Foto: Sara Gaviria.
Les presentamos en un cuento de Daniel Ramírez Orozco (*) sobre el descubrimiento de un milagroso y resplandeciente fruto. ¿Qué enigma alberga la naturaleza?
La noche y la tormenta eran una mercancía más dentro del barco. Frutas y sombras rodaban en todos los rincones junto al temor de los marineros ahogados por la oscuridad. Corría el siglo XVIII y los europeos contemplaron el milagro por primera vez: Piñas encendidas como faros, como pequeños fragmentos de una estrella guía, una jugosa luz donde se saboreaba el regreso a casa.
Siglos antes ya se contaba en las Antillas que el sol había envuelto su resplandor en aquel dulce fruto para iluminar desde adentro el corazón de los guerreros. Los mexicas recetaban sus rebanadas a quienes se les metía demasiada noche en el estómago por dormir con la boca abierta, así brillaba en sus tripas de nuevo la mañana.
Corsarios bereberes las atesoraron como botín de su guerra contra los cristianos, eran recibidos en las costas como héroes que rescataban una reliquia sagrada para la tierra de los fieles, pues las creían anclas arrojadas por los ángeles para descender en sus naves de claridad. Un sucesor anónimo de Al-Baitar las describiría en el Kitâb al-fakiha como una pequeña multitud de destellos abrazados.
Anhelantes de hacerlas nacer, ardieron en los fríos jardines de Inglaterra cientos de trucos para fingir el tibio abrazo de la selva. Como hija pequeña de los astros, la piña solo es feliz en el calor, por eso solo a veces se asomaba su corona de llamas verdes para deleite de los nobles. Cuando ocurría, el retoño era acostado en una cuna de seda que luego desfilaba ante la emoción de un pueblo que jamás vería más cerca la luz de las estrellas. Alguno que otro podía darse el lujo de alquilarla una noche para iluminar el centro de su mesa, pero solo en el plato de un rey debía probarse aquel fragmento de cielo nacido en la tierra.
Como a todo lo sagrado, el tiempo le ha apagado su prestigio. En la banal democracia del mercado, la piña yace apelmazada y oscurecida como si nada en un estante, como un ídolo crucificado, víctima de una era que asesinó a sus dioses. El culto sólo pervive en algunas selvas perdidas de Brasil, donde los indígenas suben a los montes en la noche para descifrar su fortuna en las nacientes luces del cultivo, porque en una palabra de su lengua perdura aún el conocimiento de que un grupo de piñas es una constelación.
(*) Daniel Ramírez Orozco (Manizales, 1995). Licenciado en Español y Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira.
Excelente trabajo, felicidades.