La difícil tarea de hacer humor, decía precisamente un humorista colombiano hace unos años. Y estoy de acuerdo, hacer humor, buen humor, lejos de las caídas, de los chascarrillos baratos, de las golpizas inesperadas, de las bofetadas, es bastante complicado. El buen humor no necesariamente ocurre de manera directa, también puede estar escondido en una situación sórdida de la que no parece salir nada más que dolor, o puede aparecer de repente en una palabra o un gesto inesperado que cambia por completo la ruta de una historia. El humor, sin duda, es un gran signo de la malicia e inteligencia humana. Es un arma que desarma.
El arte también se emociona y se engrandece con la buena comedia, esa comedia que se regodea en la pintura, en el mármol, en las letras, en las melodías, en las proyecciones de una pantalla. La comedia, al convertirse en género, no se escapa de ningún formato en el que al arte haga presencia. De hecho, la comedía, per se, es un arte.
Ejemplos de buen humor en el arte pueden encontrarse sin pensarlo mucho. Relatos salvajes, la película argentina de hechos sórdidos y de, en apariencia, inverosímiles, se convierten en comedia en la medida en que el horror de la situación le da paso a una sonrisa que se escapa por un hecho mínimo, como una pelea de dos personas dentro de un auto, y sin querer uno de ellos toca el pito del carro, un pito que suena absurdo en medio de la rabia, pero que no produce otra cosa diferente a risa.
Las canciones como “Me amo” del Cuarteto de Nos, o “Borracho no vale” de Daniel Santos, o “Por medio peso”, el son cubano de las hermanas Hernández, son ejemplos de humor sutil que al final nos deja una sonrisa en la cara. Y con seguridad si esculcamos con detalle, es posible encontrar un centenar de canciones con humor fino que nos hace llorar…
La literatura, por supuesto, también tiene la comedia sumergida en sus letras. Y cuando las letras ríen, nosotros los lectores, nos reímos con ellas. “Monseñor Quijote” de Graham Grenne, “Will” de Tom Sharpe o “La vida difícil” de Slawomir Mrozek son muestras de obras llenas de comedia bien elaborada que no dan espacio para que el lector deje de sonreír. O de carcajear.
Pero particularmente celebro que haya existido un escritor como el italiano Giovanni Guareschi, y que hubiese creado a un par de personajes que se convirtieron en protagonistas de la mayoría de su obra: Don Camilo y Peponne (Giuseppe Bottazzi, para quienes no lo conocen). El primero, un cura que tiene la particular fortuna de hablar con Dios, y éste a su vez le contesta dándole unos cuantos consejos; y el otro, un alcalde comunista que manda en el pueblo junto con su séquito de seguidores. Es un choque de poderes que tiene a la comedia como ring para enfrentarse, para ponerse en ridículo, para buscar la caída de uno de los oponentes. Solo el hecho de que se enfrenten Dios y Marx, a través de estos dos personajes, y encontrar de que ellos se necesiten mutuamente para vivir en paz en su pueblo, se convierte en una ironía que se despliega en ocho novelas que Giovanni Guareschi escribió de esta saga. Son ochos odas a la risa y a la ironía como formas de entender a la humanidad y a esas luchas que se rinden ante cualquier necesidad que supera a las convicciones.
De las ocho novelas, hasta el momento me he topado con dos: Don Camilo (1948) y El camarada Don Camilo (1963). Espero encontrarme en el camino con las otras seis, que sin dudarlo mucho, leeré con el afán de encontrarme con alguna risa en mitad de las hojas.
A Guarechi, Don Camilo, Peponne y compañía, los conocí a través de mi papá, por allá, cuando tenía como quince años y me gustaba más escuchar Inner Circle y leer a Mafalda. El viejo me regaló el primer libro de la saga y con ello fue suficiente para conectarme con las historias de estos personajes. Pero el viejo también me presentó al “Quijote” de Grenne, a “Astérix y Obélix” de Goscinny y Uderzo, y a otros más. Me enseñó la risa que traen los libros. Hoy mi padre cumple 69 años (los mismos que Don Camilo, el primer libro de la saga) y aunque no podemos celebrar como quisiéramos, lo quiero recordar aquí, en estas últimas palabras de este texto y decirle que la supo hacer, que me puso a gozar con la literatura, y que donde quiera que esté dentro de ese mundo invisible, su sonrisa, la que recuerdo cada vez que me veo al espejo, siempre se me sale cuando me encuentro con las carátulas de libros que él me presentó.

La risa que traen los libros
por jerogarciar
jerogarciar
Salsa, Literatura y docencia, Esos son mis nombres y mis apellidos.