Imagen: Andrei Sokolov
En nuestra edición de mayo-agosto 2021, Otros mundos posibles, presentamos: «Diagramación verbal de El Evento», un relato de Nicolás Rodríguez (*) en donde El Evento se acerca, junto a sus sucesos insólitos.
A orillas de la patria se presentó El Evento, y aunque teníamos la certeza de que sucedería tal como sucedió, nos tomó por sorpresa el encarnizamiento bruto de lo que escuchamos. No pudimos verlo, por supuesto, nunca tuvimos la necesidad de fijar nuestra atención tan lejos. Nos llegaban rumores, reportes prestados que con suerte serían de segunda mano y no de quinta o vigésimo sexta; eso sí, nunca eran de primera, no podían serlo. Un informante llamaría para avisar de los escombros de x o y pueblo, de la trayectoria de las multitudes errantes, de las coordenadas de los cementerios improvisados; todos sucesos que había escuchado de su madre, y su madre de una comadre, y la comadre del sobrino, y el sobrino del padrino, y el padrino de su amante, y etcétera, etcétera, una larga cadena de emisores que para entonces ya habría sido consumida por el desastre.
Para trazar la trayectoria de El Evento no tuvimos más que esta información precaria. El Instituto Milton de Física, sin embargo, demostró una vez más su capacidad axiomática para predecir el resultado de cualquier suceso. En realidad, ya lo habíamos anticipado todo. Nada se nos escapa desde que desarrollamos, aquí mismo en el Instituto, la técnica de ondas de repercusión aleatoria en el tiempo-espacio. El procedimiento es sencillo, pero es difícil de comprender para el común. Si alguno de ellos ha de leer este informe, aquí una breve explicación.
Basta con decir que se trata de un derivado del modelo IS-LM y —en menor medida— el modelo de conos de luz del espacio-tiempo de Minkowski, y que el nombre puede ser engañoso, pues de aleatorio tiene muy poco. Es sencillo: para cualquier punto α es posible demarcar una región precisa que tiene influencia sobre este. Si se tiene la información de un instante cualquiera para cada punto de esta región, se puede predecir lo que sucederá en α. Y, claro, a partir de esto se puede predecir toda una región del espacio-tiempo que se verá afectada por el mismo α. Lo de “aleatorio” es sencillamente un gesto de humildad: es cierto que la naturaleza sólo nos presenta probabilidades de que algo suceda, pero nuestros cálculos son tan rigurosos que conocemos dichas probabilidades con exactitud.
Lo que esto quiere decir, llanamente, es que habíamos registrado diversos sucesos a lo largo y ancho de la patria que anunciaban la irrupción de El Evento. Sabíamos, por ejemplo, de niños que salían a pasear por las veredas y perdían de improvisto la capacidad de caminar; mujeres que rompían el ciclo natural sin razón alguna y empezaban a sangrar a diario; hombres que de un día para otro perdían la cabeza y les tocaba cargar con ella bajo el brazo como un balón de fútbol. Todos estos pequeños incidentes eran como granos de sal que llovían sobre el mar y emitían ondas minúsculas, insignificantes. Y, sin embargo, en el Instituto supimos advertirlas y medirlas a tiempo para descubrir que todas se congregaban en un solo punto: el foco de El Evento.
El siguiente paso fue determinar el comportamiento exacto de El Evento para lograr afrontarlo. Sabíamos que el epicentro estaba lo suficientemente lejos y que la velocidad de expansión rondaba los 715 m/s. Sabíamos también que todo lo que estaba entre nosotros y el epicentro se encargaría de desacelerar —de manera casi imperceptible, pero no por eso insignificante— el ritmo de expansión, lo cual nos concedía más tiempo para estudiar el fenómeno en detalle. El Evento allanaba pueblos y con cada uno despejábamos una variable; cada testimonio heroico, un nuevo parámetro; cada obstáculo atravesado, una nueva constante.
