Foto: Rod Long
En nuestra edición de enero-febrero de 2021: El nuevo fin del mundo, les presentamos un ensayo de Angélica Rodríguez Vargas (*) que reflexiona sobre la inmortalidad a partir de las ideas de Byung-Chul Han. ¡El Fin ha muerto!
y aunque ellos estén locos y totalmente muertos
sus cabezas martillarán en las margaritas;
irrumpirán al sol hasta que el sol sucumba,
y la muerte no tendrá dominio.
Dylan Thomas
Para aquellos seres congelados en el firmamento como Quirón, el centauro de incurable herida, quien le cedió su inmortalidad a Prometeo para liberarse del dolor; para los budas que han perseguido en sus meditaciones la forma de romper el ciclo del nacimiento y la muerte; para los zombis y los vampiros, aburridos ya de nuestro tiempo, que siguen esperando sentados que les rompan el corazón con una estaca de madera o alguna solución definitiva; para las sectas que han esperado con venenos servidos en delicadas copas el Final de los Tiempos, para los deprimidos y los productores del Apocalipsis: malas noticias. ¡El Fin ha muerto!
En el afán de los hombres de las cavernas por inmortalizar la «realidad» y la «vida» en sus grafismos, empezaba a oler a linealidad; pronto llegarían los alfabetos, la escritura que pondría una letra tras otra en una serie infinita. Y aparecieron los sacerdotes con la promesa de la Vida Eterna. Y el arte, que hizo caso omiso: pirámides, esculturas, pinturas y fotografías para nunca olvidar. Luego, surgieron los vanguardistas con el propósito de apoderarse de continuos futuros inexplorados, de invadir los territorios desconocidos con nuevas reglas capaces de transformar radicalmente lo establecido y el cine de Ciencia Ficción que nos creó esa verosímil ilusión de supervivencia con sus efectos especiales. Aquí ya estamos.
Pero hubo intentos por reprogramar el tiempo de nuevo hacia atrás. Los ritos quisieron actualizar los mitos, pero los jipis se apoderaron de las formas; los gurús se sacralizaron a sí mismos y el New Age se robó lo que quedaba de pensamiento ancestral; hasta los masones se esfumaron difamados y perseguidos o desenmascarados y despojados de su magia intelectual. Los caminos hacia el origen se taparon con pasto nuevo y los símbolos fueron pervertidos por nazis y marketineros para el servicio de Wall Street y las pocas instituciones que gobiernan el mundo. Nacieron los mitos de la modernidad: él éxito y el progreso. Un único rito: el consumo; una sola religión mundial: el materialismo; una sola filosofía de vida: el amor al poder y un culto global: el Yo.
La ilógica poesía y la narrativa circular trataron también de reactivar los ciclos. Grandes visionarios como García Márquez y Alejo Carpentier revisitaron el pasado para reinterpretar la historia y cuestionar ese aspecto destructivo, radicalmente antitradicional de la Vanguardia, optando por una lógica de renovación a través de un diálogo reconstructivo con lo viejo. Profetas en su ciencia, veían venir el final del Fin. En Los pasos perdidos, Carpentier auguraba la imposibilidad venidera de conectar con el mundo del origen, de lo maravilloso. Reveló cómo el viaje hacia lo nuevo implicaría una abolición trágica del pasado, una pérdida y un desarraigo que no es otra cosa que el resultado de la imposición de las cargas ideológicas de lo moderno en un ser mestizo que ha vivido la ambigüedad ontológica de su mundo y se ha perdido a sí mismo.
El protagonista sin nombre de Los pasos perdidos atraviesa la selva buscando antiguos instrumentos musicales de comunidades indígenas, destinados a ser parte de la colección de la Galería de Instrumentos de Aborígenes del museo Organográfico de París. En ese viaje al pasado vivo, llega a ser espectador y partícipe del rito en el cual se trata de resucitar a un muerto, y que da lugar al nacimiento de la música: «Ante la terquedad de la Muerte, que se niega a soltar su presa, la Palabra, de pronto, se ablanda y descorazona. En boca del Hechicero, del órfico ensalmador, estertora y cae, convulsivamente, el Treno —pues esto y no otra cosa es un treno—, dejándome deslumbrado con la revelación de que acabo de asistir al Nacimiento de la Música».
