Retrato de un hombre solitario

Edward Hopper. Digresión filosófica, 1959.
Edward Hopper. Digresión filosófica, 1959.

Por: Juliana Muñoz Toro *

Humberto estaba soñando con un pato a la naranja humeante en el centro de la mesa. Su madre lo cortaba en pequeños trozos. Le dijo que prefería una tajada grande, pero ella no le hacía caso. Cuando ya había reunido varias partes del pato, la mujer sacó un hilo y una aguja y empezó a coserlas. ¿Esto era lo que querías? No madre, antes estaba mejor. Pero ella siguió cosiendo hasta que el pato quedó armado de nuevo y salió a volar.

Entonces lo despertó el taconeo de la vecina, la del segundo piso. Primero se sintió agradecido, pero luego se molestó porque no le gustaba levantarse antes de las seis. Esta señora no tiene el más mínimo respeto, ¿acaso tenemos que enterarnos de todo lo que hace? Estuvo un rato en la cama tratando de seguir el ruido en el techo con los ojos. Lo que faltaba, ahora aparece una grieta por la humedad. En el techo blanco, blanquísimo, Humberto solo podía ver la grieta, que parecía hacerse cada vez más grande.

No quiso pensar más en eso y se levantó. Tomó las gafas de su mesa de noche, vio un papel que lo puso nervioso. Lo arrugó y lo arrojó a la basura. Se puso la levantadora que tenía en el perchero y las zapatillas que estaban al pie de la cama. Eso, y un armario, era lo único que había en la habitación. Todo el apartamento parecía recién ocupado, tal vez por ese orden demasiado ascético con el que había vivido durante cuarenta años después de la muerte de su madre: paredes blancas y sin cuadros, un escritorio sin trabajo pendiente, un sillón de lectura y un comedor de cuatro puestos en el que nadie más que él había comido. No le gustaba tener invitados. “Detesto que me desorganicen el horario, además, ¿qué tal si no les gusta el té que siempre compro? No no no, es muy complicado”.

Iba a salir por el periódico y escuchó que su vecina, la del segundo piso, abrió la puerta al mismo tiempo. Entonces volvió a cerrar la puerta y esperó a que ella abandonara el edificio. A Humberto le incomodaba encontrarse a alguien de sorpresa y tener que saludarlo, y más todavía si estaba en levantadora. Además, aún no sabía cuál era la forma correcta de saludar a las mujeres. “Cuando yo era joven bastaba con hacer una corta venia o dar la mano, ahora hasta los más desconocidos se saludan con besos en la mejilla o con un abrazo. ¿Y qué pasa si tiene gripa? ¿O si ambos elegimos el mismo lado y nos terminamos dando un beso en la boca?” La sola idea le daba náuseas.

Por fin se fue la vecina. Salió al fin a recoger el periódico al que estaba suscrito desde el día en el que recibió su primer sueldo por organizar la correspondencia en una empresa de electrodomésticos. Auxilio, pero ¿qué es esto? Humberto casi pierde el equilibrio cuando se dio cuenta de que en el periódico venía una revista comercial con las ofertas de fin de año de un almacén de variedades. El día ya no iba a ser igual. Estaría marcado por la tragedia del periódico, más aún que por la de las grietas en el techo.

Entró de nuevo a su apartamento con el gesto desencajado y la respiración agitada. Se dirigió con prisa a su habitación y buscó en la mesa de noche la agenda de teléfonos. Eme, Molina, Moncada, Moncayo, Murcia, aquí está. Levantó su teléfono inalámbrico, el aparato más sofisticado que tenía en toda la casa. Helena, que pena llamarla a esta hora. No te preocupes Humberto, ya estaba despierta. La llamo porque creo que tenemos que posponer nuestro almuerzo de mañana. ¿Y eso? ¿Qué pasó? Me surgieron un par de problemas aquí en la casa y lo mejor es arreglarlos cuanto antes. No me digas. De paso quería preguntarle ¿Ya vio la grosería que llegó con el periódico de hoy? No vi nada raro. No le miento, era una cartilla del tamaño de una revista, no, del tamaño de un grueso libro, solo de propaganda, qué desperdicio, qué despropósito.

Colgó. Miró al techo y buscó las grietas. Eran tres, pero le parecían más. Las contó de nuevo. Sacó su máquina de escribir y redactó una carta dirigida al director del periódico. Vio que eran las siete y media. Hacía media hora se suponía que tenía que estar desayunando, un horario que cumplía con religiosidad todas las mañanas de todo el año. No había nada que hacer, su día estaba perdido.