Una vez que verificamos que todas nuestras hipótesis eran correctas, pasamos a debatir sobre nuestro curso de acción. Para ese momento, la noticia de El Evento era tan sólo eso: una noticia, un conjunto de cifras distantes y ajenas. El fenómeno se describía como una mano invisible que se deslizaba por las regiones de la patria y las dejaba irreconocibles; en la capital se discutía el asunto como si se tratara de un prodigio, de un truco de magia, no de una amenaza. Por lo tanto, teníamos un amplio margen de maniobra. Era perfectamente posible guardar silencio y seguir nuestro plan por nuestra propia cuenta; después de todo, a excepción de nosotros, nadie sabría valorar la maestría de nuestra proeza. Incluso consideramos abandonar la patria. Sin embargo, sabíamos que nuestro deber era dejar el nombre del Instituto en alto, demostrar que nuestras predicciones y modelos eran ciencia pura, que nuestros detractores siempre estuvieron equivocados.
Decidimos anunciarlo: teníamos ocho horas para que El Evento alcanzara la capital. Los ciudadanos reaccionaron con escepticismo y algunos llegaron a acusarnos de alarmistas, pero ya lo teníamos previsto. Gracias a nuestra experticia en teoría de juegos habíamos anticipado todas sus reacciones y para cada una teníamos una respuesta acorde. Poco a poco fuimos mermando su sentido de seguridad. Una parte de la información la exageramos, otra la atenuamos, y para dar la estocada final confirmamos los rumores que tantos temían: El Mogote, el pueblito que les servía de destino vacacional a tantos, ahora no era más que eso: un mogote, un montículo de tierra y desechos.
Como era de esperar, la ciudad entró en pánico. Nosotros lo permitimos. Era de crucial importancia condescender unos cuantos minutos de desesperación absoluta para que la posibilidad de solución pareciera lo que en realidad era: un auténtico milagro. Ahí estaban los ojos suplicantes, las bocas cruzadas por muecas miserables, los agarrones de pelo. Sólo entonces anunciamos los pasos a seguir.
Lo primero fue hacerles entender que el tiempo es una dimensión como cualquier otra, un camino que estamos acostumbrados a recorrer junto al reloj, pero que es perfectamente eludible. A menos de ocho horas nos esperaban las ondas rabiosas de El Evento, lo único que debíamos hacer para evitar nuestra aniquilación era no transitar la distancia que nos separaba, o al menos hacerlo de la manera más lenta posible. El plan no podía ser más simple:
1) Viajar al centro de la Tierra, donde la gravedad es mayor y el tiempo discurre más lento.
2) Una vez allí, acelerar y jamás detenernos, movernos lo más rápido posible para dilatar el tiempo.
De nuevo, otro escándalo. No importa cuánto conocimiento se despliega frente al común, el entendimiento no les alcanza. A gritos, una vez más, los ciudadanos cuestionaron nuestra cordura: ¿viajar al centro de la Tierra?, ¿movernos tan rápido como para frenar el reloj?, ¿esperan que nos creamos semejante cuento? Pero no importa cuán atrevida sea la ignorancia, el Instituto comprende. Entre el ruido, nos hicimos escuchar. Aclaramos lo evidente: que en todo esto no había una gota de ciencia ficción, todo, absolutamente todo, era real. Les dijimos que El Evento lo habíamos predicho desde hacía tanto que habíamos tenido todo el tiempo del mundo para prepararnos y, en secreto, habíamos construido una ciudadela única alrededor del núcleo de la tierra. ¿Por qué única? Porque la ciudadela tenía la capacidad de girar como una rueda a velocidades cercanas a las de la luz, además de que se trataba de un complejo con energía autosostenible e infinitas reservas de agua, una fortaleza moderna, esplendorosa, limpia, y lo suficientemente grande. Ya habíamos hecho las cuentas: afortunadamente quedábamos tan pocos que podíamos vivir todos allí.
