, apenas empezamos. Prueba, pruébalo todo. Ya no sirve, tíralo, a la mierda. ¡Vamos por más! ¡Más, más, más! Tiene un sombrero infinito, un hoyo negro de bolsillo. Ey, ¡ey, ey! Pero con calma. No una sierra eléctrica, sino una katana, un bisturí. Suave y lento, preciso. Observa cómo se va hinchando y pasa del rosado al verde. Déjalo gotear y contempla su roja carrera, pausada, y los ríos congelados que va dejando a su paso. Costras del tiempo, mapas de la mansedumbre, Kintsugi de la carne. Cómo revienta y le nacen burbujas. Y si tienes la paciencia suficiente, entonces vendrá el tiempo de las larvas. La tortuga vence siempre a la liebre. Y se echa a reír, una risa de siglos.
No hay nada más placentero que eso, camarita. Pero tú… ¡Ja! ¡Tú no puedes saberlo! Lo siento por ti, los humanos todavía no te hemos podido dar eso. Quizá algún día. Sería como cuando los dioses dieron el fuego a Prometeo. ¡Más, más cabrón que eso! Porque ahí está la verdadera civilización. No en las máquinas, no en los algoritmos y los viajes al espacio. ¡No! En la diferencia entre simplemente abrir un cuerpo, como los animales: cagar, comer, coger, matar… y el refinamiento, ¡la alta cocina! Ese es el cuarto jinete, una amazona en topless sobre un corcel blanquísimo. ¡Qué perfume de flor de cuchillo! Comer para llenar o comer para degustar, paladear, catar, saborear, libar. Parece lo mismo… ¡parece! Pero hay un infinito de distancia, es exactamente el reverso, un universo paralelo más allá del agujero de gusano. Y una vez que lo atraviesas, no hay vuelta.
¡Ey, estás de vuelta! Te fuiste. Hablaba con la camarita. Somos amigos ahora… confidentes… Le contaba… nada, secretos, ¡uy! (Ríe.)
Se escucha por primera vez la voz de la persona detrás de la cámara.
VOZ: Para terminar corriendo como Forrest Gump.
ALGUIEN: ¿Qué dijiste?
Se corta la videollamada.
(*) David Eudave. Artista teatral. Vive en el fraccionamiento Villas de Guanajuato, en la ciudad de Guanajuato, México. Profesor universitario. Escribe en sus ratos libres.