Detalle de pintura de Goya.
En nuestra edición de abril-mayo de 2022: El Mal, les presentamos un cuento de Simón Rodríguez (*).
Echando la vista atrás, deshacerme del cuerpo resultó lo más sencillo de todo. No es que no entrañara cierta dificultad, pero más que nada fue cuestión de disponer de los medios necesarios y seguir cada paso con meticulosidad. Me había asegurado de esperar el tiempo suficiente para que el cuerpo perdiera la rigidez y así poder manejarlo con mayor facilidad. Mientras aparcaba el coche en la acera y me dirigía a la puerta de la casa repetía mentalmente cada detalle: una muerte limpia, o al menos todo lo que se pudiera, sin sangre, sin dolor. Me di prisa, sabiendo que la primera parte del procedimiento era la más desagradable. Pasaría mucho tiempo antes de que alguien notara su ausencia; la única familia que le quedaba, dos hermanas con las que había perdido contacto después de pelearse por la escasa herencia familiar, vivían en el extranjero, y su contacto con los vecinos era inexistente.
Nos habíamos visto en varias ocasiones en la sala de espera del hospital. Cruzamos las habituales frases de cortesía hasta que una tarde descubrimos el interés mutuo por la literatura. Aquello sirvió como desencadenante a sucesivas conversaciones no exentas de alguna confidencia personal que dejaba intuir cierta marca de fatalidad. Cada uno vivía su versión personal del fracaso. No sabría definir si realmente llegamos a ser amigos o si tal vez era esa especie de camaradería que se establece entre los que, como nosotros, comparten un estado perpetuo de derrota. En ocasiones nuestras conversaciones eran intrascendentes, otras, sin embargo, me parecía recordar escenas que no formaban parte de mi memoria.
Solíamos visitar la librería Marlowe, un pequeño local del centro en el que se apilaban libros usados, revistas antiguas y fanzines clandestinos; también frecuentábamos el Cravan, uno de esos bares marginales en el Raval, en el que aquella tarde reuní el valor para enseñarle el borrador de un relato en el que estaba trabajando.
―¿Sísifo, eh? ―dijo en voz baja leyendo parte del título. Sentí la necesidad de defenderme aclarando que no era un relato sobre el mito, en todo caso una adaptación más bien tangencial del tema, y que en realidad ninguna historia es completamente nueva. Intentó quitarle peso al asunto pidiéndome que me relajara y asegurándome que no pasaba nada. Encendí un cigarrillo mientras continuaba observándole leer en silencio
―Es bueno, tiene un par de buenas ideas, deberías desarrollarlo un poco más, darle profundidad ―afirmó al acabar de leerlo. Sabía perfectamente a qué se refería.
Siempre comienzo los relatos con entusiasmo, pero luego, cuando ya tengo escrita la trama o las ideas generales, los abandono y se quedan a medio camino, vegetando en la memoria de mi ordenador. Eso añadido a mi precario manejo de la sintaxis y mi obstinada tendencia a procrastinar. Continuó con el discurso que ya había oído tantas veces: que todo arte reposa más en la atención minuciosa a los detalles que en la inspiración, que la idea del talento sirve de poco si no hay horas de trabajo y dedicación para sacar algo medianamente bueno y que para eso hay que empeñarse, volcarse por completo, comprometerse.
Por unos instantes no dijimos nada más. Quizás tenía razón, quizás mi negligencia para terminar los relatos no era más que una falta de compromiso, una oposición velada a los aspectos más enojosos de un oficio casi ingrato, una manifestación de ese perpetuo temor a fracasar que vas adquiriendo con los años y que se confunde fácilmente con la sensatez. Comprometerse, en el caso de escribir mis relatos, conllevaba arañar tiempo y esfuerzo sin saber qué resultado vas a obtener, un acto de fe en el que pones todo el empeño y que, en la mayoría de los casos, lo sabíamos ambos, no llega siquiera a darte medios de subsistencia. Puede que todo esto no fuera más que una forma de alimentar una fantasía juvenil a la que hacía tiempo debía haber renunciado. Quizás sí, y sin embargo. Sin embargo, ahí estaba el impulso constante durante todos estos años
De repente, con la mirada fija y esa mueca torva en la boca que simulaba una especie de sonrisa dijo con total serenidad:
―Quiero que me ayudes a morir.