Cortó el pan como si lo estuviera acariciando, en una sola dirección, sin presionarlo demasiado. Le untó mantequilla y mermelada con la delicadeza propia de un caballero. Respetaba a ese pan. Sorbió su té lentamente para que no se terminara antes de la lectura del primer cuadernillo del periódico. Le agradó saber que en el sur de la ciudad, mientras excavaban para la construcción de un metro, encontraran un cementerio muisca. Sonrió. Recordó que hace un par de semanas había comprado un libro con la historia de los aztecas. Lo comentó en uno de sus almuerzos con Helena Murcia. Le dijo que después de leer sobre esa cultura había quedado admirándola “terriblemente”. Dejó para el final los obituarios. “Todos los que conozco se están muriendo, no debo tardar en ser el que aparece ahí”.

Sabía que se le hacía tarde para ir al banco y retirar la pensión de ese mes, pero no podía dejar el periódico a medio leer. Era parte de su rutina. Leyó las columnas de opinión de este y el otro y compartió sus desacuerdos. Leyó la sección deportiva, aunque no le interesaran el fútbol o cualquiera de los campeonatos en curso. Leyó las notas de finca raíz y se quejó de que los precios subieran tanto, de que construyeran edificios de tantos pisos, de que los trámites fueran tan complejos. Leyó las caricaturas, el horóscopo, las sociales y la agenda de actividades a las que jamás se hubiera animado a ir.

Se levantó de la mesa y se fue a tomar un baño. El agua estaba fría. Ese maldito calentador está fallando de nuevo. “No puedo creer que ya me toque cambiarlo, si apenas lo compré hace diez años”. Se detuvo antes de salir para comprobar que no había nadie en el pasillo.

La ciudad crecía a su alrededor. Menos parques, más edificios. Las direcciones residenciales se dividían en nuevas, antiguas y tradicionales. Humberto, como lo imaginarán, detestaba el cambio. Entraba en un colapso nervioso cuando cambiaban el sentido de una calle, una vía estaba cerrada o había que tomar una ruta alterna. Entonces detenía su auto, un Peugeot modelo 81, y respiraba hondo hasta recuperar la calma. Auxilio, esta ciudad está cada vez peor.

Ya se había negado a tener un celular, pero no podía escapar de las nuevas marcas en el supermercado, la leche deslactosada, los pagos electrónicos y el spam en el email. “Todavía no entiendo para qué me hicieron abrir un correo electrónico si mi buzón funciona perfectamente”.

Llegó al banco, cobró su pensión. Trabajó 30 años en una farmacéutica en la oficina de programación. Todo el tiempo se quejaba de que la empresa quería ir muy rápido sin necesidad, que no daba abasto con las actualizaciones en los sistemas operativos, que todo lo que hacía estaba perdiendo su sentido. Hasta que un día tuvo un episodio nervioso por el que tuvo que ser internado algunas semanas. Cuando regresó a la farmacéutica le informaron que podía iniciar el trámite de su pensión, que lo mejor era que no trabajara más.

Al menos era mejor que el trabajo que tuvo en Michigan como traductor de seguros de vida. Se sentaba desde las 8 hasta las 17 frente a una máquina de escribir y un montículo de papeles que debía traducir del inglés al español. Hubiera querido hacer más amenos aquellos informes, no enumerar la serie de catástrofes que el seguro cubría, ni advertir sobre los posibles embargos a los que se sometía el cliente en caso de incumplir con un año de aporte. Cada destinatario era, en su mayoría, gente pobre de Cuba y Puerto Rico que vivía de milagro, amenazada por hechos que no queremos discutir aquí y con la única esperanza de que al morir su familia tuviera un poco más. Tan solo un poco más. Esa montaña de papeles nunca se terminaba. “Cuando llegaba al último informe, venía alguien a traerme más y así hasta que llegaba la hora de almuerzo y la de salida. Fue el trabajo más violento que tuve y pensar que solo lo hice por quedarme allá, si lo que yo quería de verdad era irme a Nueva York”.

