Imagen: anonymous-project.com.
Les presentamos un poema en prosa donde Eduardo Sabugal narra un encuentro ficcional entre Samuel Beckett y Emil Cioran. De nuestra edición de diciembre de 2022, La ausencia.
Fin de partida. Sus ojos están oscurecidos por la tristeza y todos sus miembros son como una sombra. Una cosa carcomida que se va gastando, a semejanza de una vestidura roída por la polilla o simplemente un hombre sentado, abandonado en ese viento otoñal que despeina su cabellera, anulando la banca de un parque en su estar, en su persistencia desfondada. Camino por este parque, escucho gritos de niños a lo lejos y me introduzco en un corredor de polvo, a los costados bellas flores exhalan perfumes demasiado reales, demasiado arcaicos. Sam está sentado ahí, como tantas otras veces. Como una escultura abandonada en una plazoleta. Me acerco, no es cierto, he detenido mi paso, contemplo a este hombre solo, lo veo leyendo Le Monde y es como ver un hueco en mis recorridos de voz.
No sabría acercármele ahora, no hay ya nada que decirle, está cansado, seguro que está cansado, hace ya tanto tiempo que a Sam le cansan las palabras, le hieren los ojos, como si fuesen palabras luminosas. Miro sus anteojos como un signo, esto me espanta, debería ir y sentarme como antes, como lo hice una tarde en este mismo parque, y charlar, aún recuerdo las palabras de Sam, habíamos tomado un café y luego nos habíamos arrastrado hasta aquí, eran tiempos en los que todavía había voces, pláticas, esa tarde me explicó la paradoja de Zenón, mirábamos el polvo bajo nuestros zapatos y retrocedíamos hasta rincones infinitos del tiempo, imaginábamos el momento justo en el que un montón de granos comenzaba a ser eso, un montón de granos, luego yo intenté explicar mi exilio, el viaje desde Rumania, fue un intento imposible porque nunca supe cuando comencé a estar en este país, cuándo el exilio había dejado de ser o empezado a ser un conjunto de exilios diminutos. Había un café, que podría llamarse de cualquier forma, la esquina por ejemplo, estúpidamente enraizado en un nombre así, empotrado en una esquina en la que confluían una funeraria y una caseta telefónica. Tantas veces nos habíamos reunido a charlar del agua y de la tierra en inundaciones tontas, después desaparecimos de ahí, ese lugar lo borramos de nuestras mentes y ahora henos aquí, instalados en el cansancio o en la benevolencia, o en esa zona intermedia en la que no consigo lograr acabar algo, en el fondo quizá se acabe, lo acabe, lo acabemos.
No tenemos lectores, ambos lo sabemos. Todo es ausencia, y está bien así, no podría de ser de otra forma. Ambos tenemos un lector ausente. La silla del parque le va tan bien, nunca Sam podría estar ya de pie, y me da risa, me da tristeza, recordar aquellos hombres y mujeres que después de aquel mayo ya no podían sentarse. Sam también imaginó en esa misma banca metálica a un joven dormido sobre una piedra, lo imaginó despertar con sangre en los oídos y ungir con aceite su almohada mineral, después subir una escalera que ascendía al cielo y descender por ella. Imposibilidad y ausencia hablándonos a los dos en este abismo que nos separa, que nos imposibilita. Sam no puedo ya querer decirte algo. Rodeo sin ser visto esa banca en donde lees el diario, sigo mi camino. Tú también te marcharás de este parque en unos minutos, y no quedará nada, ni nadie, quizá sólo las huellas azarosas y efímeras de nuestros zapatos sobre el fino polvo terroso, que el aire irá borrando por la noche.