«Los idiotas», de Lars von Trier: la emoción pura de una estética anarquista

“Me complazco a mí mismo con las imágenes que ruedo”. Lars von Trier.
“Me complazco a mí mismo con las imágenes que ruedo”. Lars von Trier.

Por: Juan Guillermo Ramírez

A lo largo de su ya no tan escasa filmografía, Lars von Trier se ha comportado como un militante de la resistencia cinematográfica. Consciente o inconscientemente, ha afirmado con sus imágenes la provocación como resultado de su principio estético. Además, ha sido muy consciente del efecto producido por sus provocaciones desde su primera realización, resultado del final de sus estudios para la escuela de cine danés, Imágenes de liberación (1982). En una hora de duración, mostraba la liberación de Dinamarca después de la ocupación alemana enmarcada bajo un ángulo completamente inesperado. El papel principal estaba encarnado por un soldado alemán y esta elección suscitó varios comentarios encontrados. Cuando la película fue exhibida por la televisión danesa, las reacciones, a favor y en contra, fueron violentas. Su reputación de provocador había nacido para el espíritu de los demás cinematografistas del mundo.

“Más que nada, hay más imágenes en el mal. Mal se basa mucho más en lo visual, mientras que buena no tiene buenas imágenes en absoluto".
“Más que nada, hay más imágenes en el mal. Mal se basa mucho más en lo visual, mientras que buena no tiene buenas imágenes en absoluto».

Con su primer largometraje, El elemento del crimen (1984), se ubicó en el panorama tradicional y convencional del cine danés. Esta tangente en forma de thriller fue filmada en inglés, con actores extranjeros en los papeles principales y en un paisaje cinematográfico influenciado más por los gigantes, como Orson Welles y Andrei Tarkovski, que por los naturalistas nórdicos.

Lars von Trier ha seguido siempre su propio camino, sin inquietarse de lo que para la mayoría se podría llamar el establecimiento. Sus películas están marcadas simultáneamente por la estética y la anarquía. La dimensión estética, o más bien la necesidad de una forma controlada y domesticada, va desapareciendo progresivamente. Ella deja lugar a un desorden estilístico y a un hablar franco que valoriza la experiencia sensorial pura, una apertura al deseo, al placer, a la pasión, al fervor mismo. El hospital y sus fantasmas y Rompiendo las olas manifiestan esa nueva visión liberadora del mundo. La expresión artística está libre de la obligación de aplicar a las experiencias y a los pensamientos un lenguaje rebuscado y reflexivo.

Un grupo de jóvenes que tienen un interés común: la idiotez.
Un grupo de jóvenes que tienen un interés común: la idiotez.

En su película Los idiotas, Lars von Trier da un paso suplementario en esta radical dirección. Es una película comercialmente tímida con una docena de jóvenes actores. El guión fue escrito en cuatro días y es una producción Dogma. Hace algunos años, von Trier y su amigo, el también cineasta Thomas Vinterberg, publicaron un manifiesto reivindicando un tipo de cine diferente y más económico, filmado básicamente en decorados naturales, con sonido directo y luz de día. La música integrada a la acción, en donde la interpretación natural de los actores está autorizada; el maquillaje está proscrito y la cámara debe ser llevada obligatoriamente al hombro. La hegemonía de la imagen, de ahora en adelante, no es la única que se pone de manifiesto. La expresión visual, tan inventiva y tan rica en significaciones, presentes en películas como El elemento del crimen y Europa (1991), está en Los idiotas reemplazada por el juego del azar, de la contingencia. El ser humano y la palabra son las que hacen avanzar el relato. Cada imagen es intercambiable, liberada de todo sentido o de toda interpretación. La forma y la historia forman un todo, un todo provisorio, momentáneo y efímero.

Los idiotas cuenta la historia de un grupo de hombres y de mujeres que han asumido “el retroceso” en relación con sus vidas cotidianas para provocar e incomodar, por diversos medios, las convenciones y la moral de una sociedad cada vez más aburguesada. Las actividades de este grupo humano, son simultáneamente un examen de consciencia. Ellas se liberan a una búsqueda sobre el comportamiento y repelen las fronteras de la tolerancia y de las conveniencias. Ellos juegan a los idiotas y no hay quien les gane.

Sus historias personales y sus lugares del pasado son tocados ligeramente. Uno de ellos, que trabaja en una agencia de publicidad, está casado y tiene hijos. Otro es pintor y da conferencias sobre Matisse en una escuela de verano. Entre los otros hay un docente y un inmigrante. Cómo todos ellos se han integrado y formado un colectivo, es un interrogante abierto que queda flotando en la película. Ellos solamente están allí, a disposición de Lars von Trier, listos a participar en el juego, en el del realizador y en el de sí mismos.

La primera imagen nos presenta a Karen, una mujer de unos treinta años, que será la guía para el espectador a todo lo largo de la historia. Ella es una especie de conciencia que asume los comportamientos en los cuales los espectadores van a estar confrontados. De forma rápida, será entrenada en las actividades del grupo. Parece estar extrañamente ausente cuando se la ve pasear en un parque de atracciones en los alrededores de Copenhague, pero habría que esperar las escenas finales de la película para comprender su dilema. Ella está casada y su joven hijo acaba de morir. Al otro día será enterrado.