De alguna forma Humberto pudo cumplir ese sueño. Desde aquel entonces empezó a viajar cada año a Nueva York. Nunca quiso conocer otra ciudad. De hecho, nunca quiso conocer otras calles en Nueva York diferentes a las que siempre andaba. Cada viaje hacía lo mismo. En dos semanas visitaba a un par de familiares lejanos y cuando éstos murieron iba hasta la entrada del edificio y se quedaba allí un rato para no perderse de su itinerario. También caminaba por el Central Park, entraba al Natural History Museum, compraba dos cajas de bombones de chocolate relleno de fresa en Le Parisien –una para él y otra para su amiga Helena–, y se paseaba fascinado por Strand Bookstore, donde compraba libros en inglés para todo el año y un calendario. “Nada que sea muy negro, muy macabro, yo prefiero los libros con alguna base histórica, o realista. Ahora estoy leyendo The Australian Geographic Book of the Red Centre, un libro muy interesante sobre el desierto Australiano, sobre cómo se fueron desapareciendo los aborígenes, que ahora hay más raíces inglesas, que tal y pascual”. Helena, que siempre le regalaba un libro para su cumpleaños, tenía en cuenta esas recomendaciones y, sobre todo, que la lectura no fuera a tener ningún pasaje erótico, pues podía echarle a perder el resto de la lectura y, seguramente, el resto del día.

Lo que Humberto más disfrutaba de Nueva York, y tal vez lo que más lo apasionaba en el mundo, era montar en el tren. Lo tomaba solo por el placer de escuchar su ritmo sin sorpresas, la certeza de a qué horas y dónde iba a ser la próxima parada, permitirle el atrevimiento al maquinista de bajar el cordel e interrumpir el rumor de una ciudad que seguía su vida al otro lado de la ventana. Y, por supuesto, la tradicional belleza de la estación que lo hacía recordar a sus abuelos alemanes, llevándolo de la mano, tan seguros de qué vagón tomar, de cómo iba a ser la vida muchos años después. Ahora ya no podía asegurarse nada.

Lo del banco le tomó más tiempo del que había planeado. No alcanzaría a llegar a su casa antes de las 13 para almorzar. “Lo bueno es que estoy cerca de Pasta e Vino”. Era el único restaurante en el que confiaba. Solía ir los viernes, pero ese día haría una excepción. Señorita, disculpe, ¿no tiene la carta de siempre? Buenas tardes señor, es que desde esta semana el chef decidió cambiar el menú. Nuestra apuesta es ahora por lo artesanal, los mejores y más frescos ingredientes. Auxilio, no entiendo nada, no veo la sopa que siempre pido, la de tomate con maíz que era tan rica. Le recomiendo la crema de tomates orgánicos con un toque de jengibre y hierbas provenzales. No, no me gusta. ¿Ya la probó señor? Mejor tráigame por favor una ensalada César.

Justo en ese momento estaba pasando por ahí la señora Helena Murcia, que se alegró de ver a su amigo y decidió acompañarlo un rato. Helena tenía unos 70 años, la misma edad de Humberto. Lo conoció cuando él estudiaba en la universidad. Ella era la secretaria de la carrera y siempre era la que atendía sus quejas, que no eran pocas. Alguna vez estuvo enamorada de él, pero como Humberto nunca se percató de eso ni tampoco mostraba algún interés por acercarse más ella –o a cualquier otra mujer–, dejó de interesarle de esa manera. Años más tarde le agradecería en silencio el desplante, pues había días en los que no soportaba su manera tan fiel de no salirse del molde. Cualquier molde.

Mira qué casualidad Humberto, yo pensé que ya no nos veríamos esta semana. ¿Qué ha habido Helena? ¿Qué haces aquí? Estaba haciendo algunas vueltas por aquí cerca, pero me queda un rato para acompañarte, no comas solo. La verdad es que no esperaba a nadie, me tomas por sorpresa. Y ella sabía que él detestaba las sorpresas. Así que se quedó apenas un minuto más, para no cortarlo de repente, y después se retiró con la excusa de que había recordado un pendiente.

Humberto abrió la puerta del edificio. Revisó su buzón y sacó un sobre sellado. Se percató de que el jardín estaba seco, de que quedaban pocas flores y que las enredaderas se estaban apoderando de las paredes. “Todo es culpa de ella, es ella la que debería regar las matas, pues fue quien las escogió. A mí nunca me gustaron. Yo hubiera preferido algo más discreto, más controlable. Pero es que todo se sale de proporción, como ella”.

Antes de entrar al apartamento sintió un espeso aroma a chocolate. “Está loca, ¿cómo se le ocurre preparar chocolate caliente a las 15?”. Nuevamente se estaba quejando de la vecina, la del segundo piso. Era una mujer unos diez años más joven que él. Le escuchó alguna vez que se dedicaba a la investigación. A la sociología o antropología, algo así. Había interactuado con ella pocas veces, cuando no la escuchó llegar por la espalda mientras él recogía el periódico. Alguna vez lo invitó a tomar chocolate y él aceptó solo porque le daba más angustia decir que no. Las negativas siempre traen reacciones inesperadas: esa persona podría portarse más amable para conseguir una mejor respuesta, o condescendiente o, todavía peor, debatir, y a mí no me gusta debatir en plena entrada del edificio, en levantadora.

