«El explorador», un cuento de Carolina Rodríguez Mayo

Fotografía analógica: Daniela Gaviria.

 

 

Les presentamos un cuento de Carolina Rodríguez Mayo (*) en el que la obsesión por la luz y el polvo de estrellas que cura males, nos permite viajar por el cosmos.

 

 

Pablo ya me contó de esas andadas. Se me acercó un día como quien tiene un secreto y me lo confesó todo. Pablo siempre fue algo introvertido, algo extraño. Y ahora, con sus dichosos viajes estelares, estaba peor que nunca. Rara vez lo veíamos en el salón, rara vez hablaba de algo que no fuera viajar a las estrellas. «Yo trago esferas de luz», aseguraba con la mirada perdida. Algunas personas se burlaban de él, no sé, tal vez pensando que estaba mintiendo o que estaba drogándose con algún ácido barato. Yo no. Pablo no era el tipo de persona que disfrutara la atención, no era el tipo de man que se jactara por llegar a algo de primeras. Más bien era de esos tipos que la gente subestima y luego ¡pum!, allá lo ve uno siendo el dueño de Amazon o Facebook o algo con ciencia. Pablo vivía obsesionado con la luz astral que podemos ver desde la Tierra; sobre todo, le obsesionaba usar ese brillo como una especie de combustible. Él aseguraba que ese destello era la cura de muchos males, males que podían ir desde arrancar un carro hasta erradicar el sinsentido de la vida. «Yo trago esferas de luz», comentaba cada vez que alguien decía algo, cada vez que alguien decía: «me duele el estómago», «no puedo dormir», «me está yendo mal este semestre», «me dejaron por otra persona», «el dólar está muy caro». El bendito polvo de estrellas lo tenía metido Pablo hasta el tuétano. Yo sí le pregunté que cómo era que viajaba, pero se negó a decirme. «Estoy trabajando en la patente, luego te diré».

Pablo ya me contó que fue un día que su mamá estaba desanimada, un día en que ella no veía salida que él puso en marcha su plan. Y es que Pablo tomaba las manos de su mamá por las tardes para masajearlas con algo de alquitrán que porque los liposomas le ayudaban con sus dolores. Entonces fue ahí que Pablo cayó en cuenta que el firmamento podía tener efectos medicinales, además del esperado efecto de la prosperidad. Ese efecto de la riqueza inagotable que tanto esquivó la vida de su madre, a pesar de lo mucho que ella trabajaba. Así fue que se dispuso a crear una nave, sonaba, según me echó el cuento, alguito suave de fondo, una musiquita de la Mabiland que reza: las cruces que cargo/ quiero cargarlas en Mercedes/ darle una casa a mami/que la cambie como quiere/ organizar mi gente/ pa’ que atrás no se me queden/ y que en el barrio entiendan/ que soñar lograr se puede. Y con esa canción retumbando en el cerebro armó el que sería su medio de transporte interestelar. Lo puso en el balcón de la casa y arrancó a visitar constelaciones. Soltó unos nombres, yo más bien recuerdo pocos, fue a ver a la Andrómeda y a la famosa Osa Mayor. Allá bien arriba usó las manos para atrapar las luces de varias estrellas, por allá dizque logró arrancarle como un dedal de luz al Sol y se devolvió asustado, porque no quería dejar calvo al cielo. Pablo vendió un poco de lo que trajo en el mercadillo subterráneo, ese del que hablan en las películas de espías y francotiradores, le pagaron todo en moneda extranjera. Pudo decirle a su mamá que no trabajara más. La señora se puso contenta. Además, le servía luces de cósmicas con leche entera y que también le mejoró el ánimo. Yo ni sé por qué fue que Pablo no dejó la universidad, yo me habría ido. Le entendí que sí le gusta estudiar. Que algo de andar leyendo y la comodidad de tener una rutina. En cambio, yo me volaría con esas luces al Caribe. Dejaría atrás todo lo conocido o bien me voy a vivir al cosmos, sin humanos, sin deudas; allá al ladito de Júpiter y Saturno. Pasearía por las diferentes lunas que he escuchado nombrar.

Pablo ya me contó que igual hace frío en la estratósfera. El frío no me gusta. Prefiero el calor o el ambiente tibio que no obliga a que uno ande con muchas capas de ropa. Pablo se lleva a sus expediciones al menos cuatro chaquetas puestas, una encima de la otra. Pablo trató de invitar a un chico del salón que le gusta a colectar luces, pero el mancito se asustó, que miedo a las alturas, que miedo a quedarse varado en medio de la nada, que miedo a enamorarse. Igual creo que Pablo le trajo alguna roca fluorescente, algo le regaló y con eso se hizo un collar que no se quita. «El amor se puede traficar con luz atmosférica», soltó un día mientras me daba un accesorio para llamar a la persona amada, «pero, no me dijistes acaso que querías era cambiar el mundo. Ahora vas a vender brujerías galácticas, ¿pa’qué?», le respondí. Lo cierto es que a Pablo le faltaban los contactos correctos, gente que supiera de la movida, gente que le pagara por su nave. Lo de la patente se le estaba demorando mucho y ya la gente sospechaba de su plata, pensaban muchos que era plata malavida, pero ese no era el estilo de Pablo. Cada que escuchaba que «es que anda en malos pasos», yo renegaba: «ese no es el estilo de Pablo».

Pablo ya me contó que piensa quedarse a vivir afuera. Le comentó del plan a su mamá y a ella le gustó la idea. Me dijo que me iba a dejar la nave para visitarlo, que para ir por luces cuando quisiera. Yo sí quiero ver qué tan chiquitica se ve mi casa desde arriba.

 

(*) Carolina Rodríguez Mayo (Bogotá, 1991). Viajera y escritora. Literata con opción en Filosofía. Especialista en Comunicación Multimedia. Ha publicado su trabajo en revistas de Bogotá como Sombralarga y Sinestesia. Fue elegida como parte de una antología de jóvenes poetas, Afloramientos, los puentes de regreso al pasado están rotos publicado por Fallidos Editores. Su poesía ha estado en lugares como la Universidad de Brown y en el podcast Gente que lee cuentos.

 
Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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