Imagen: Teruya Yamamoto
En nuestra edición de mayo-agosto de 2021: Otros mundos posibles, Carolina Rodríguez Mayo (*) nos presenta los particulares hallazgos y procedimientos en una sala de emergencias bajo la luz de satélites saturnianos.
«Tenía las plaquetas mohosas, podres, amarillentas» dijo. «Muerte sanguínea» le respondieron. Se quedaron viendo el cadáver invertebrado: su pelo nacía de los codos, sus labios ocupaban el setenta por ciento de su cara, su piel grisácea tenía un brillo amarfilado. «¿Esto fue la fuente?» preguntaron, «esto fue» comentó alguien. Los doctores hicieron un círculo, la cirujana cargaba una veladora roja grande y gorda que un enfermero le prendió, subió la veladora por encima de la cabeza de todo el cuerpo médico de la habitación, los demás a su alrededor la cercaron con manos dadas e iniciaron su cántico. El enfermero comenzó a desvestir a los cirujanos, los ungía de pies a cabeza con un aceite mineral de opalino, el cristal formaba un líquido pastoso con trocitos del mineral que se adhería a la piel como vidrio roto; de los doctores ungidos brotaba sangre roja, oscurecida por la mezcla del aceite. El cántico evocaba una vibración estructural que movía las paredes del edificio, «ommmm» repetían al unísono, «aaaagggggg» repetían guturalmente. La cirujana principal bajó la veladora a la altura del rostro del paciente; gritó «escalpelo» al enfermero general, quien le abrió el cráneo a la criatura yacente y la cirujana incrustó la vela en el hueco de su frente. El vibrato del coro mecía el suelo, «luna en acuario» gritaron los presentes. De repente el monitor multiparamétrico emitió un sonido alentador, el grisáceo organismo frente a ellos viviría.
Los satélites saturnianos le daban un brillo rosáceo al hospital. Los venusianos se tocaban la piel concupiscentes, hambrientos, las lunas rosas los afectan más que otros especímenes; estaban esperando que les dieran algún medicamento para regular su libido, pero viendo la desnudez de los médicos de cuidados intensivos, su deseo aumentaba. Un enfermero plutoniano notó el desastre potencial y les recetó sándalo antiviagra de inmediato. Abrieron sus papilas de par en par y recibieron la dosis aún sentados en la sala de espera; sus ansias estarían aliviadas por lo menos por otras cuarenta y ocho horas, tendrían que regresar por más cuando el efecto sedante pasara.
Los doctores se agrupaban en la sala oblicua que tenía el telescopio más grande del hospital, allí conformaban sus tertulias de la tarde para compartir nuevos métodos, actualizar la carta astral de los pacientes y convocar a Hermes con el fin de tener mejores resultados en sus procedimientos. Los jefes de piso enseñaban a los más nuevos sobre los exoesqueletos robóticos, de manera que pudieran operar a más de dos manos. Doctores de rango medio dictaban talleres sobre anatomías de colonias espaciales, la mayoría de cirujanos eran terrícolas; lo que significaba que contaban con poca experiencia sobre cuerpos intergalácticos. Medea, la directora general, entraba a la congregación a diario a la misma hora, cinco minutos antes de las treinta y dos, se ponía de pie sobre una tarima de esmeralda y anunciaba los turnos. «Hoy cambia la casa nueve a capricornio, así que cuidado con los pacientes testarudos que se empeñarán en decirles que ellos podrían hacer un mejor trabajo que ustedes.» También, día tras día, repetía el mismo ritual de camaleón, como ella lo denominaba, en el que se despojaba de su bata, su camisa, sus zapatos, sus medias, su pantalón y su ropa interior. Su cuerpo quedaba al descubierto, revelando un pecho firme incrustado de zafiros que emanan un conocimiento luminoso que baña a todos los miembros del equipo de salud. Enfermeros, doctores generales, especialistas, psicólogos y psiquiatras se sumergían en la luz verdosa de la tarima de esmeralda y mamaban del pecho de Medea, cada uno agarrado de un zafiro que hacía el trabajo de un pezón endurecido, carnoso, fuente de razón elevada. Una vez todos han sido amamantados por el poder, la experiencia y la calma de la directora deben partir a sus labores.
En observación se presenta otro caso por viajes no gravitacionales. «¿De qué se trata?» preguntó la cirujana a cargo, «un aries ascendente en cáncer que se estrelló saliendo de la vía láctea con una nave llena de terrícolas alcoholizados», relató el enfermero. En sus manos depositaron nitrógeno magenta, la cirujana puso sus senos desnudos en el rostro del mercuriano accidentado, «resonancia» gritó y los médicos y enfermeros que allí estaban, se pusieron de rodillas con amatistas en las puntas de los dedos. La cirujana caminaba sin prisa sobre el torso de la criatura de piel dorada. Todos los que allí se encontraban se unieron a la operación, pasaron uno por uno a insertar en la boca de la cirujana sus amatistas. Ella derramó saliva que salía de su dilatados labios y gemía en su acto sanatorio. El dorado de la piel del paciente comenzó a palidecer, un color menos saturado se asomaba por sus poros abiertos, terracota mate, la criatura no era dorada; sufrió de transferencia de color por el estrepitoso choque de su cuerpo con la nave de los humanos. La cirujana se bajó de sus costillas con ayuda, se puso su ropa y colocó bajo las fosas nasales del paciente dos rocas rezadas de alcanfor, para ayudarlo a respirar.
