Foto: Olivier Menard.
Les presentamos un cuento de Carlos Cazares (*) que nos ofrece la imagen de la derrota.
Había olvidado cómo era la entrada, se qué era similar a algo, a un sitio en especial, pero no lograba rememorar a cuál. Ante nosotros se abría un camino infinito que se hacía más angosto hacia el final. Empezamos a caminar y fuimos descubriendo las pequeñas bombillas que intentaban alumbrarlo; estaban tan alejadas unas de las otras que por momentos nos encontrábamos entre pequeños espacios totalmente oscuros, espesos ante las pisadas. Los instantes nimios de luz, lejos de ser esperanzadores, arremetían con dolor nuestros cuerpos, el pálido mortecino que emitían se incrustaba entre los huesos, se adherían a nuestros cuerpos, como una radiación tóxica deseaba reventarnos las entrañas.
Adelante, el rastro de los otros empezaba a desdibujarse, les seguía sin reparo y aún no lo entendía. El regreso era impensable, imposible; sonidos de pisadas se amontonaban detrás de mí. No tenía intención de mirar, pero tampoco podía hacerlo. Por momentos lograba ver que todos caminábamos con la cabeza gacha, como si la fuerza de gravedad se hubiera ensañado con nuestros dientes. ¿No queríamos mirarnos? Vernos de nuevo sonaba aterrador. ¿Para qué? El juicio ya se había perdido y la fuerza nos había abandonado, no estábamos preparados para una nueva derrota ni queríamos prepararnos; el aliento gélido que salía de nuestras bocas era la respuesta de una decisión tomada.
Frente a la manada una de las luces parpadeantes reveló una escalera, ascendía. El que iba de primero al encontrarse con esta levantó la cara. No había nada en su rostro. Nada… Nada. Se veía intacto, claro está, pero con el dejo estéril de lo artificial. Una nariz, dos ojos, una boca y aún así no eran nada, el vacío. Subió las escaleras y se perdió en el punto de fuga de nuestras cabezas arrepentidas. Luego vino el ascenso del siguiente; una boca, dos ojos, una nariz; la nada. Continuó el tercero, el cuarto, cada uno se desprendía de lo indecible y se rendía ante la pérdida.
La luz tungsteno hacía del momento un eterno cuadro de nunca acabar, un sueño cruel creado sobre el designio de un demonio. Bajo la intermitencia los cuerpos aparecían y desaparecían retrasando el irremediable final. Cinco…cuatro… tres… dos… Otro cuerpo, ¿el mismo? De repente era yo quien estaba bajo la ilusión de eternidad. La bombilla había desaparecido de encima y ahora hacia arriba se abría, sin mayor reserva, la escalera. Parecía tener vida, vibrante, como si en lugar de escalones fuesen escamas de dos animales antiquísimos que se batían el derecho de destruirnos. Las bestias se entrelazaban en un baile arrítmico, propio del juego infantil del asesinato, se rozaban con alevosía y en el mismo instante del contacto se repelían por el accionar de una fuerza divina que se divertía con su lucha. Sobre sus cabezas, al final de todo, una puerta. Allí terminaba la corpulencia de un camino infranqueable, se asentaban, con decisión, los escalones.
Los hombres que ascendieron habían sido engullidos, sus figuras se divisaban eruptivas, igual que una estela rompiendo un silencio profundo. Primero los veíamos en un lugar, luego en el otro extremo, siempre avanzando, siempre hacia el frente. Su camino había empezando en el mismo lugar donde ahora estaba mi pie, pero, ahora eran ajenos y lejanos a mi espacio, dejaron de ser los mismos de hace un instante y yo también.
Cerré los ojos y quise escaparme. Pensé sin éxito en los rostros de mis abuelos, un ruido estéreo aparecía en el lugar que deberían estar sus cabezas. Apreté mayor fuerza los párpados e intenté el recuerdo incansable de la sonrisa de mi esposa, su imagen fue invadida por un cobrizo granulado, la interferencia de una estática indeterminada. Abrí los ojos y solté el cuerpo. Mi cerebro ya lo había perdido todo, la rendición estaba decidida. De momento me hallé en la mitad del camino, mis piernas no habían parado de moverse, ahora caminaba sobre las escamas de esta escalera animal. ¿En qué instante había avanzado hasta aquí? No lo sé, pero continuaba hacia arriba con soltura. Volaba. Ya no había más en qué pensar, solo seguir. Nada más. Nada que recordar. Nada más. Nada. Nada. Sólo el final.
(*) Carlos Andrés Cazares Hernández nació en Ibagué, tiene 29 años. Comunicador social, periodista y magíster en literatura de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá. Sus trabajos académicos se han enfocado en el campo de la filosofía del lenguaje, la cultura popular y los estudios culturales. Como tópico principal ha trabajado el chisme en las resistencias narrativas de la cultura popular y la dicotomía ficción/no ficción en la narrativa contemporánea latinoamericana. Autor del libro de cuentos Refracciones de verano y otras inconveniencias de un reflejo maltrecho. Fallidos Editores, 2020.