Imagen: Sebastián Cabello.
En nuestra edición de septiembre-octubre de 2021: Metamorfosis, les presentamos un cuento de Iván Mauricio Lombana (*).
De inmediato, tan pronto se encontraban, la tomaba rápido el hebreo Senenmut, el arquitecto y magistrado real.
Apoyadas las manos sobre las piedras, de espaldas a Senenmut, y sin mirarlo, arqueaba su cuerpo blanco, al modo de los gatos, para formar un cielo circular, y suplantar a Nut, la vaca sagrada, con los senos colgantes y las columnas de los muslos firmes, las que todos en las dos tierras admiraban, y que hasta en Siria y Nubia adoraron y aprendieron a temer.
Por un rato, descansaba de la presión constante que soporta la reina y sacerdotisa de la gran casa, a cargo de la prosperidad de Egipto, harta de comportarse ante la fila de nobles y campesinos quejumbrosos que a diario solicitaban ayuda, con un dolor de espalda y cadera que la agobiaba, de tanto permanecer sentada y tener que caminar por los parajes más recónditos.
Era su corazón, sus ojos y oídos, Senenmut, que se anticipaba a sus quejas, y a cada lamento que luego escuchaba, mientras le acariciaba la espalda y se refrescaban sobre la arena helada.
Siempre le lloriqueaba Hatshepsut, y a ratos gemía de dolores en el vientre que aliviaba con yerbas y baños calientes, lo que preocupaba cada vez más a Senenmut.
Vivían felices mientras los protegió Ra, aunque para legitimar el poder, la casaron muy joven con Tutmosis, su hermanastro, sordo a sus dolores, y que no era hijo de su madre, la reina Iahmes Neferitary, hermana del rey Amenhotep, sino de una esposa secundaria que tuvo su padre Tutmosis, el gran monarca que amplió los terrenos de Egipto, a cuya muerte, el primer magistrado y el gran arquitecto Ireni, elevaron al trono a su hermano, por lo que se había tenido que resignar Hatshepsut a ostentar el papel secundario de gran esposa real y esposa del dios Amón.
Siguió su hermano Tutmosis el ejemplo del primer Tutmosis, y disfruto de muchas princesas y amantes, en tanto que, acostumbrada a sus dolores, ya sólo se quejaba Hatshepsut a Senenmut de que no se hubiera cumplido el deseo de su padre de convertirla en reina y dignidad principal de la más alta casa de Egipto.
También su abuelo Sequnenra había reinado con una hermana, Anhotep, y ya de niña, la hacía jugar Iahmes con su hermano, a compartir el trono, aunque siempre se peleaban, y otras veces, a que se convertía en la esposa de Amón-Ra, y Iahmes le permitía que se pusiera sus ornamentos.
Se hacía necesario una diosa para conceder y asegurar una fructífera despensa, la dilatación y expansión de Egipto, y la próspera felicidad del reino, escuchaba Senenmut una y otra vez.
Son las mujeres las que saben entregar los dones de los dioses, le aseguraba Hatshepsut, con práctica de buen ejemplo, aunque por la condición de administrador de los sirvientes, jamás le permitió recostar la cabeza sobre su vientre, ni tallar al menos en una ostraza su rostro de placer, extasiada por el loto.
Sólo con Tutmosis se pudo conducir como mujer bajo el sol de Egipto, y aunque también palpó su mucosidad vital, y escuchó resonar el mugido de su vientre, la hija que tuvo, Neferu-Ra, tenía el rostro exacto y la prominente nariz aguileña de Senenmut, con el que la niña jugaba hasta el cansancio, mientras la instruía y preparaba para heredar el puesto de Hatshepsut en el templo y en el reino.
Por fortuna, sólo vivió tres años más su hermano y esposo, que mientras reinó, tuvo que emprender una campaña para recuperar los territorios de los sublevados en Nubia.
A su muerte, debió heredar Neferu, y no otro Tutmosis, el tercero, que había nacido de la unión de su hermanastro con Mutnefert, una concubina.
