Palabras para Cees Nooteboom – Pablo Montoya

En la foto Cees Nooteboom.

 

Discurso leído durante la presentación del libro Autorretrato de otro, de Cees Nooteboom, publicado por la Casa Silva y la Universidad de los Andes, en la Feria del Libro de Bogotá.

 Por: Pablo Montoya.

La noción de que la literatura es un bosque, y de que son los escritores y sus obras los árboles que lo conforman, siempre me ha parecido atractiva. En ella todos estamos inevitablemente reunidos. Los árboles más imponentes y los más hermosos, pero también los más deletéreos, los más desmañados y los más invisibles. La panorámica de ese bosque produce desde lejos una indudable curiosidad; pero cuando nos acercamos a algunos de esos árboles se nos despierta una impresión más definitiva. Vemos esos especímenes, primero de manera global, y de esta observación nos dirigimos a sus particularidades. Después los tocamos y, si somos temerarios, los trepamos y empezamos a recorrerlos. Y si decidimos ir más allá, como aquel personaje de Calvino, nos instalamos en sus follajes por unos días, por unos meses, por unos años. De hecho, hay algunos de esos árboles que invitan a que nos quedemos en ellos durante toda una vida.

Para esta ocasión yo quisiera decir que hace años vivo en el árbol Nooteboom. Que me paseo por sus ramajes y desde ellas soy capaz de medir sus vértigos y sus elongaciones, como esos hombres Papú que en Nueva Guinea construyen sus moradas en las alturas vegetales y sopesan cotidianamente la experiencia del vacío y el éxtasis. Pero mentiría y posaría ante ustedes y ante él de lector circunstancial. Como desearía aparecer ahora como un trasunto de Alberto Manguel que dice tantas cosas reveladoras de la obra de Nooteboom en esa larga, brillante y hermosa carta que le escribió hace tres años. Pero yo, lo confieso, he descubierto a Nooteboom hace poco. Sin embargo, no siento vergüenza decirlo porque sabemos que en los confines de la literatura y el arte nunca es tarde para los hallazgos. Al contrario, las coordenadas temporales dejan de existir en la vivencia de esas epifanías de los sentidos y la inteligencia que nos prodigan los libros. Y, además, es un acto digno de celebrar cuando, en medio de tanto escombro impreso, de tanta página deleznable, de tanta figura publicitaria, encontramos a un autor y una obra que nos devuelven, intacta y sólida, la esencia milagrosa de la literatura.

Desde hace días, entonces, y esto también lo confieso sin ningún disimulo, me siento feliz porque estoy leyendo a Nooteboom. Y terminado uno de sus libros quiero pasar al siguiente, sacudido por esa expectativa embriagante de querer permanecer por un tiempo más en el seno de una obra. Con todo, esta felicidad es ardua de establecer porque está atravesada por diferentes estados de ánimo. Se trata de una felicidad sinuosa por no decir quebrada. La surca, en primer lugar, la constatación de que toda gran literatura está enraizada en la poesía. Y esto encontrarlo ahora, cuando la divisa a seguir en estos feudos pareciera ser la literatura periodística o el periodismo literario, significa para mí un gran alivio y un poderoso consuelo. No exagero cuando afirmo que los grandes aciertos de la obra de Cees Nooteboom pertenecen al dominio de la poesía. Y que, por lo tanto, leerla es sumergirse en la extrañeza. Porque Nooteboom es extraño, como lo es Lucrecio, como lo es Baudelaire, como lo es Melville, como lo es Kafka y como lo es Borges. Y esta extrañeza está sostenida sobre dos ejes que, finalmente, terminan abrazándose. De tal modo que los ejes son el planeta mismo que afirman. Por un lado está el eje errante de su escritura. Ese ir y venir por el mundo con la seguridad, eso mismo consideraba Marguerite Yourcenar, de que es insensato morirse sin haber hecho al menos una vuelta por la torre de nuestra prisión. Prisión que, a pesar de sus límites tortuosos, depara el gusto de la perplejidad. Y aquí el asombro se encamina hacia unos destinos que comprenden una buena parte del planeta. De tal manera que es difícil encontrar en el panorama literario de nuestros días un viajero de las dimensiones de Nooteboom. Nooteboon viaja porque el afuera lo estremece con toda su dosis de novedad requerida y su escritura posee la capacidad de hacerle creer al lector que el mundo que se observa, así sea el más remoto y extremo, está acabando de nacer en su palabra.

Así piensa y hace versos, apuntala sus pensamientos con palabras, hasta que están y viven en el libro del durmiente cosmos.

 Esto escribe Nooteboom sobre Lucrecio en El poeta y las cosas, y esto mismo sucede con su escritura. Ella habita el libro del durmiente cosmos.

Pero está, por otro lado, el eje de la detención. Sabemos que Nooteboom es un viajero consumado. Pero al leerlo también comprendemos que todos estos desplazamientos son como elaboraciones conmovedoras de la imaginación. Manguel lo dice muy bien: “A pesar de todos tus viajes, nunca has salido realmente de las márgenes de una página”. Y es que el viaje en Nooteboom es una realidad más literaria, es decir más imaginativa, que otra cosa. Y esto ocurre, incluso y sobre todo, en sus ensayos que conforman El enigma de la luz. En estas páginas, literalmente espléndidas, Nooteboom confiesa ser un “amante de la observación”. Y de su observación maravillada, por momentos deliciosamente erudita, que también se abre a las coyunturas inesperadas de la cotidianidad, al humor y a la ironía, entramos en un universo que está tocado por la negrura de la melancolía. La mirada y los pasos son las claves de esta literatura que nos convoca. Una certeza de que entre el ojo y los pies se abre un horizonte surcado por la existencia de lo oscuro. Ya que esa oscuridad, como se dice en su novela mayor En las montañas de Holanda, “forma parte de nosotros mismos, como la noche forma parte del tiempo”.

