Fotografía analógica: Daniela Gaviria.
Les presentamos un cuento inédito de Albeiro Guiral (*), una ficción sobre el amor y la muerte.
En el momento de la muerte uno es incapaz de hacer pasar por la cabeza recuerdos, imágenes de objetos, personas o lugares. No se dejen engañar de la poesía. Si así fuera, el 13 de noviembre de 1985, cuando el Nevado del Ruiz hizo erupción y borró del planeta todo mi pueblo, yo hubiera querido pensar en papá. En papá sentado conmigo en el jardín, mirando con orgullo sus flores, sonriente, sosteniendo en una mano su taza de café negro y en la otra su pucho, hablándome mal de Dios, que nunca lo escuchaba, o del gol que, de nuevo, le hicieron al arquero de la Selección por dejar el arco solo.
Hubiera querido llevar a mi mente los recuerdos de todas las muchachas que vi pasar por la calle, mientras, sentado en el café Caminito, con una botella de aguardiente amarillo sobre la mesa, en la época en que me terminó la primera novia, ansiaba el suicidio con desesperación. Poneme otra de De Angelis, cucho, le decía a don Fabio, y él, feliz, llevaba otra vez la aguja del tocadiscos a la superficie de mi dolor.
O, imagínense, cómo me habría encantado en ese momento, justo cuando la lava y el pantano y la piedra encendida me derretían los pies, haber recordado a mamá en su sastrería, tomándome las medidas para dejarme presentable para la soledad del mundo, como decía no sé ya qué poeta malo del pueblo.
Aunque, ahora que lo pienso, si me hubiesen dado entonces la oportunidad de llevarme algún recuerdo, sólo uno, sería el de mi abuelo cruzando el largo pasillo de la plaza de mercado, llevándome de la mano cuando era niño al restaurante de don Guillermo, el día en que me hice vegetariano. Yo pedí calentado de fríjoles y él arepa con carne molida. Me quedé mirándolo durante un tiempo que se me hizo eterno; él dejó de masticar y me miró. Entonces le hice la pregunta que había querido hacerle durante años: abuelo, ¿de qué árbol viene la carne?
Cómo decirles, si ese día hubiera podido recordar algo, habría querido que fueran, además, las mañanas en que le daba un beso de buenos días en la frente a la gata, y ella maullaba y se subía a la máquina de escribir ronroneando, o a mis sobrinitos invitándome a jugar a la pelota en la calle, a pesar de la lluvia. Se quedaban llorando en la sala de la casa ante mi negativa. O a mis hermanos cuando iban a visitarme a la cárcel y me decían creemos en vos, parce, todo va a salir bien. Que se pudran esos putos conservadores. Me llevaban tabacos, panela y queso. Los amaba. O a todas las librerías que iba a extrañar, sobre todo a las de Palermo, en Bogotá, donde vos podías comprar un libro de Borges y un par de tomates en un mismo lugar; o las noches que me echaba borracho en El parque de los deseos de Medellín a esperar el amanecer que no llegaba. Habría querido recordar, en fin, el beso de la abuela en la última madrugada de aquel octubre en que me la arrebataba el cáncer.
Pero no, el día de mi muerte pensé en el libro que nunca escribiría. Todo se hizo luz; la luz se lo tragó todo. Todo. Y qué mierda. Si hubiera sabido que sería el único sobreviviente de mi casa, y que me iba a pasar el resto de mis días en esta silla de ruedas, hubiera preferido morir. Se los juro.
(*) Albeiro Guiral (Santa Rosa de Cabal, Colombia) es el fundador de esta revista; es autor de varios libros de poesía. Su más reciente publicación es el libro de relatos y de apuntes sobre literatura titulado El Peatón. Actualmente trabaja en su primera novela.