Después del aturdimiento inicial provocado por la frase, me alegré, de un modo egoísta, de que cambiáramos de tema, de no seguir ahondando en la lucha interna entre el impulso de escribir y las posibilidades reales de conseguirlo.
―¿Qué te hace pensar que pueda, y más aún, que quiera involucrarme en algo así? ―repuse, divirtiéndome con su ocurrencia, sin tomarme demasiado en serio su petición.
―Tú tampoco crees que la vida posea valor en sí misma, lo sé.
―Puede, pero concebir la vida como un acto aleatorio y quitársela a alguien son dos cosas muy distintas, por más que uses un eufemismo sutil.
―Podría recompensarte.
―¿Cómo? ¡Si los dos estamos sin blanca! ―me burlé de su descaro pensando que de ese modo echaría abajo su determinación.
―No hablo de dinero, sé que aunque no te es indiferente no es lo que más ansias…
―¿Entonces? ―pregunté con cierta duda, ya no tan seguro de querer seguir el curso que estaba tomando aquello.
Alargó su mano tocando el borrador que le había enseñado con dos dedos mientras me sostenía la mirada:
―Puedo concederte el deseo de ser un buen escritor, uno bueno de verdad.
Su sonrisa se ensanchó al observar cómo, mientras se definían las formas de una historia repetida muchas veces a lo largo de los siglos, me recorría un estremecimiento al tomar consciencia de la urdimbre de una trampa hábilmente dispuesta. Debí haberme levantado de la mesa y abandonar aquel lugar a toda prisa para buscar el amparo de una fe que nunca me había sido acogedora, pero entendí que habría sido totalmente inútil. ¿Realmente encarnaba la potencia y la facultad de concederme talento? ¿A qué precio? Ahora su muerte parecía irrisoria si, como intuía, su cuerpo era uno entre múltiples disfraces. ¿Por qué yo? O más precisamente ¿Acaso tenía yo algo que perder?.
―No… ―intente articular algo, sabiendo que podía ver plenamente mi indecisión ―no podría decidir nada semejante así de repente, si quieres una respuesta inmediata sería un no.
―Puedo esperar, tengo tiempo de sobra ―su sonrisa, cada vez más amplia, mostraba cuánto le divertía su juego.
―¿Sabes? De donde yo vengo se cuenta la historia de un hombre que te derrotó una noche tocando el acordeón, no es que antes le diera mucho crédito, pero aquí estamos.
―Es curioso cómo se cuentan las historias ―dijo recostándose relajadamente en el respaldo de la silla, por un instante su mirada parecía alejarse para recuperar el recuerdo ―pero en realidad aquel acordeón se lo di yo; no me derrotó, simplemente tomó el instrumento que anhelaba. Cada uno escoge el medio que mejor se ajusta a su naturaleza, algunas veces un violín, otras un pincel, o tinta y papel, tanto da.
Bebí un poco más de mi vaso esperando que el licor me ayudara a encontrar la valentía para continuar, sin saber cuáles eran mis posibilidades en este juego del gato y el ratón.
―No será tan fácil como pedir un deseo, supongo. Debe haber algo más detrás de tu oferta.
―¿Quién puede enseñarte este arte mejor que yo? A moldear como real lo que está compuesto de ilusión y se sostiene en el aire, a tejer espejismos con palabras para confundir y extraviar. De todos los oficios este es el que me es más propio.
―Y en ese caso, yo no sería más que tu instrumento, la flauta que en las manos de un músico medieval va guiando a los inocentes hacia el barranco, entiendo.