Lo lógico hubiera sido al menos casar a los dos jóvenes, a Neferu-Ra y al nuevo Tutmosis, pero como no estaban en capacidad de gobernar, se vendó los senos, se cortó el cabello, lució una barba real y tomó las vestimentas y ornamentos de reina Hatshepsut, la más alta mujer entre las nobles mujeres de la casa más grande de Egipto, con el apoyo de los sacerdotes del dios Amón.
Iba en aumento la felicidad, de la que nunca se muere, y todo transcurría extraordinario. Nunca más miró hacia atrás Hatshepsut.
Nadie antes había guiado más campañas de los ejércitos y resplandecía el poder de Egipto. Pasaron los años, y sólo acabar con los nubios, y mantener extensos los territorios ganados por la dinastía de su padre aliviaba la tristeza de Ra, que con cerveza se contentó, por un momento.
Creció el niño Tutmosis, el hijo de su hermano Tutmosis, y pronto compartieron el trono a la medida que perdía Hatshepsut la belleza de la juventud, que Senenmut adoraba todavía, aún si la reina había ganado peso, su piel se desprendía de los huesos y permanecía ahora adolorida de las manos, del cuello y los hombros.
Se mantenía paciente y receptivo Senenmut, cuando se refugiaban a compartir por un rato breve la soledad intensa y el placer con desmesura, fuera del tiempo, aunque en un espacio reducido e incómodo, suficiente para el arrobamiento fugaz.
Ningún faraón había sido más fuerte, ni siquiera su padre Tutmosis, ni construyó más templos que Hatshepsut, con la ayuda de Senenmut, al que convirtió en el administrador de los bienes de Tebas y Egipto, a la par que lo ascendió, por sobre Ireni, a gran arquitecto real, y que, a la larga, gobernaba Egipto junto a Hatshepsut.
Por unos años fueron por completo felices Senenmut y la reina faraón, junto a Neferu Ra. Incluso tuvieron otra hija a la que no pudo dedicarse tanto como a Neferu, pero que disfrutó de los privilegios de la gran casa.
Gozó Hatshepsut, convertirse en el tercer ojo entre el sol y la luna, y amó a su hija y esposa Amón, por un buen tiempo, pese a que deseaba gozar de más tranquilidad para una mejor vida, y de placeres más constantes y persistentes al lado de Senenmut.
Pero tiene su hora el amor, y llega pronto el deseo de callarlo. Atormentaba a Hatshpesut el cálculo ilimitado de lo que comportaba el bienestar de Egipto, y el de sus fuerzas restringidas por los dolores que padecía, por lo que concedió más y más poder a su sobrino Tutmosis. Por creer que lo mantendría lejos, otorgó al joven, convertido en un hombre enérgico y robusto, la vanagloria de obtener riquezas al comando de los ejércitos, con la ayuda de Horus, sin prevenir el destino que propiciaba.
Obesa y con el vientre inflamado, disfrutaba más Hatshepsut de Senenmut y de sus hijas, mientras los nobles rumoreaban del amorío, tal y como consta en el dibujo de la pared de la cueva en la que se resguardaban mucho antes de lucir los atuendos reales; lo que era de conocimiento público, en boca del rencoroso Ireni y de los demás nobles y funcionarios del anterior reino, degradados y sometidos a supervisores y confidentes, al servicio a Hatshepsut.
Incluso discutió Senenmut con la reina faraón, y la había advertido sobre el peligro latente, pero Hatshepsut le dejó claro que ella no era capaz de gobernar sola, y requería del ímpetu su sobrino, que al cabo era de su estirpe, y tenía movimientos y rasgos del rostro parecidos a los de su padre Tutmosis, y a los de su hermano y esposo Tutmosis, a los que tenía presentes, y a los que llevaba en su corazón, y que encarnaba ella en su figura real.