En los orígenes de la música, el visitante reflexiona sobre el mimetismo-mágico-rítmico de los nativos, quienes reproducen los sonidos de los animales con sus instrumentos musicales para apoderarse de ellos, antes de cazarlos. Y aunque ha visto lo que confirma la teoría de muchos investigadores (a través de los libros) acerca de un origen mágico de la música y piensa que debería recoger algunos de los cantos para hacer comprobaciones científicas, desiste: «de pronto, me enojo conmigo mismo, al verme entregado a tales cavilaciones. He tomado la decisión de quedarme aquí y debo dejar de lado, de una vez, esas vanas especulaciones de tipo intelectual» (p. 190). Pero su pensamiento moderno insiste y lo expulsa para siempre del tiempo circular, donde la muerte se regenera a sí misma a través del nacimiento.
Es apremiante que el Fin llegue a su final y, ya no como científico sino como artista, se da cuenta: «una obra se ha construido en mi espíritu; es “cosa” para mis ojos abiertos o cerrados, suena en mis oídos, asombrándome por la lógica de su ordenación. Una obra inscrita dentro de mí mismo, y que podría hacer salir sin dificultad, haciéndola texto, partitura, algo que todos palparan, leyeran, entendieran». Como un loco, psicópata del futuro, destructor del Apocalipsis, empieza a escribir su obra en los cuadernos que utiliza el Adelantado para legislar; luego, en las hojas de los árboles, en los tapetes, en su cabeza. Hasta que siente la inaplazable necesidad. «Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez, mi mensaje».
Esa pasión lo lleva de nuevo a la urbe para entregar los instrumentos encargados y dejar escrita su obra musical para la posteridad. Los deseos de eternidad del personaje, encarnados en una partitura, marcan el fin de la conciencia mítica circular y el nacimiento de la conciencia histórica lineal, serial e infinita. Ya no hay tiempo original que se actualice con los actos rituales, cerrando la puerta a lo atemporal que libera al hombre de las tensiones y las pulsiones de muerte.
De manera similar, el profeta García Márquez, en Cien años de soledad, nos invita al nacimiento de un pueblo cuya atmósfera provincial se ve, en repetidas ocasiones, atenuada por las los flujos geniales de la ciencia, provenientes del viejo mundo, a través de los inventos que llevan los gitanos al lugar «ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos científicos, mientras nosotros seguimos viviendo como burros», en una superposición de representaciones que conduce a una disparidad de tiempos (lo viejo y lo nuevo). ¿Es lo nuevo Macondo, pueblo joven sin muertos, y lo viejo aquellos aparatos desconocidos aún, traídos de otro tiempo, o son los artilugios seudocientíficos de los gitanos lo nuevo que se contrasta con el pueblo, que es viejo en cuanto vive en un mundo mítico? No importa, Lo que es claro es que el mundo habría empezado un proceso de modernización orientado a un retroceso evolutivo de industrialización y consumo, que inicia con una tradición mítica mutilada por un hecho implacable de Conquista y concluye en una fascinación por lo nuevo que cancela las figuras reveladoras del pasado.
Aquí estamos, hemos llegado, hecho está. Una sucesión infinita de inventos, tecnologías y experiencias donde nadie ni nada puede quedarse, demorarse, durar ni habitar porque no hay lugar y no hay tiempo. Solo la acumulación de información y basura sin límites ni umbrales ni repetición. Quedan, en una acera, los promotores de la criopreservación y, en la otra, los que conservan la última esperanza de la muerte que, como dicen, es lo último que se pierde… y «los hombres de la expedición se sintieron abrumados por sus recuerdos más antiguos en aquel paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original». Por esa esperanza inconveniente para el Sistema-Mundo, siempre nuevo y camaleónico, será juzgado el suicida y sedado el depresivo.
(*) Angélica Rodríguez Vargas es la Consejera editorial de Literariedad. Es poeta y narradora; acaba de publicar una traducción de la obra poética completa de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) con la Editorial Ataraxia.