La referencia de ese comentario le provocó una risa de abierta complacencia, quizás porque se sentía orgulloso aquella antigua historia que hoy pocos recuerdan o porque, de algún modo, comenzaba a quedar claro su propósito en todo aquello.
―¿Por qué morir, entonces? ¿Qué necesidad tienes de ello siendo quién parece ser quién eres?
―¿La muerte, no es acaso una forma de liberación? ―el destello en su mirada se hizo más intenso, era claro que su respuesta evasiva escondía una argucia más en la partida mientras parecía sopesar qué decir a continuación ―Además, yo no soy el único que debe morir… Tu vida, tal como la conoces y quién eres hasta este momento quedarían como un pasado borroso. Al hacerte cargo de mi muerte, de este cuerpo que habito, tú te convertirás en alguien diferente, renunciarás a tu nombre y a lo que has sido hasta ahora, sin marcha atrás.
El reloj de la pared del fondo del bar había corrido solo unos instantes, pero yo sentía que llevaba horas agotando las fuerzas para mantener la compostura. Reunir la suficiente fortaleza para sostener aquella conversación sin venirme abajo, sin desquiciarme, estaba drenando toda la resistencia de la que era capaz. Pero había algo más, una duda que igual que una mosca, me rondaba y me obligaba a hacer un último esfuerzo. Intentando disimular el temblor de mis manos al encender otro cigarrillo di una calada honda, mantuve el humo en los pulmones un par de segundos, cuando acabé de expulsarlo me decidí a hablar.
―Las pocas personas que aprecio, no quiero que te valgas de ellas, te parecerá una muestra de debilidad, pero…
―Mi trato es contigo, y con los que te sigan.
―Eso es otro ardid, sé lo artero que puedes ser, lo que hiciste con Job. No. Lo mucho o lo poco de lo que te puedas servir de mí estoy dispuesto a considerarlo, sólo si las dejas aparte; ya la vida misma les deparará suficiente dolor sin que tú intervengas.
―De acuerdo, si de algo te sirve escucharlo, digamos que tienes mi palabra de que no tomaré parte en el destino de quienes pretendes querer proteger.
―Solo de ti.
Nos llevó un par de meses establecer los términos del acuerdo, que, aunque sencillo, no carecía de sutilezas. Se comprometió a revelarme los artificios de tejer con destreza e ingenio historias que, doblegando lo real, provocaran el extravío y la confusión. Por mi parte, podía esperar un cierto reconocimiento y una vida modesta pero segura a cambio de renunciar a mi nombre y evitar la celebridad. El último término del acuerdo estipulaba que sólo podría comenzar a publicar cuando por su parte juzgara que estuviera listo para hacerlo y, por añadidura, yo hubiera completado la asignatura de su muerte.
La noche del viernes, en la última visita que le hice, dejé con discreción el frasco de veronal cerca de su ejemplar de La señora Dalloway. Cuando regresé varios días más tarde su cuerpo yacía en la alfombra. Los labios púrpura y las secreciones alrededor de los ojos y la nariz me impedían recurrir a la imagen de un sueño plácido. Quizás la dosis tomada le indujo al sueño, pero sin lugar a dudas, aquel cuerpo tumbado y exánime, no dormía. Corrí a un lado los muebles del comedor y procedí con lo que habíamos dispuesto. Ya en el coche, mientras intentaba no pisar demasiado el acelerador recordé que en una ocasión me había dicho que la permanencia solo existe en la memoria y ese debía ser el objetivo de todo arte, calar en la memoria.
Habíamos hablado de muchas cosas, principalmente de libros. De lo que nunca hablamos fue de nuestras visitas al hospital, de sus episodios de depresión crónica y de sus intentos de suicidio, ni de mis ideaciones delirantes en las que creía ver y oír personajes místicos. Ahora todo aquello ha quedado atrás. Ahora es el momento de comenzar una nueva vida.
(*) Simón Rodríguez. Colombiano radicado en Barcelona. Magíster en Lengua Española y Literatura Hispánica en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha publicado algunos artículos de opinión y algunas reseñas de crítica literaria.