Foto: Henri Cartier-Bresson. Mayo del 68 en París.
Por Alfredo Abad
La juventud oscila entre escenarios contradictorios. Cree, irremediablemente cree en el porvenir, pero las tribulaciones humanas asaltan sus convicciones. La pasión y la lucidez en un espíritu que arde. En efecto, de la primera extrae sus ímpetus, sus arrebatos, sus anhelos… fuego de donde procede el espectáculo incipiente que todo horizonte revela. Administra su vehemencia, concibe sus propósitos, romantiza los vínculos que en la humanidad observa. Pero también, de allí mismo, derivarán las rutas acuosas que la duda afianza, la lucidez confirma.
Confiar en la humanidad es un propósito indeleble, y tal creencia soporta la transitoriedad y el yugo de cada día. Ajena al nutrido cúmulo de insensatez circundante, ha decidido sonreír al mundo. Pero la sonrisa suele ocultar ciertas grietas. Creer implica afrontar riesgos, enmarcados en las veleidades del optimismo. Es la apertura, las promesas de toda primavera. Inundada de fe, advierte los dones que el azar brinda, el despertar de un mundo, de los mundos posibles: ¡los cielos abiertos, los mares amplios!
Al lado de los sueños se gestan las ruinas en donde se enraízan los delirios marchitos. ¡Esa ambigua recepción de la vida! Intrepidez romántica y penuria nihilista, rutas disímiles mas necesarias. Al fluctuar entre la inocencia perdida y el bravío desafío del porvenir, sus búsquedas se intensifican, sus temores se avivan, sus retos se extienden. Es la incertidumbre, el sendero infinito, la imprecisa definición que circunda su imagen. Escindida, se sabe escindida, precaria constitución que demarca el difuso esbozo de la identidad. Por ello, todo método se torna inocuo cuando intenta descubrir los vínculos que constituyen su unidad. La juventud descubre, en su propia holgura, las carencias imprescindibles, las fisuras que nos hacen ser. La juventud invoca el sentido de ruptura, de inefable constricción, sabe que la vida es ocaso; pero lo olvida, saber y olvidar son dos ámbitos que recorre casi simultáneamente. Ahí surge la corrección que la utopía demarca, los sueños en cuyas mareas bogan quienes, ávidos de vida, invocan los cambios. Pero ¡cuánto han de incidir los límites, las márgenes que explicitan la aparición del desencanto!
Es esa equivocidad del espíritu, es esa ruptura que acontece en cualquier intimidad, sí, porque está siempre rota, insatisfecha. ¿Podrá darse cuenta de que ese desequilibrio es el incentivo de su vida, de la vida? ¡Qué impropia constitución nos convocaría si nuestras ansias fuesen satisfechas! Las rutas se labran entre anhelos desgarrados y fuerzas extintas. En la juventud, potencia y crepúsculo de todo auténtico romanticismo, viven los rastros de infinidad e inmortalidad que iluminan la existencia. La juventud se extingue cuando la lucidez colma las perspectivas, cuando el vértigo de la desilusión desequilibra sus ambiciones y horada la esperanza. Al corazón del destino se llega con la zozobra de nuestra incertidumbre. Escepticismo y juventud no se avienen, en ocasiones logran convivir, cuando el primero vierte sobre esta el luctuoso énfasis que los límites imponen: la risa escéptica sabe bien ser perversa. Abre grietas que nunca se cierran, apaga las luces que iluminan las utopías, pervierte el sendero del optimismo.

La vida acrecentada por los amplios ríos de sed no satisfecha. Así es definible la sustancia de lo que perdemos cuando ajena, es ya la juventud un reflejo extravagante, la convicción necia de un cuerpo trémulo entregado a las mustias reverberaciones de lo que fue. De manera incipiente se van gestando los acentos de las digresiones a los que la juventud cede, surgen cuando la vida expone sus reglas y le hace ver a cada quien los indicios de su derrota. ¿Será la juventud la savia que alimenta las causas, de antemano, perdidas? ¿La exigencia que invoca el cruento vacío del dolor para confrontarlo y exigir silencio a sus designios? Ser joven es aferrarse a convicciones que no sabrían ser perennes. Vencida irremediablemente, definirá el riesgo de inscribirse en la temporalidad.
El heroísmo trágico definió su condición, entre otras cosas, a partir de la exposición plena de la muerte temprana. La juventud fue así una condición inalienable, constitución preeminente de quienes la hicieron eterna. Los demás fuimos condenados a invocar la ruina de verla perdida y acceder al moribundo afecto de nuestras nostalgias; concentrándonos en una “sapiencia” que promulga buscar sentidos en medio de nuestra finitud: rutina inocua, levedad miserable.
Invocando el afán de constituir y arraigar la vida en su desplazamiento, nos hacemos a la idea de escudriñar arcanos mientras la vamos perdiendo. Es el contrato que firmamos con la muerte mientras nos permite asimilarla parcialmente en vida. Vivir se convierte así en postergar nuestro hundimiento. Ser joven es ignorarlo. Se es joven a precio de ignorar nuestro vencimiento. Mas serlo es también invocar la vida y hacerla eterna con pequeños contratos mendicantes, en la inmediatez de nuestra inmanencia.
En esas ambigüedades se aplaza la persistencia de las derrotas, sucumbimos así a las liviandades de cada veleidad. Terminamos siendo leves, como profundos en el rigor de nuestra desesperanza. ¡Que cada quien se apiade de sus privaciones y exija la justicia que crea merecer! No la obtendrá… saldremos vencidos por un mundo que exige él mismo siempre, lo que jamás sabremos dar. Y aún, el desdén incólume de tal sentencia nos obliga, nos constriñe a seguir habituados a vivir en las márgenes de nuestras amplias posibilidades. La vida será una provocación. Ser joven es vivirla como reto indeleble de un espíritu que no será proscrito.