Foto: Miguel Gaviria
En nuestra edición de enero-febrero de 2021: El nuevo fin del mundo, les presentamos un lúcido artículo de Julián Bernal Ospina (*) que reflexiona sobre los infiernos que encontramos afuera y adentro, imaginarios y reales, cuando se acabe el mundo, pero especialmente mientras aún exista.
Si la idea de un infierno después de la vida era tan encarnada que toda acción o pensamiento era motivada por la salvación o condena del alma, ahora —tal vez más que nunca— convivimos con él, a veces a la vuelta de la esquina, otras al interior del alma. La educación, por su parte, debería motivarnos a luchar por que el paraíso también esté allí.
En la tradición literaria el infierno lleva el nombre de Dante Alighieri. Algunos comentadores contemporáneos como Fernando Savater han llamado a Dante el padre de la mentalidad europea. Para nosotros, latinos y colombianos, esa figura de Dante es tal vez la de un escritor desconocido, una figura lejana que aparecía quizá en las páginas del colegio, si es que había páginas (si es que había colegio).
En todo caso, sí ha permanecido la idea de infierno que otros comentadores han categorizado en la tradición judeocristiana. Esa idea de que nuestros actos serán juzgados en la otra vida, cuando las almas se hayan separado de los cuerpos, y cuando seamos acreedores de los castigos eternos o de las recompensas divinas. (Cuando cada cual tenga que ir a su tumba a recoger su carne y su figura, como le dice Virgilio a Dante). Borges, en su prólogo a los Nueve ensayos dantescos, hace una interpretación de la Divina Comedia como «una lámina pintada hace muchos siglos en una biblioteca oriental», enraizada en la escolástica (escuela filosófica y teológica iniciada en el siglo XI que pretendía integrar el pensamiento secular antiguo con los dogmas de la doctrina del cristianismo), y en la astronomía ptolemaica, contexto intelectual de la época del Dante (siglos XIII y XIV): una concepción del universo para la cual alrededor de la tierra inmóvil giran nueve círculos concéntricos, que son los siete cielos planetarios, el cielo de las estrellas fijas y el Primer Móvil. Dios es –porque no solo está: es un lugar también inmóvil más allá del tiempo y del espacio– en el empíreo, que abraza el último círculo «donde la Rosa de los Justos se abre», comenta Borges.
El Infierno, continúa el escritor, es exactamente lo contrario: de la cruz que conforman la montaña de Sión, el Ganges (al oriente) y el Ebro (al occidente), con el Purgatorio (la antípoda de la montaña de Sión), «se abre hasta el centro de la tierra un cono invertido, el Infierno», en cuyo vértice habita Lucifer: como lo llama Dante en labios de Virgilio: el «gusano que al mundo en él perfora».
El Alto Infierno son, entre otras penas, sórdidos lugares en los que los lamentos hacen hervir el lodo («que bajo el agua hay gente que suspira: / hierven por eso el agua y estos limos», como le dice Virgilio a Dante), y tormentas infernales que encausan a las almas ferozmente («La borrasca infernal, que no reposa, / rapazmente a las almas encamina: / volviendo y golpeando las acosa», como dice Dante). En cuanto al Infierno Inferior, lo compone una «ruinosa y atroz» topografía, dice Borges, cuya Ciudad de Dite está erigida con mezquitas rojas rodeadas de murallas de hierro. Así lo describe el argentino: «Adentro hay sepulturas, pozos, despeñaderos, pantanos y arenales».
Esta es una historia conocida porque la hemos temido o deseado. Alegorías del universo y de la teología que expresan las penas, los tránsitos y las virtudes. Sin afán de verosimilitud, con ingenio poético, el Dante representa los valles, montañas, mares y desiertos de las almas humanas. La psicología occidental está aquí representada en el amor, el deseo, la angustia y el miedo; tanto como la literatura en el artilugio del Dante para no ser tildado de deicida, al escribirse él mismo como un personaje más, pero que al final, como creador de la obra, es su propio dios.
