Imagen: Daniela Gaviria, Literariedad.
En nuestra edición de enero-febrero de 2022: Tiempo y circularidad,, les presentamos un cuento de Tania Luna Blanco (*) que narra las impresiones, limitaciones y efectos del tiempo, contados a través de la crisis energética colombiana de 1992.
Debo apurarme con la tarea de matemática. Me faltan tres ejercicios, pero cada vez veo menos. Voy a tener que prender el bombillo. Perderé tiempo valioso y servirá de poco. Lo que debo hacer es mover la mano, como siempre dice mi mamá. Lentitud debería ser mi cuarto nombre; siempre que llego al papel con un lápiz me eternizo. Tal vez, si me muevo al ventanal de la sala, habrá más luz. ¡Gran idea! Alcanzo a hacer un ejercicio más, quedan solo dos. Estoy iniciando el penúltimo ejercicio, pero la luz natural empieza a abandonar la sala, huye de mí como si supiera que la necesito con desesperación. Ahora sí, acudo a la luz del bombillo, pero es demasiado tarde, da igual prenderlo o no. También sería inútil y demasiado ruidoso traer velas.
Tomo una decisión silenciosa en segundos: al que pregunté le diré que todo se alcanzó a hacer a tiempo. Añadiré que es increíble todo lo que se puede lograr cuando uno se organiza. Mejor no diré eso último, dar demasiados detalles podría levantar sospechas. No aguantaría un sermón más sobre cómo y por qué las tareas se hacen a tiempo, temprano, antes de que la luz se vaya. Ni qué decir de la humillación de hacer la tarea con vela mientras tu familia desocupada te rodea y te ve escribir mientras discute. «¡Qué números tan feos! Debería hacerlos más redonditos». «¿Cómo sumó así?» «Preocupa el nivel de la educación hoy en día». «A los niños les falta ser educados como nos educaron a nosotros».
Mi cara termina doliéndome de tantas muecas cuando ocurre y mi cerebro se gana un listón como el más olvidadizo de todos, haciendo que los comentarios familiares nunca paren. Es como si dijera «no me presiones, si me presionas me tomo un descanso mientras sufres con la tarea». Mi cerebro debería asumir responsabilidad por ser tan fantasioso y no concentrarse cuando se lo pido, pero a veces siento que no puedo culparlo porque lo suyo es la fantasía.
Mi mamá me pregunta desde la cocina si alcancé a terminar y grito que sí: «Alcancé, mamá». Completo entre dientes la oración: «…a hacer casi toda la tarea». Dije la verdad, no es mi culpa si no me alcanzaron a escuchar.
Veo a mi papá llegar a la sala, mi hermano sale de su cuarto, mi mamá entra también con una vela en la mano derecha y un pequeño radio prendido en la mano izquierda. Poco a poco todos se van sentando alrededor de la mesa de centro ocupando un lugar que parece escriturado por la fuerza de la costumbre.
En la radio se escucha al locutor anunciar que el apagón va para largo. Notables juristas examinan la situación. Los relojes tendrán que adelantarse una hora para aprovechar más la luz del sol, como ocurre en los países desarrollados del mundo global. Los Ministerios de Gobierno y Comercio, alistan ya las resoluciones legales respectivas. No se despegue, porque continuaremos con La Luciérnaga.
–¿Mañana nos levantaremos a las 4 de la mañana? –le pregunto a mi papá con ojos desorbitados y dispuesta a iniciar una revolución.
–No mañana, pero sí el lunes de la próxima semana. En Colombia hasta el tiempo lo manejan los abogados. Payasos. Mercachifles –refunfuña, respira duro y su nariz aumenta de tamaño–. Como si adelantáramos el reloj porque en Europa lo adelantan. Aquí nos tiene jodida la sequía. A este país de muertos sin duelo ya no quiere llegar ni la lluvia. ¡Bienvenidos al futuro! –imita la voz gangosa del presidente–. El futuro de la apertura económica. Nos dijeron que íbamos a poder comprar en los grandes mercados de New York, Londres o París. El mundo a nuestros pies. El único detalle es que nos come la pobreza. Anunciaron el fin de las guerrillas, el inicio de nueva era, una nueva Constitución Política, pero la guerra sigue, las torres de energía explotan, los muertos se multiplican, solo que ya no podemos culpar al estado de sitio. Nuevas y sofisticadas formas de devorarlo todo, de acabar con todo.
Todos lo miramos hablar. La emoción se dibuja en sus ojos y la luz de la vela proyecta su sombra gigante en la pared. Su mano extendida acompasa sus palabras. De pronto ya no es él sino su sombra la que habla. Nada supera esa imagen. Habla como si los mercachifles que denuncia pudieran escucharlo, como si lo que le hiciera falta a este país fuera más valor y menos miedo, como si hablar fuera en sí mismo un acto de responsabilidad cuando hay tanto silencio.
No sé en qué momento pasó, pero ahora está contando historias de su juventud. Suena a un tiempo muy remoto. Se ríe a carcajadas con una historia que involucra a su primo, conquistador múltiple, siempre sorprendido por mi abuela en los momentos menos oportunos. ¿Qué pensaría alguien que no nos conoce? Hace segundos estábamos hablando de la guerra, ahora nos reímos. Mi mamá dice que solo de esta forma mantenemos la cordura, reír aquí es también rebeldía.
Llevamos casi un año de apagón. No lo digo a viva voz, pero me gusta que la luz se vaya y que mis papás hablen, mientras no sea sobre mi tarea. Aprendo mucho más que en el colegio. Me gusta que me cuenten sobre nuestros pasados y nuestras violencias. El árbol genealógico de las familias que hicieron posible mi existencia me obsesiona. Todos vivieron de una u otra forma esas violencias, por eso creo que también son nuestras. No sé si es mi papá el que lo ve de esa manera o si soy yo ya la que siempre pregunta y termina llegando a ese tema. Me gusta pensar que mis abuelos tuvieron abuelos que vivieron los tiempos de los que se habla en los libros, me gusta creer que lucharon en esos tiempos, que algunas veces se rindieron y que otros, simplemente, ni si quiera se enteraron de que los vivían.
Cuando se va la luz no hay tarea, solo nosotros hablando del tiempo, contando historias, exigiéndole vida a la vida. El apagón se vivió en Colombia entre el 2 de marzo de 1992 y el 7 de febrero de 1993. Leo la nota de prensa que recuerda un día como hoy y mi mente viaja a través de los confines del pensamiento hasta llegar a esa sala y a nuestros recuerdos sentados a la luz de las velas. Pienso en los tiempos del apagón y en los apagones que todavía vivimos. Apagones sin luz y con luz, apagones del recuerdo y de la memoria. Apagones del olvido y del silencio. ¿Adelantar los relojes? ¿Para qué? Algunas sequías no conocen de tiempos.
(*) Tania Luna Blanco. Abogada. Magíster en Derecho y Doctora en Derecho. Profesora Investigadora del Departamento de Derecho Público de la Facultad de Ciencias Jurídicas la Pontificia Universidad Javeriana. Líder de la línea de investigación en Constitucionalismo, paz y memorias del Grupo de Investigación Estudios en Derecho Público. ORCID: 0000-0001-8102-0721 Contacto: lunatm@javeriana.edu.co.