La idea en tanto que visibilidad, es decir la imagen del ojo reflejada en la palabra, los pasos que quisiéramos que nunca cesen y que recorren el mundo para vivirlo en la medida en que se narra. Y esto unido a la presencia de un tiempo como indescifrable máscara del misterio, hacen de la obra de Nooteboom una suerte de aventura onírica. Esto es lo que sucede al leer los 33 fragmentos que integran Autorretrato de otro. Una travesía por unos espacios que nacen de la apreciación pictórica de los dibujos de Max Neumann y culminan en las orillas incógnitas de la imaginación de Nooteboom. El resultado de esta unión entre pintura y poesía no me resulta ajena porque ella misma ha sido uno de los motores de mi escritura. De allí que una de las evidencias que me están dando este tránsito por el “mundo Nooteboom”, para emplear la expresión de Manguel, es el de haber encontrado a un maestro, a un guía, a un hermano mayor que tiene mucho que enseñarme de las cosas que yo intento ocuparme. Pero esto no significa, por supuesto, que la lectura de estos textos híbridos, fronterizos, anfibios, me preserve de la conmoción. Al contrario, durante la lectura de Autorretrato de otro, he vivido un como silencioso e íntimo cataclismo. Este libro significa atravesar territorios inciertos que tienen, eso nos lo cuenta su traductor Fernando García de la Banda, su referente inmediato en las playas de Menorca, uno de los lugares en donde vive Nooteboom, pero que remiten a esas cartografías inconscientes que tenemos muchos. Estas 33 prosas poéticas breves están llenas de imágenes capaces de elevarnos y postrarnos. Leerlas es recorrer una senda poblada de relieves particulares y dueña de una circunstancia paradójica. Porque mientras ese lector que soy intenta apoyarse en alguno de ellos, enseguida se produce la impresión de que todo lo que me rodea es delicuescente, movedizo, tocado por los dedos efímeros con que casi siempre están tejidas las verdades poéticas.

Nooteboom ha escrito este Autorretrato basado en los dibujos de Neumann. Pero esta dinámica ha sido singular. Porque si es cierto que hay una correspondencia ineludible en el narrador de las prosas y el sujeto pintado –el dolor individual que parece ser cósmico, la soledad que se vive en el más absoluto silencio, una inasible relación entre hombre y animal, una abismal ausencia de referentes  sociales, la tremenda distancia que hay con cualquier consuelo de tipo religioso o ideológico- los dos sistemas artísticos (el pictórico y el literario) resultan también independientes y libres. Y es esa libertad del texto la que, en principio, me hizo leer Autorretrato de otro como si estuviera atravesando el fragmentado paisaje de un sueño. En las montañas de Holanda hay un pasaje que define el viaje que hacen Kai y Lucía, esos dos seres circenses, a las tierras inhóspitas del sur: “Un paisaje y un estado de ánimo sirven de telón de fondo a los hechos”. El paisaje y el estado ánimo de los 33 poemas de Autorretrato de otro los puede favorecer, de algún modo, la pintada desolación de Neumann. Estas pinturas tienen quizás algo de despiadado, como es despiadado el primer paisaje del sur de Holanda que describe Nooteboom en su novela. Pero también es posible que el paisaje de Autorretrato de otro, tan desprovisto de tiempo y tan imbuidos de lo inexplicable, establezcan una comunión con los paisajes de Giorgio de Chirico, ese pintor que tanto nos perturba con sus altas torres impenetrables, con sus plazas vastas y silenciosas, con sus personajes recónditos y con esa profunda melancolía que, como una clave inasible, ondea en sus pinturas. Ese pintor, en fin, que nos ayuda a comprender tanto Nooteboom en su ensayo “El filósofo sin ojos”.

Justamente en este ensayo hay un secreto que nos transmite Nooteboom frente al asunto poético y al asunto pictórico. En el poema, como en la pintura, lo que se presenta, entre otras cosas, es la expresión de un pensamiento mágico o sentimental. Esas realidades, sobre todo, son las que nos delinean cuando emprendemos la lectura de una obra como la de Cees Nooteboom. Empezamos esos escalamientos, esos descensos, ese paso de una rama a otra, ese estar bajo un follaje que se explaya, generoso, sonriente y extraño, a innumerables horizontes. Efectuamos esa aventura Nooteboom del deambular que es, sin duda, una pregunta continua por el conocimiento. Una pregunta que yo, lector sediento de luz y hambriento de oscuridad, me hago con la necesaria dosis de dolor y ansiedad que me caracteriza. Sin olvidar, y esto me lo susurra con claridad Nooteboom, haciéndome un guiño, que “el poema en sí no sufre, como tampoco sufre la pintura”.

Pablo MontoyaBogotá, 24 de abril de 2016.

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