Fotografía analógica: Ángela María Pérez.
Les presentamos un cuento de María Sol González (*) que nos deja escuchar las palabras de la casa de los abuelos, sobreviviente de la ausencia; en nuestra edición de julio-agosto, Lo habitado.
El empapelado rodea el comedor de la abuela mientras el tiempo avanza. Aunque ella no esté, el empapelado sigue ahí.
Esta es la casa de mis abuelos. Vengo para las fiestas y cumpleaños. La semana pasada dije de cenar afuera en Navidad, la propuesta desató un escándalo. Así que otro veinticuatro en casa del abuelo, con treinta grados anunciando el sofoco por venir, impregnando de humedad las paredes, haciéndonos creer que el empapelado se viene abajo, pero no, sigue ahí.
Lo nuevo es la vieja sentada en el sillón verde. Sonríe sin pausa, mostrando los dientes, mirándome con esos ojos que de tan claros parecen vacíos. Su peinado abultado disimula el escaso pelo, un pelo blanco y muy seco que brota de un cuero bien blanco y opaco. Sonríe y asiente cuando mi abuelo pregunta si me acuerdo de la prima de la abuela. Sólo la vi en fotos, pienso, pero según el abuelo, la señora me llevaba a la calesita a pocas cuadras de acá.
Yo también sonrío. Es eso o responder que no tengo idea de qué carajo me hablan. ¿De qué te reís, vieja?, pienso. ¿Vos sí te acordás de esta pendeja que sonríe mirando lo distanciados que están tus pelos? ¿Y vos abuelo, te acordás qué pasó hace treinta años pero no sabés dónde quedó el teléfono cuando llamo? Insistí una vez más y te juro que me voy a la mierda y los dejo con la vieja que asiente y sonríe. Ni siquiera pestañea. Total, cuando choquemos las copas desviarán la mirada hacia algún punto más allá de mi cara.
Yo también miro ese punto, necesito saber si hay alguien ahí. He llegado a sentir hormigas recorriendo mi nuca al volver la espalda. Es un punto en el empapelado. Un punto frente a la cabecera de la mesa.
Y ahí va otra vez: no abuelo, ni idea quién es la vieja, por favor. ¿Cuántas veces más lo puede preguntar? Retiene el día de la calesita pero no se da cuenta que insiste con lo mismo por tercera vez en la noche. Y otra vez con la mirada en ese punto. ¿Qué mirás, abuelo? Si no reviso siento que va a salir una mujer debajo del papel. ¿En qué pensaba la abuela cuando lo eligió?, con esos arabescos que se repiten a lo largo y a lo ancho de la habitación una y otra vez.
Helechos repugnantes. Ese tono, tantos años. Se trasladan, se achican, se agrandan, se devoran el fondo amarillento. Brotan del suelo, te revuelven como las olas, te escupen como las olas escupen algas babosas. Se enredan en los dedos, se te pegan en las manos. Uno a uno, otro tras otro, se zambullen en el suelo. Circulan en el brillo punzante del sol de la mañana hasta esfumarse entre las baldosas del comedor.
Las piernas se sienten frías en las baldosas. El cuchillo pega contra la tabla de madera una y otra vez. Recuesto mi pequeño pony sobre la cama de plástico rosa. ¿Por qué un caballo tiene cama? ¿Por qué la cama tiene sábanas pero no pueden abrirse? La abuela dice:
—Llévate a la nena a la plaza. Cuando llegue César, lo mando a buscarlas para almorzar.
Voy de la mano de la prima de la abuela. Está húmeda, me da asco. Los tacos golpean las baldosas de la vereda una y otra vez. Aprieto el moño de mi vestido marinero. Aprieto el moño de mi vestido, lo aprieto. Pregunto si podemos ir a la calesita, la señora asiente con la cabeza. No me mira, no me habla. Me deja en el autito rojo, ella se sienta en el banco verde.
Arranca la primera vuelta, siento hormigas en la panza. El señor de la sortija deja la boletería. Ahí viene la segunda vuelta, me tomo del volante, sonrío. Esta vez mi abuelo se sienta en el banco verde, muy pegado a la señora. Se miran, se sonríen. Mantengo la cabeza en dirección a ellos. Dejo de verlos, dejo de sonreír. La sortija se acerca, el señor estira el brazo pero no la tomo. Veo a la vieja, está sola, me mira, riéndose. ¡¿De qué te reís?!
Estallan los fuegos artificiales. Las agujas se detienen. Hora cero de otro veinticinco en casa del abuelo. Estoy de pie, inclinada sobre la mesa, apretando el mantel, repleta de hormigas en toda la piel. A la vieja se le fue la risa, al abuelo las palabras.
—¿Qué te pasa, viejo? ¿Qué te creés, que te voy a sonreír toda la vida? ¿Adónde ibas cuando la abuela cortaba esa cebolla que tanto la hacía llorar? Me dejabas con el cuchillo marcando los segundos contra la tabla de picar. ¿Adónde ibas?
Un pedazo de empapelado cae a mis espaldas. La abuela no está. Yo me voy a la plaza, a ver los fuegos artificiales.
(*) María Sol González (Argentina, 1984). Bloguera y artesana. Ganadora del primer lugar en la categoría de poesía en el V Certamen Literario de la revista mexicana Pretextos literarios por escrito. Cursó talleres de narrativa, poesía, guión, ilustración y fotografía.