Después de unos segundos de silencio, se empezaron a oír palmas, luego aplausos, luego silbidos, gritos y el llanto de unos cuantos, hasta que por fin escuchamos que todos coreaban el nombre del Instituto al unísono. Para ese momento teníamos apenas siete horas restantes, pero no nos importó. Siglos enteros de trabajo para por fin ser reconocidos. Podríamos haber tenido una sola hora y la habríamos gastado toda en celebrar.
Satisfechos, proseguimos con el plan. Evacuamos, organizamos y emprendimos enseguida el descenso a través del sistema de túneles que habíamos construido. Algunos ciudadanos arriesgaron un par de preguntas en el camino: ¿hace cuánto lo sabían?, ¿cómo se distribuirá el subsuelo?, ¿si habrá suficientes recursos para todos allá abajo?, ¿de dónde saca la ciudadela la energía y el agua? Nuestro deber como científicos siempre ha sido dar respuestas, pero en ese momento fue necesario guardarnos algunas por seguridad, hay información que es necesario mantener clasificada para evitar estragos. Hubiera sido contraproducente, por ejemplo, explicar que llevábamos años filtrando el agua de fuentes subterráneas para abastecer las reservas de la ciudadela o que para mantener la ciudad activa debíamos extraer la energía del núcleo de la tierra. ¿Cómo podrían llegar a entender que todo era parte de un plan y que minucias como estas no lo afectaban en absoluto? Por lo demás, un par de cálculos mentales eran suficientes para advertir que habría tiempo de sobra para encontrar cómo salir de la Tierra antes de apagarla por completo. Pero no hay manera de hacerlos entender. Por definición, las mentes sencillas no tienen la capacidad de tomar decisiones complejas, se dejan llevar por las emociones, no son capaces de alojar expectativas racionales. Es por eso que existen organismos como el Instituto. Por fortuna, la mayoría se conformó con las respuestas. Algunos se mostraron inconformes, pero estos se quedaron atrás en el camino.
La gente descendió por la galería subterránea de forma ordenada y con pasmo. Algunos frenaban el ritmo por andar tocando los muros de basalto bien pulido, otros miraban las estalactitas de cuarzo, como gotas de vidrio que colgaban de la bóveda a manera de arañas o lágrimas interrumpidas. Los acabados eran de tal calidad que, más que un túnel, parecía el pasillo de un palacio elegante y bien iluminado. Siempre un paso adelante, el Instituto había sido cuidadoso en diseñar los peldaños con la inclinación justa para que el cuerpo avanzara por el mero impulso de su propio peso. En definitiva, descender era fácil. Por más que los ciudadanos anduvieran distraídos, admirando nuestra maravilla arquitectónica, no nos retrasaríamos.
El encanto, lamentablemente, fue desapareciendo. La naturaleza, tan violenta como siempre, no había sido amable con nuestra obra de arte. Después de cierta distancia —una distancia ya calculada y registrada por nosotros, por supuesto— las superficies pulcras del túnel fueron perdiéndose, de un momento a otro las paredes revelaron ampollas y los peldaños, relieves con forma de joroba. Los cristales de la bóveda, por su lado, dejaron de ser gotas límpidas y pasaron a ser una suerte de aguacero afilado. Las luces se hicieron opacas. El cambio fue drástico, como pasar de un palacio a una gruta salvaje, y nos figuró lidiar con un par de casos de histeria. Los ciudadanos más razonables, aquellos que ya nos mostraban el debido respeto, se limitaron a preguntar si había peligro. A todos les aseguramos que el techo no colapsaría, que no había riesgo de oscuridad total, que por eso no había que preocuparse.