Borges así lo dice: «Para conseguir ese fin, se incluyó como personaje de la Comedia, e hizo que sus reacciones no coincidieran, o sólo coincidieran alguna vez en el caso de Filippo Argenti, o en el de Judas, con las decisiones divinas». De manera que, en una ficción, que es la representación del Infierno, el Cielo y el Purgatorio, está fundamentada buena parte de nuestro comportamiento judeocristiano, como hijos extraviados de una tradición.
Otro ejemplo del infierno, más contemporáneo, es el que escribió veladamente May Sinclair en su cuento Donde su fuego nunca se apaga. ¿Qué pasa si, después de la inocencia del primer amor, contrariado por la muerte repentina del amado, llega un amor desamor, un amor piedra en el zapato, que no es ardor sino molestia, y que incluso después de la muerte remplaza toda historia del pasado, y que aparece como una condena que «nunca se apaga» en la figura del padre, de la madre, del amado?
Hay una conciencia todavía. Una vida después de la muerte. Una muerte en vida después de haber vivido. Así le dice Oscar Wade, el amante del final, a Harriet Leigh, la protagonista del cuento, después de todos sus intentos de escapar: «Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada, más allá, y no habrá otro recuerdo que este». No hay escapatoria. El infierno parece estar adentro. A este infierno de llama lenta e inagotable no hay mente infante que escape, porque todo el pasado se transfigura por el futuro. El futuro, como un presente irremediable, retuerce el pasado a su conveniencia.
Como una pesadilla que es suave cual quemadura de hielo, pero cuando pasa el frío se convierte en un resquemor inconmensurable en la piel. Entonces el infierno se convierte en planos que se vuelven puertas y puentes infinitos, iglesias que se tornan lugares para el desespero, el tibio olor de las flores de saúco que se transforma en el del lodo húmedo después de la tormenta.
Sin embargo, el infierno también es ahora. Los hacinamientos de las cárceles paupérrimas en que la escapatoria solo es posible a través de la fuga de la vida por una inyección de una droga hechiza; las masacres que van en Colombia este año y que dejan a su paso cuerpos sobre el cañaduzal, junto a las piedras del río, bajo la cerca de un potrero; el hambre, que ha matado y que mata más que todas las pandemias sumadas, y que deja ver el desprecio de la humanidad por garantizar el mínimo vital.
Estos son los infiernos sociales: hidras que no paran de multiplicarse. Cuando la vida no está garantizada, ¿qué se espera de las que logran sobrevivir a ese lodazal? Esa pregunta se la hace, por ejemplo, Víctor Hugo en Los miserables: mayoritariamente, un ser humano se torna malvado por las circunstancias en que ha vivido; no necesariamente es esa la esencia que lo lleva a actuar en detrimento de los demás. Los miserables habitamos en ese pantano infinito, y la educación, que es la conciencia del ser humano en el mundo –para Hugo ligada a Dios– es la única salvación sobre la tierra.
La educación, con Hugo, es la activación de la conciencia en el mundo. Una que sepa que, así como el infierno es ahora, también lo es el paraíso: ese milagro del despertar en el mundo. Como lo dice Paula Vásquez en el portal Baudó Agencia Pública: el cielo, la tierra, el mar son elaboraciones continuas de un tiempo milenario, inabarcable para nosotros, en el que vivimos por coincidencias macroestructurales (la posición de la tierra) y microestructurales (los organismos ínfimos que producen el oxígeno o que son el comienzo de la cadena alimentaria).
Como Dante, esta otra noción del cosmos es también una alegoría que relaciona filosofía, poesía y ciencia, una armonía entre cielo, tierra y submundo. Aunque el mundo sea sórdido y triste, también es posible pensar que, como dice Kathleen Raine citada por Vásquez, este mundo lo compartimos «con la flor y con el tigre», en una común tradición de la tierra.
(*) Julián Bernal Ospina. Soy por vocación escritor. Politólogo, magíster en construcción de paz con énfasis en periodismo y literatura. Ahora vivo en Bogotá, pero siempre he llevado a Manizales (Colombia) en la sangre y en la voz. Escribo cuentos y diferentes géneros como crónica, perfil, reportaje, columna, ensayo, entre otros. Me preocupa sobre todo la imaginación. Defiendo la idea de que la literatura es un lugar de riqueza y sensibilidad humana que toda persona tiene el derecho de vivir.