La mayoría del grupo permanece para vivir con intensidad, el exceso de sentimientos, la agresividad, la curiosidad y una sexualidad desenfrenada, egoísta y primitiva.
La mayoría del grupo permanece para vivir con intensidad, el exceso de sentimientos, la agresividad, la curiosidad y una sexualidad desenfrenada, egoísta y primitiva.

Y es cuando, en un restaurante, Karen se encuentra arrastrada por la conjura de los “imbéciles”. Dos hombres de unos treinta años, en apariencia retardados mentalmente, comen en compañía de una joven mujer que da la impresión de ser su vigilante. La mujer se encuentra de golpe en una emboscada cuando los dos hombres se rehúsan a permanecer en su mesa, y se van a conocer a los demás comensales. La atmósfera súbitamente se torna culpable, punible e incierta. Los clientes miran a estos dos hombres con indulgencia e intentan ignorarlos. Un empleado del restaurante se acerca para intentar conducir a este trío, de una manera gentil pero con firmeza. Uno de los hombres, Stoffer, se acomoda al lado de la mesa de Karen. Le toma la mano y ella lo deja. Stoffer se niega entonces a abandonar el restaurante si Karen no lo acompaña. Ella fácilmente se deja convencer. Gentilmente, ella conduce a Stoffer a un taxi que está esperando afuera.

En el taxi, la superchería se desarrolla: Stoffer y sus dos compinches (conjurados) revelan a Karen, sorprendida, sus verdaderas personalidades. Y ella se deja involucrar en la participación cuando visitan una fábrica y esto constituye el próximo happening de estas personas que juegan a ser retardados, que les encanta hacerse pasar por idiotas. Un poco sorprendida pero simultáneamente fascinada, ella les sigue el juego y los acompaña al refugio del grupo, a una casa en un barrio residencial burgués de Copenhague.

Las aventuras y las provocaciones se encadenan sin cesar. Los vecinos, un trabajador social y algunos compradores eventuales de la casa, son las víctimas de los enredos provocadores del grupo. En el transcurso de un viaje al campo, Karen interroga por el sentido de sus actividades, de sus actitudes, de sus comportamientos. Stoffer, líder autoproclamado de esta experiencia, le pone los puntos sobre las “íes”. Él les permite a todos, buscar y encontrar el “idiota interior” que todos llevamos dentro; es decir, es una especie de punto de pliegue para encontrar allí las emociones más auténticas. Porque ser idiota es un lujo, explica Stoffer. Y más en una sociedad que cada vez se vuelve más rica y en donde los individuos se vuelven cada vez más pobres y cada vez menos felices: el idiota es un ser visionario.

Karen continúa poniendo en cuestionamiento la empresa fantástica y porfiada, terca del grupo; al mismo tiempo, ella está obligada a preguntarse por qué continúa dividiendo la vida del colectivo, cuando ella deja conocer sus inhibiciones y le da rienda suelta a “su idiota interior”, ella obtiene una respuesta. Ella pierde toda confianza en abandonarse al grupo, que la toma un cargo con calor y ternura, al comienzo en la casa, después en una gran piscina en donde como una niña, se deja mecer en paz.

La película anticipa la sensación de indigestión perpetua, de ciclos absurdos y estériles que se repiten sin ningún fondo de racionalidad.
La película anticipa la sensación de indigestión perpetua, de ciclos absurdos y estériles que se repiten sin ningún fondo de racionalidad.

En estas escenas, como en algunas otras centradas en Josefina y Jeppe, la joven pareja de enamorados de la película de Lars von Trier deja en reposo su cámara, siempre llevada al hombro, generalmente inquieta y buscadora, y vuelve a una intimidad y a una proximidad con las caras y los cuerpos que vuelven a recordar las escenas más intensas con Bess en Rompiendo las olas. Los comediantes están unidos a sus exigencias. Ellos son indispensables para crear ese contacto tan estrecho con los espectadores. Porque somos nosotros los que “transitan por las emociones”.

Los idiotas, filmada en su totalidad en video, tiene la característica y la virtud, de no parecerse en nada a lo que se podría llamar un largometraje tradicional. Se parece más a lo que Italo Calvino calificaba de “mundo no escrito”, un mundo reemplazado por acontecimientos insignificantes, golpes de cabeza sin importancia y deseos urgentes. Allí donde el largometraje ofrece estructuras y configuraciones formales, permiten organizar el mundo y por parte de nosotros, explicarlo. Lars von Trier deja titilar al azar, nuestros espíritus. Los idiotas van sin ninguna duda, a interlocutar con los espectadores y con los críticos, su aparente ausencia de estilo, y a contrariar a los buenos espíritus.

Con audacia, Lars von Trier rehúsa a la ficción en el seno de la película y toma partido por sus personajes. En una serie corta de entrevistas, el entrevista a los actores y pide sus opiniones sobre lo que pasó durante el rodaje. Así, va creando una situación documental ficticia para confirmar su propio relato. Estas entrevistas contribuyen a reforzar la credibilidad de la ficción pero producen una distanciación que sabotea la historia ficticia.

Los idiotas es una película exenta de todo misticismo. Investigadora, la cámara da cuenta de un continuum incesante: siempre el aquí y el ahora. La espontaneidad, la intensidad y sobre todo la alegría que libera esta creación, es lo que permite alimentar a los actores. Estos jóvenes actores, en su mayoría sin experiencia en el cine, interpretan con voluntad el ponerse al desnudo y no sólo en el plano físico. Sus sensibilidades y la intensidad de sus interpretaciones, constituyen el capital más importante de la película.


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Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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