La evidencia final de nuestra experticia cabal se fue evidenciando poco a poco: el terreno se hizo más y más escabroso, la galería se fue angostando, el techo se hizo más bajo y el suelo, más alto. Cada tanto la gente se tropezaba con alguna nueva protuberancia y nos miraba con asombro, pues nosotros, que teníamos en la cabeza las coordenadas de cada una, las saltábamos sin darnos cuenta. Después de un giro brusco la contracción del túnel se pronunció de manera notable y supimos que estábamos cerca. Llegó el momento en que pudimos tocar los arcos del pasadizo con la mano. Luego, nos vimos obligados a inclinar la cabeza y caminamos encorvados hasta donde pudimos. Terminamos andando a gatas.
Algunos llegaron a quejarse de nuestra supuesta ineptitud arquitectónica. Estoy seguro de que no hablo sólo por mí cuando digo que, en aras de evitar el pánico, tuve que morderme la lengua para no aclarar lo que debía ser aclarado: los escollos no eran obra nuestra, jamás fallamos. La galería recién construida había sido tan perfecta como aquel primer tramo, liso y ornado. Pero el tiempo pasa, todo se hace polvo y el polvo vuelve a la tierra. La masa acumulada a través de los años, y sobre todo en los últimos meses, había presionado los suelos hasta descender y cuajar en las paredes de la gruta. No es más que el devenir de la naturaleza. Es cierto que pudimos haber hecho algo al respecto, quizá ralentizarlo, pero sabemos con certeza que es imposible revelarse contra el equilibrio natural de las cosas.
No hace falta repetir —he aquí nuestro anhelo— que todo estaba incluido en nuestro pronóstico. Décadas atrás, el Instituto había determinado el Límite de Subrahmanyan, la máxima cifra posible de cuerpos que podría tragar la tierra sin alterar las superficies. Sabíamos de lleno que sobrepasaríamos el límite para cuando fuera necesario descender a la ciudadela y habíamos hecho la paz con ello. Pude ver que algunos ciudadanos, los más capaces, hacían lo mismo. No era sino prestar atención y fijarse en las formas que tomaba el relieve del túnel para entender lo que había sucedido. En sus ojos vi asomar por fin la chispa del conocimiento, la duda se extinguía por completo. El último resquicio de escepticismo se les iba en una lágrima cuando les caía encima la certeza de que El Evento era real y que se había llevado por delante demasiados cuerpos. Ahora esos cuerpos empezaban a obstruir la ruta, empujaban la tierra y emergían a medias, como tubérculos, o marcaban en los muros y el techo costras de piedra.
Finalmente llegamos a la posición pronosticada, donde habíamos previsto que el paso estaría bloqueado por completo, y así fue: el fin de la vía subterránea era un muro de cuerpos acumulados. Las líneas humanas habían quedado impresas en la formación rocosa. Vi que sobresalían extremidades, torsos, cráneos, una mano abierta se asomaba como queriendo atraparnos. Era hermoso. Nos detuvimos. Nos abrazamos. El Instituto había acertado una vez más. El común se atreverá a decir que nos equivocamos, que el fin nos tomó por sorpresa, que nuestros modelos volvieron a fallar, pero dejo constancia para los científicos del futuro que nosotros, los del presente, sabíamos cuándo nos quedaríamos sin salida.
(*) Nicolás Rodríguez Sanabria es Magíster en Creación Literaria. Ganador del Concurso Bonaventuriano de cuento y poesía 2018 en la categoría cuento y del Bilingual Creative Writing Awards 2020 en la categoría no ficción. Fue segundo premio del VII Certamen Internacional de Microrrelatos Cardenal Mendoza y tercer premio del XXV Concurso de Cuento Ramón de Zubiría. También fue uno de los ganadores del Concurso Nacional de Poesía 2020 de la Casa de Poesía Silva y ha quedado de finalista en varios otros. Fue el editor senior de la revista literaria Rio Grande Review y su trabajo ha aparecido en publicaciones como Cartel Urbano, Revista Sinestesia y El Malpensante, además de un par de antologías.