Pasaron trece lunas, y se habrá sentido abandonado Ra, o engañado por la pareja de amantes que no los servía de forma satisfactoria como antes, y no los protegió más. Habrán confabulado Nut y sus hijos contra Ra, para que su sobrino Tutmosis, al que concedió demasiado poder, por consejo de los nobles y sin piedad, mandara a asesinar al sacerdote del templo de Amón, por haberla favorecido en lugar de a él.
Fuera como fuese, mató también por su propia mano Tutmosis a Senenmut, por descender de los hebreos, administrarlo todo, y amar a Hatshepsut, y como si no fuera bastante, hizo desaparecer de su vista, en el colmo de su depravación, a Neferu, a la que amaba, y que se hubiera convertido en su pareja real, sin destino ni sepultura, para que no compartiera su trono.
Casi muerta del dolor, al haber perdido a Neferu y a Senenmut, y al dejar de recibir ofrendas, huyó Hatshepsut a su refugio, y se tendió paralizada. No se limpiaba, y tomaba algo de agua y poco de los alimentos que le alargaban trabajadores de las construcciones, y se quedó sola con el corazón macilento, mientras enflaquecía demacrada y empalidecida la piel.
Al abandonar el poder al hijo de su hermano, sólo le quedaba retirarse a reposar y pasar la mañana, la tarde y la noche a la sombra de la cueva, para contemplar la pared en la que, oculto al sol, había capturado su acto Senenmut, aunque le hubiera construido él, el templo de Deir el-Bahari, para su descanso eterno.
Tras agotar las lágrimas por no poder estar con su hija, ensimismada y obsesionada con la imagen suya y de Senenmut, dormía impávida entre las serpientes y obtenía el único consuelo de ver y soñar con lo que habían compartido, en lo que dedujo, que tal vez para jactarse de tomar a la reina Faraón y de igualarse a Amón, prefirió dibujarla sin la larga cabellera que tenía cuando comenzaron a frecuentar la cueva, aún jóvenes, pero también sin los adornos propios de antes de que hubiera adoptado los gestos, los rasgos, el maquillaje y los nombres del faraón, según los mitos, al hacerse descendiente de Amón Ra, y tomar el puesto su madre, que había sido esposa del dios.
Se curtió su piel, los cabellos le crecieron ensortijados hasta envolver su cuerpo, y sus dientes se pudrieron.
Tuvo tiempo de sobra para comprender el jeroglífico de Senenmut y advertir que no se glorificaba de tomar a la esposa del Rey Tutmosis, ni a la reina Faraón, sino a la mismísima Nut, por lo que reparó en que su acto amoroso promovió que se desataran las fuerzas de la oscuridad, celosos los dioses del deseo de poder de Senenmut.
Veía ahora todo, en un eterno presente, Hatshepsut, la reina faraón, que volvió a frecuentar sus aposentos.
Limpiaron su cuerpo, cortaron y afeitaron sus cabellos, la vistieron, la maquillaron, pero estaba muy enferma y escuálida.
Al llevarla al templo, los sacerdotes trataron sus dolores con bastantes fármacos y ungüentos, pero tuvieron que extraerle un diente podrido que inflamaba buena parte de la cara, y murió por la infección y la debilidad, desangrada y con pus que le salía hasta por los oídos, aunque continuaba sonriente, aun después de embalsamada.
Sólo resta sonreír de placer hasta la muerte, aunque no se halle sosiego, ni siquiera al contemplar los reflejos turbios del Nilo, al atardecer.
(*) Iván Mauricio Lombana Villalba (Bucaramanga, 1969). Estudió filosofía en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, con posgrados en bioética y comunicación, y un PhD en Humanidades de la Universidad Carlos III de Madrid. Ha publicado los poemarios: Meditaciones (Valparaíso Ediciones, 2020), Vestigios (Común Presencia Editores, 2021) y Calicles o de la fuerza contra la ley (Poesía eres tú, 2021).
También ha publicado textos de filosofía, como La ética intelectualista del Maestro Eckhart (Dike, 2007), y Los saberes de la felicidad (Uc3m).
Felicitaciones a Mauricio Lombana un gran talento para la literatura la poesía y el arte, es un orgullo colombiano.