Esa vez ella le habló sobre sus planes para el jardín, el buen clima, el nuevo café de la esquina. ¿Lo ha probado? Es exquisito, quizá podamos ir juntos alguna vez. Claro que no, a él no le interesaba someterse a ese tipo de novedades, no le gustaba incomodarse, aunque siempre estaba incómodo por algo. El, en cambio, le habló de las eternas filas bancarias, del colapso vial, de que no entendía la infografía que había salido en el periódico sobre la construcción del metro.

Cerró la puerta y le puso llave, como si así no pudiera entrar más aquel olor terriblemente evocador. Dentro del sobre había una postal de navidad cubierta por una capa gruesa de escarcha. Humberto se escandalizó. “¿Cómo es posible que me envíen esto? ¿Ahora qué voy a hacer? Si la saco del todo se va a regar la escarcha por todo el piso y eso después no lo quito ni barriendo. Pero si no la saco no veré quién la envió para pedirle el favor de que no me vuelva a mandar este tipo de cosas”. Auxilio. Resolvió guardar la postal y llevarla la semana siguiente a la casa de Helena para que ella le ayudara a abrirla o a tomar alguna decisión.

Cenó a las 21 al frente del televisor, mientras veía las noticias. Luego prendió la radio y buscó una emisora de música clásica. Sonaba Carmina Burana. No, no me gusta, es muy moderna. Apagó el aparato y se fue a la cama.

Se quedó un rato mirando las grietas. Recordó el sueño de la noche anterior. Le fascinaba el pato que le preparaba su madre para Navidad. También se provocó de la torta de albaricoque que le horneaba en su cumpleaños. ¿Qué habrá significado todo eso? “Tal vez que mamá hacía todo por mí. En algún momento yo quería hacerlo de otra manera, pero no fui capaz de decirle. Hay algo que debo hacer, pero siento que ya es tarde. No hay nada que pueda cambiar. A menos de que esta noche sí me muera”.

Desde hacía unas semanas Humberto empezó a convencerse de que fallecería muy pronto. Y nada lo había hecho sentir más vivo que esa cercanía con la muerte. Tan vivo que se había permitido varios atrevimientos. El último atrevimiento, ahora sí. Eso era lo que decía, pero al día siguiente volvía a despertar luego de escuchar los tacones de su vecina, la del segundo piso. A la misma a la que en ese momento le estaba escribiendo una pequeña nota que solo podría ser encontrada junto a su cadáver:

Apreciada señorita Cora.

Le ruego que me disculpe por la forma tan atípica y escabrosa en la que le hago llegar este mensaje. No quisiera en ningún momento que se sienta ofendida por estas palabras, pues no hay nadie en este mundo que me inspire más respeto y admiración que usted. Solo quería confesarme después de tantos años de silencio y usted es la única destinataria a la que podría concernirle el enunciado. Tal vez así mi espíritu pueda descansar a pesar de que nunca le hizo algún bien a la humanidad. Tampoco ningún mal, por supuesto. Y es que nunca vi a una mujer con una belleza tan intimidante como la suya, ni con una vida tan espontánea que me hubiera gustado compartir en algo más que un vecindario. Que la verdad hubiera sido el hombre más feliz si hubiera aceptado su invitación a tomar un café en aquel nuevo lugar de la esquina. Espero de todo corazón que esta misiva no le haga pasar un mal momento, ni le genere algún tipo de ansiedad por algo que debía haber hecho. La verdad es que todo lo que usted hizo puede considerarse perfecto y le aseguro que nunca fui tan feliz como en estos años debajo de su apartamento.

Sinceramente suyo,

Humberto D.

Al día siguiente Humberto se despertó con el taconeo de la señorita Cora. Se molestó. Miró las grietas. Maldijo. Se levantó. Tomó las gafas de su mesa de noche, vio un papel que lo puso nervioso. Lo arrugó y lo arrojó a la basura.

 


* Juliana Muñoz Toro (Bogotá, 1988) es actualmente la columnista de libros del diario El Espectador. Es periodista de la Universidad Javeriana y sus crónicas, perfiles y reportajes han sido publicados en las revistas Esquire, Diners y Letras Libres de México. En 2012 ganó el concurso de cuento El Brasil de los Sueños del Instituto de Brasil en Colombia.

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