«Pájaro sin alas», un cuento de Raquel Pons

Ilustración de Gustave Duré.

 

En nuestra edición de abril-mayo de 2022: El Mal, les presentamos un cuento de Raquel Pons (*).

 

Carlota sale al recreo como lo hacen sus compañeras, cuando toca, cuando suena la campana. Las niñas de su clase se desperdigan en racimos de juegos: la comba, la rayuela, el pilla-pilla, las que cambian cromos y pegatinas. Pero ella no juega. Carlota se aleja sin prisa, sin despegar los ojos del suelo. Atraviesa el patio, deslizando sonoramente un pie tras otro. De las baldosas de cerámica pasa a los escalones, luego al pavimento, después la gravilla de la pista. Por último, por fin, la tierra de la pequeña ladera sitiada por pinos desalineados que, cuando toca, se colman de orugas.

            Los gritos de los niños son estridentes como la sirena, pero los bichos que Carlota mutila no hacen ruido ni se quejan. Está sentada bajo uno de los pinos que ahora no tiene orugas. Ha encontrado un hormiguero que hurga con el dedo. Con delicadeza y precisión, coge una tras otra distintas hormigas que va despedazando, separando cabeza y cuerpo. Aún separadas, ve Carlota cómo se retuercen por el suelo arenoso de pajas y hierbajo seco. Pero no chillan. Solo ruedan como alfileres sin punta.

            Los cuerpos y las cabezas de las hormigas que se amontonan a sus pies parecen las cuentas con las que sus compañeras hacen pulseras. Quiere agujerear esas piezas inertes y atravesarlas con hilo, pero no tiene las herramientas. Lo único que ha traído consigo es el tirachinas de su hermano. Le cuesta sacarlo del bolsillo, se ha enredado en la chaqueta. Coge un puñado de guijarros y al cuarto intento, desnuca un gorrión, que cae muerto. Ha mejorado su puntería a base de práctica. Se levanta del hormiguero que ha sepultado y se sienta frente al gorrión. El sol calienta sus muslos y el cuerpecillo del ave. Carlota ha dejado el tirachinas a un lado y mira fijamente al pájaro. Le hace una cama con las hojas secas de los pinos, lo coloca boca arriba y le separa las alas. Las abre despacio para ver cuál es su largo. Pellizca las plumas con los dedos que descuartizan hormigas. Las alas son suaves, mullidas, como su almohada. Con su pie derecho, el bueno, el que tiene fuerza, pisa el cuerpo del gorrión y con ambas manos estira las alas. Tira, tira y tira hasta que consigue arrancarlas del cuerpo. Las hormigas se acercan, sin llamar a la puerta, y lo vuelven todo negro.

           

            En la cama, Carlota toca su almohada. No está hecha de plumas de gorrión, pero también es suave y mullida; se hunde cuando su cabeza cae, como separada del cuerpo, sobre ella. El reloj marca las ocho de la tarde. Se mete en la cama más pronto que sus compañeras de clase, pero tarda mucho más en dormirse. Hay días en los que es incapaz de hacerlo. Otros cae, inevitablemente, de puro agotamiento.

            Su tío entra puntual, cuando toca, cuando el reloj se para en punto. Se acerca a la cama y se sienta en el borde. Carlota está dándole la espalda, con la vista fija en las formas que dibuja el gotelé de la pared. El tío alarga la mano y la coloca con suavidad sobre el hombro de su sobrina, con delicadeza, como si fuera una figura de origami y temiera deformarla. Si la sobrina no reacciona, entonces él hace más fuerza y vence su cuerpo, que acaba boca arriba, mirando al techo. El tío de Carlota coloca las sábanas, le levanta suavemente la cabeza y mulle la almohada. Disponerlo todo le lleva a veces doce minutos, trece o catorce, pero nunca más de quince. Es diligente. Con los dedos, pellizca los muslos de su sobrina, buscándole las cosquillas. La piel de Carlota, tan suave, contrasta con la aspereza de las manos del tío. Él coloca cada mano a la altura de las rodillas y las separa para ver cuán largas son. Así mide cuánto ha crecido su sobrina. Mira con precisión, con rigor científico, el triángulo abierto que forman sus piernas estiradas. Después se coloca sobre ella, algo ladeado, sobre la cadera derecha, la que tiene más fuerza, y le mantiene las piernas abiertas mientras se adentra en ella.

            Carlota cierra los ojos como el gorrión. Su cabeza cae sobre la almohada, separada del cuerpo. Alguien llama a la puerta. Se vuelve todo negro.

 

 

(*) Raquel Pons (1993, Madrid) es periodista de formación, aunque trabaja como consultora de marketing. Ha publicado el libro solidario Los cuentos de la pandemia (2020) y forma parte de las antologías Relatos nada sexis (2020) y Clásicos nada visibles (2021) de la editorial Ménades. También ha colaborado con revistas de literatura como Lado Berlin y UMOYA. Prefiere escribir sobre violencia y oscuridad que ir a terapia. Desde octubre de 2021 cursa la decimotercera edición del Máster de Narrativa de la Escuela de Escritores.  Hay que tener mala suerte.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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