Imagen: Andrei Sokolov
En nuestra edición de mayo-agosto de 2021: Otros mundos posibles, Jacobo Patiño (*) nos narra la construcción de un mundo nuevo y la impotencia de su creador al verse insignificante en él.
Tomó los elementos y creó un mundo. Llenó el interior con metales fundidos, los mares con agua y sal, la atmósfera con gas y recubrió las rocas continentales con tierra y montañas. Los cielos los pintó de rosa para el día y violeta para la noche y los decoró con dos soles, tres lunas y un manto de estrellas de los colores del arcoíris. Para la vegetación, tomó la madera y creó árboles y arbustos en todas las formas; algunos esféricos de hojas de cristal, otros de troncos tan delgados que se hacían invisibles al verlos desde los lados y muchos otros de extraños diseños. Agarró un puñado de carne y lo infundió de alma, lo moldeó en miles de formas distintas y pobló el mundo de animales. Herbívoros que comían burbujas de hierba, depredadores de extremidades plumosas que atrapaban su presa con cosquillas y parásitos que se alimentaban de los sueños de sus hospederos.
Rápidamente el mundo cobró vida y se volvió dinámico, pero el creador sentía que faltaba algo. Pensó que su mundo era hermoso, pero que era una pena que no hubiera una mente consciente para entenderlo y admirarlo. Por eso, se puso en la tarea de crear un animal inteligente, tan bello y perfecto que no le quedaría otra alternativa que darse cuenta de su belleza y la de su mundo, y dedicarse a venerar a su ingenioso creador. Entonces, pellizcó un pedacito de la carne primordial y se puso a trabajar. Hizo la cabeza grande y ovalada para darle lugar a un enorme cerebro, le dio un cuerpo robusto y segmentado, con dos brazos tentaculares en el segmento superior y cuatro patas en el inferior, para que usase herramientas y corriera rápidamente. Le puso dientes para rumiar y le insertó cuatro estómagos, para que no tuviera que hacerle daño a las otras criaturas para sobrevivir. También, le llenó la cabeza de ojos, para que viera la maravilla de la creación; le puso tímpanos para escuchar; una antena para oler, y coronó su columna con zarcillos luminosos que servirían para percibir la presencia del creador y recibir sus bendiciones. Al ver su máxima creación terminada, decidió tomar una siesta.
Pasaron los milenios y los seres inteligentes crearon una gran civilización. Construyeron enormes ágoras donde se discutían los asuntos de la política, preciosas casas de plata y vidrio, teatros flotantes, donde se bailaba y se soñaba en conjunto. Llenaron sus ciudades de laboratorios, bibliotecas y colosales universidades, dedicadas al estudio de la naturaleza de su mundo. El creador despertó, ansioso por ver todas las obras creadas en su honor: los templos, las ceremonias, el arte y las estatuas, pero se encontró con un mundo que lo ignoraba. No había templos, en las bibliotecas no había un solo texto sobre él, el arte nunca intentó retratarlo; pero ¿cómo era posible? Él les había dado todo, el mundo que tanto adoraban, los cuerpos que habitaban, ¿cómo podían no estar agradecidos si el mundo era perfecto gracias a él? Miró a sus súbditos y vio cómo los zarcillos se iluminaban en su presencia, pero ellos no se inmutaban. Conocían sobre su existencia, pero habían prescindido de ella. El mundo era perfecto, claro, tan perfecto que el creador, sin forma, era una proposición aburrida en una realidad diseñada tan creativamente. Él había estado ausente y su mundo había seguido adelante.
Lo invadió la ira más intensa que había sentido. No podía concebir la ingratitud de su creación. El mundo tembló, se abrieron grietas en la tierra, se derrumbaron las montañas. El cielo brilló con mil relámpagos y diluviaron agujas de hielo. No podía quedar así, tenían que aprender a respetarlo, a rogar por su bendición. Entonces, les quitó las piernas, así no correrían más. Les quitó los brazos para que no sintieran, los ojos para que nunca más vieran ese mundo como si fuera suyo, la boca para que no pudieran gritar y los zarcillos para que sintieran cómo su dios los abandonaba. Sólo les dejó la antena olfativa, para que olieran el humo de sus ciudades ardientes. Cuando el fuego lo consumió todo, volvió a dormirse para nunca despertar.
(*) Jacobo Patiño, estudiante de biología de la universidad Javeriana y tengo 22 años. Disfruto creando cuentos cortos de ciencia ficción, inspirado principalmente en las obras de Ray Bradbury, Phillip K. Dick y William Gibson. También me gusta escribir ensayos analizando aspectos de series, películas o videojuegos y comparándolos con sus inspiraciones literarias o conceptos filosóficos.