La Divina Comedia por Gustave Duré.
En nuestra edición de abril-mayo de 2022: El Mal, les presentamos un cuento de Leonardo Díaz (*).
En el espejo del baño cuerpos dibujados sobre papel, un balde con agua y, dentro del inodoro, mierda flotando o tal vez vómito reciente como parte de esos ritos sagrados que obligan, antes de lavarse el cuerpo, la limpieza interior de la persona que quiere cambiar la vida insatisfecha que lleva.
Mario, por ejemplo, nuestro personaje en lo que sigue, era llamado «El hijo de las monjas», quienes al verlo deshierbando el jardín o la huerta le ponían nombre de santos ejemplares porque «¡Tal vez lo tenga Dios para futuro capellán nuestro!», decían, y la sacristana llegó a llamarlo mi Fray, y le enseñó, además de preparar solemnes ceremonias litúrgicas, cómo es una monja arrecha.
Sobre la estufa, en la cocina, el agua hierve en una olla con las hierbas necesarias para el lavado, y sobre una mesa un devocionario desgastado por el uso. Mario esparce sal bajo su cama, se baña y se ciñe con un cordón franciscano la desnudez tan bella con la que cubrió Dios el ser humano y, después, se frota él con el crucifijo de abajo arriba y viceversa el cuerpo entero, boca arriba sobre la cama, y, ya leído un salmo, con el agua de la olla se rocía: ¡Zass Zass Zass, y Zass Zass Zass, y Zass Zass Zass!, quedando así limpia la superficie corporal y también los rincones de la conciencia que, como el grillo de Collodi, suele incomodar incluso hasta a un santo Papa. «¡Tranquilo, Mario!», se dice a sí mismo nuestro muchacho mientras olfatea las hierbas benditas y el agua le cae encima.
Sobre el piso, formando un círculo encerrando los pies, pone Mario cuatro velas encendidas para librar todo allí de las malas energías arrastradas; luego repite, revisando en su interior: «No temerás el terror de la noche, ni la saeta que de día vuela…», y camina hacia la ventana cuando escucha, en la calle, la voz de un cura iniciando una misa: «¡Vamos a cantar!», anima él y empieza la fiesta «En el nombre del Padre y del Hijo y…», una viejita se asoma y se santigua presta mirando furiosa a su nuera por ahí cerca, escoba en mano.
Entre tanto, en su vivienda, Mario sigue su ceremonia personal y a manera de incensario en la mano mueve, como un péndulo, una olla humeando y mientras esto hace sus ojos miran, en el espejo del baño, su culo peludo, marcas en la espalda y un recuerdo nítido en la memoria: sus manos de pulpo abrazando a Sor ¡Virgen santa, qué locura!, dijo ella levantándose ipso facto. «¡Una tonta la cosa esa!», gruñirá Mario después.
El aire huele a sagrado y el vaho parece humo de incienso ascendiendo al cielo mientras susurra este hombre su salmo favorito; en efecto, ora como les aprendió a las monjas, y en la calle irrumpe una voz quejándose «¡Estas mujeres de ahora cada vez más sinvergüenzas!». Se trata de la anciana en la ventana de su casa preparándole a Dios esta queja urgente que, seguramente, escupirá luego en la parroquia a modo de oración, ¡frente al Santísimo en persona! «¡Mejor rece por sus pecados, viejita!», piensa Mario, porque el cuerpo es todo hormonas y qué culpa tiene la tal Sinvergüenza si, además, le gusta que la miren y uno a veces se vuelve como esos perros que ¡a mucho de agarrarlos para evitarles la pelea se enfurecen más! Porque mire usted, piadoso lector, que tan pronto se alejó de la ventana la anciana aquella, Mario asomó por la ventana de su aposento y, justo en frente, estaba la dama barriendo el andén de su casa y ¡Santa Madre, qué pijama!: de transparencia casi blanca que a la luz natural algo allá se ve por los lares prohibidos del ombligo; ¡Qué manzana!, diría Adán, pues al movimiento del incensario encendido la erección mariana fue inmediata evocando él un salmo de perdón, y la escena donde el rey David medita la muerte del Hitita. ¡Tremenda tiranía!, ¿no?, pero comprensible también teniendo en cuenta que cuando el impulso sexual es indomable la piel es sexo en cada poro y alguien como el pobre Mario, ¡o cualquier cristiano de fe templada!, olvida que es templo sagrado del Espíritu Santo y peca de pensamiento palabra obra y omisión, por mi culpa por mi culpa o por la culpa impuesta desde el Génesis o culpa incluso de la belleza inocente y entonces la maldita culpa del Dios que ha sembrado en el ser humano la inclinación al sexo en todas sus expresiones más obscenas; ¿o acaso no violaron a su propio padre las hijas de Lot? ¿Y a Tamar, no fue Ammón? Somos sexo, ¡hipócrita lector!, «Mi hermano, mi semejante, mi parecido», reza Baudelaire. ¡Amén!
(*) Leonardo Díaz Díaz. Boyacá. Mg. en Escrituras Creativas.