Foto: Anna War Hier.
En nuestra edición de marzo-abril de 2021: Pájaros del día, nuestra edición de octavo aniversario, les presentamos un cuento de Angélica Rodríguez Vargas (*) que habla de gente con alas en la espalda, que vive en los techos con los gatos, por el placer de mirar.
Desde que comenzamos a encontrar cabezas en los basureros, fui a la terraza y cerré desde afuera para no volver a bajar. No fui el único que lo hizo. Las leyendas urbanas sobre nosotros se difundieron como hollín, sumando miedo psicológico a la inseguridad rutinaria. Eso me contó el niño de las chocolatinas: que se hablaba de pájaros de la noche, gente-pájaro, gente con cosas como alas en la espalda y que mira de reojo siempre. Gente que mira cómo duermes, solo por mirar. Pero ¡qué alas! En nuestras espaldas, solo cuelgan los escapularios que nos dejamos puestos ya no para protegernos de los traicioneros que se propagaron como gérmenes en la época del miedo, sino del mal, que los del techo creemos que llega por detrás.
No es que en los tejados se respirara mejor ni tampoco la compañía de los altos cerros en las cuatro direcciones ni las caricias solares cuando dormíamos lo que nos hacía más felices, sino la paz, y a veces la morbosidad de mirar hacia las ventanas como cuando se mira por encima del hombro a alguien que se ha tomado por enemigo imaginario. O a veces era solo yo y las historias que se narraban en mi mente con las penurias ajenas, las de los que se habían quedado en el mundo inferior de sus dormitorios y sus patios traseros con el miedo de ir más allá de su balcón. Y era tanta la felicidad que muchas veces, en la mitad de la noche, hasta daban ganas de ulular.
Llegamos a ser varios los mirones que vivíamos en la tranquilidad de desparpajadas noches de ocio reconstructivo, porque estábamos inventando otra forma de mirar, más afín con las estrellas vespertinas, a la espera de algo o alguien inusual que nos iluminara la rutina. El secreto del privilegio nos unía como a una élite silenciosa. Y así fue, hasta que empezó la guerra del viento, un viento del Norte que amenazaba como un enjambre de abejas asesinas, una guerra sutil y mental.
El día en que el viento botó al niño de las chocolatinas, supimos que nos abordaría por la espalda. El viento se había ensañado contra la gente del techo, tumbando uno aquí y otro allá y, como enemigo invisible, era muy difícil de predecir. Su virtud no era la fuerza, pues no empujaba, sino el susurro que invitaba al vacío, porque decía muchas cosas interesantes y distintas a cada uno: como hechas a la medida de sus deseos. Muchas cosas que vaya a saber el diablo si eran verdad.
Arriba, aunque parezca que se nos fuera la vida en fisgonear, las tareas no se hacían esperar. Limpiar, limpiar, limpiar. Balones que habían perdido aire y color por el abandono y el olvido, popó de palomas, ganchos de ropa lanzados por alguien de manera errática hacia arriba, medias hechas bola acartonadas por el sol, cuchillos sin filo, notas no entregadas, zapatos viejos y todas esas cosas que la gente desecha en las alturas donde nadie va a ir a buscar, porque es más probable que alguien desentierre algo a que mire para arriba.
Con todo lo juntado en un día de trabajo, optimizamos un refugio para el frío y nunca volvimos a bajar. Hacíamos todo como veíamos que hacían los otros techunos y siempre de noche, para que no se viera desde abajo. Luego andábamos despacio por los tejados creando caminos, con la ayuda de los gatos, quienes pronto nos aceptaron como parte del paisaje nocturno. La vida consistía más que nada en un proceso de regulación interno, una cuestión de adaptación. Un aprendizaje lento, desde mantener el equilibrio para ir de un techo a otro, hasta sentarse en los tejados inclinados sin hacer ruido para no alertar a los perros. Y sí, ver gente dormir, por amor a mirar.
Pero el viento seguía susurrando historias de lo que no fue y de lo que podría ser. Voces de polvo les taparon los ojos y los oídos, les cerraron la garganta y no los dejaron ni siquiera toser antes de saltar. El mareo y la ilusión de una vida mejor que la conseguida entre los tejados les inundó al corazón. Y los techunos, gente silenciosa por costumbre, fueron cayendo de a uno como pájaros recién nacidos.
Yo escuché al viento. Y miré. Por un instante miré ese ojo.
Me habló de un mundo más cercano al sol y a los grandes pájaros de las alturas, un mundo sin cabezas en los basureros ni popó de palomas en los tejados. Una vida con una vista mejor, donde habita gente con cosas como alas en la espalda que nos observa mientras dormimos, gente-pájaro sorprendida por nuestro desinterés de mirar hacia arriba. Prometía el viento charlatán ojos nuevos para ver nuevas gentes dormidas y colores nuevos sin la falacia del tiempo. Pero yo no me lancé del tejado como los demás. Yo no, porque yo me conformo con mirar. Yo prefiero mirar y mirar, hacia las ventanas de las casas y los patios traseros, como una lechuza o como una mosca, ululando solo pero feliz, con la pequeña recompensa de mi vida y la secreta victoria de ser el último.
(*) Angélica Rodríguez Vargas es la Consejera editorial de Literariedad. Es poeta y narradora; acaba de publicar una traducción de la obra poética completa de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa) con la Editorial Ataraxia.