Medea regresó a su oficina. Miró el reloj y notó que faltaba una hora para cambiar de turnos. En el hospital tiene un trabajo demandante. Ella siempre luchó en sus talleres de anatomía alada y en los seminarios de aceites esenciales para ser la mejor, pero se arrepentía, de tarde en tarde, de haber aceptado la gerencia; la perpetua adoración de sus pupilos, el rito lactante de las asignaciones de curso, la llama filosófica que debía encenderse en el faro panóptico del edificio. Cada nueva jornada significaba un nuevo reto. Todavía le quedaba tanto por aprender y se sentía incompetente en ocasiones. En su oficina cuelga un espejo cóncavo que refleja objetos en neón escarchado que sirve como un doble vigilante, pues estaba conectado con los drones del edificio y también le daba una lectura de su aura. Es su obligación mantener su aura en tonos ocres y amarillos, tonos de altisima energía vital para poder repartirla entre el séquito de salud. El comité médico interespacial e interespecie la sometía a una rigurosa evaluación bimensual en donde se medían sus niveles de cortisol, la alineación de sus chakras y su número de conexiones neuronales; todo concluía con una revisión corporal entre bongos en la que ella debía danzar desnuda mostrando las incrustaciones zafiros en sus pechos. Las joyas rojas representaban a cada elemento de trabajo, éstas eran como pequeñas réplicas de los cuerpos kármicos de médicos, enfermeras y auxiliares. Sus senos eran un emulador de las galaxias, ambos con un satélite central, rotación e inclinación para indicar el movimiento del tiempo. Medea podía suspender a los empleados del hospital solo presionando con la yema de sus dedos uno de los zafiros, a veces, sin buscarlo, suspender a un empleado era lo que más la complacía.
La directora llevaba semanas inquieta porque un tipo de Andrómeda quería su puesto. Medea estaba cansada… ser la cabeza, los ojos, las piernas y el corazón de su equipo no era una carga ligera, pero se lo había ganado. Nadie iguala sus habilidades en el tarot, nadie conoce tanto del sistema inmunológico de los marcianos, nadie sabe tanto de signos ascendentes y la incidencia de Mercurio en la salud, solo ella. Aún así, el incompetente de Yago se abría paso a punta de habladurías que la ponían bajo la lupa del comité. Entre los rumores que había escuchado, algunos sugerían que tenía sexo con los auxiliares mientras les mostraba su reflejo cóncavo e iridiscente, que compraba auras postizas coloreadas de naranja para pasar el examen. Inventaba tanto como podía con el único objeto de desprestigiarla. Una noche, sin que nadie lo hubiese notado, Yago entró en su oficina e intentó manosear sus zafiros; él sabía que si los tocaba médicos o enfermeros serían suspendidos de inmediato, dejando a la merced del azar a centenares de pacientes que estaban en el hospital.
Yago irrumpió en una sala quirúrgica demandando la veladora roja, instrumento de uso exclusivo de las cirujanas, asegurando que él, como futuro director, tenía derecho a llevar a cabo cualquier procedimiento. El incidente terminó en la muerte de un cetáceo de Enana de Carina de signo solar leonino, cuya familia tenía entutelado al hospital por negligencia. Medea apenas se enteró del incidente buscó unos alicates y se extirpó varios zafiros de los senos. Su equipo permitió que se presentara una falla de seguridad, era imperdonable y debían ser eliminados.
Enfrentó a Yago en un rito de camaleón, mientras el mamaba de su joya carmesí, lo sujetó del mentón con una sola mano, lo apretaba cada tanto con más y más fuerza. Los otros reconocieron el gesto y abandonaron la sala. Medea y Yago estaban solos, la directora desnuda, arriba de su tarina esmeralda repetía: «te entierro en sal de suerte mezquina, bajo el lazo fálico del satánico Poseidón. Te condeno a que bebas la hiel de tu lengua, cegado por una ambición sin patas.» Yago cayó de rodillas. Al alzar la mirada se topó de frente con la vulva desnuda de Medea, quien sobre el altar se coloreaba de esmeralda. Altiva llamó a los miembros del comité que se escondían detrás de las paredes y les dijo: «vean a ustedes a quien quiere reemplazarme: escorpiano, ignora las artes oscuras y poco sabe de ingeniería robótica interespacial.» El comité miró a Yago de reojo, asqueado por su mediocridad; votaron de manera unánime para expulsarlo. El comité arrepentido por su deslealtad, se postró frente a la directora rogando perdón. Le suplicaron a Medea que lactara por su reconciliación y todos buscaron en el calor de su pecho un poco más de sapiencia.
(*) Carolina Rodríguez Mayo (Bogotá, 1991). Viajera y escritora. Literata con opción en Filosofía. Especialista en Comunicación Multimedia. Ha publicado su trabajo en revistas de Bogotá como Sombralarga y Sinestesia. Fue elegida como parte de una antología de jóvenes poetas, Afloramientos, los puentes de regreso al pasado están rotos publicado por Fallidos Editores. Su poesía ha estado en lugares como la Universidad de Brown y en el podcast Gente que lee cuentos.