‘Vida y destino’ o la ubicuidad del escritor – Luz Helena Cordero Villamizar

El escritor ruso Vasily Grossman, autor de Vida y destino, en Alemania, 1945. (Foto tomada de grossmanweb.eu).
El escritor ruso Vasily Grossman, autor de Vida y destino, en Alemania, 1945. (Foto tomada de grossmanweb.eu).

 

Por: Luz Helena Cordero Villamizar

El don de la ubicuidad debe tener costos muy altos. Quizá el dolor o la ansiedad de contemplar el mundo y los fenómenos humanos sin poder hacer nada para cambiar el azar, el fluir de la vida o el destino. Ser testigo de lo que ocurre en todas partes de manera simultánea, tener ojos infinitos para ver como transcurren los hechos en el tiempo, saber que cada cosa está sucediendo sin nuestro consentimiento ni participación, o tal vez con nuestra venia y nuestro silencio como motores de lo bello y lo terrible. Se dice que la ubicuidad solo es privilegio de Dios, supremo hacedor, observador y testigo, con su dudosa apariencia de bondad y esa incomprensible sabiduría.

Tal como Prometeo robó el fuego enfrentándose a la ira de Zeus, el don de la ubicuidad ha sido robado a Dios por otros hacedores de la vida, por los creadores de historias, narradores y poetas. El escritor o escritora ha decidido reaccionar ante la pasividad humana respecto al poder supremo que dirige o guía sus actos y hacerse artífice de historias, dueño de la conducta de los mortales, inventor y creador de vidas y azares, con un poder superior al divino porque no solo puede estar en todas partes al mismo tiempo sino que se atreve a narrar lo que sucede con todas las voces que sean necesarias. Hemos aprendido a aceptar el poder del escritor sin reparar en este don, al mismo tiempo encantador y siniestro. Es posible que le concedamos, sin asombro, el poder que tiene sobre un mundo que juzgamos imaginario y ficticio. Igual que no le hacemos caso al niño cuando inventa sus juegos, en ocasiones macabros, con el argumento de que eso en nada se parece a la realidad. El niño y el escritor toman su material de la vida y logran transformarlo haciéndolo parecer un tema ingenuo. Oscar Wilde diría que se trata de una inocencia no desprovista de maldad porque la vida también imita a la literatura. De acuerdo con ello podemos decir que la vida plagia la literatura y tendríamos que inventar un nuevo término como antónimo de mimesis (imitación de lo real por parte del arte) que describiera la imitación del arte por parte de la vida (¿vivesis?).

Por este camino tenemos que poner en discusión también el concepto de realidad (que no necesariamente es antónimo de ficción), las ideas sobre la verdad y la mentira, así como la contraposición entre historia y literatura. Existen realidades físicas y realidades psíquicas, ficciones verdaderas, historias que mienten y novelas históricas. La ubicuidad no puede limitarse al mundo de los hechos reales porque la realidad subjetiva también produce acciones y los mundos interiores, a diferencia de los exteriores, pueden ser infinitos. Nuevamente la diada cuerpo y alma, esta vez referida a la realidad psíquica formada por pensamientos, recuerdos, ideas, imaginación, sentimientos, miedos, emociones y demás.

De acuerdo con Paul Ricœur, la historia y la literatura se entrecruzan porque las dos hacen uso de la narración y de la imaginación, complementándose entre sí para articular el tiempo vivido, el tiempo humano. Desde este punto de vista la ficción y la imaginación no son antípodas de la historia y esta última no es sinónimo de realidad, si sabemos que la realidad también es múltiple y ubicua, imposible de encasillar en un único relato, ni siquiera en el que pudiera hacer Dios, si decidiera ser escritor. La ficción puede añadir verdades a la dimensión oscura de la historia y de ese modo puede completar la realidad. La novela narra el mundo subjetivo de los personajes y esta otra realidad amplía el universo de los hechos, además de crear en el lector una forma de entender la vida y la historia a partir de la narración, llamando a la acción a un lector activo quien, a su vez, puede generar transformaciones en el mundo real. De este modo la ficción y la realidad se interconectan, se intercambian y alimentan mutuamente.

La disciplina histórica, que tiene técnicas y recursos que se pretenden científicos, no tiene herramientas para narrar la realidad subjetiva, constituida por el sentir, el pensar o el imaginario de los sujetos históricos, sean personajes con nombre y apellido o sujetos colectivos. No obstante la subjetividad puede ser el motor de los cambios de la humanidad. El historiador utiliza herramientas teóricas y hace uso del acervo documental o de fuentes primarias que tiende a considerar objetivas para narrar los hechos. Probablemente pretenda hacer uso de la ubicuidad aplicada al pasado pero no tiene la posibilidad de explorar el mundo interior de los personajes con toda la propiedad que le es permitida al novelista. A la literatura pertenece ese reino y ese privilegio. Es claro que no todos los escritores utilizan este don y no todas las novelas muestran múltiples mundos simultáneos, pues esto depende de la intención del autor, de la técnica narrativa y de los temas abordados. Digamos que el escritor elige la clase de dios que quiere ser.

Este preludio ha sido necesario para hablar de Vida y destino, la novela del ruso Vasili Grossman, considerada una de las joyas novelísticas ocultas de mediados del siglo pasado, una suerte de novela total, a la altura de obras universales como las escritas por Tolstoi, Dostoievski, Joyce o Proust. Se trata de una obra de mil ciento cuatro páginas compuesta por tres partes que en su conjunto contienen doscientas una secciones. Las secciones no siempre tienen un orden temporal lineal, puesto que en ellas se desarrollan tramas distintas o paralelas que el lector debe ir ordenando en su cabeza.

La novela de Grossman fue censurada y mutilada en la Unión Soviética y se cuenta que un editor oficial, a quien el escritor ingenuamente se la presentó para su publicación, le dijo que esa novela no podía ser publicada en los próximos doscientos años, mientras existiera el régimen comunista. Como siempre suele suceder (los escritores tienen sus hadas madrinas o sus demonios protectores), alguien la sacó del país, la sometió como a los buenos vinos a un largo proceso de crianza para que el tiempo acentuara su valor literario y el sentido que le había sido negado en el momento histórico en que fue engendrada. Grossman murió en 1964 sin sospechar que hoy estaría en nuestras manos, que sus palabras atravesarían las cortinas de hierro ideológicas y los prejuicios de la crítica sobre la supuesta irrelevancia de otra novela sobre los campos de concentración alemanes y rusos. Su novela trascendió, no solo porque el tiempo hizo crecer su riqueza temática sino por su gran valor como artefacto literario.

Grossman es el supremo autor-narrador, ubicuo y omnisciente, que enfrenta al lector con mundos disímiles, distantes entre sí, con tramas simultáneas que suceden en espacios geográficos que abarcan diferentes puntos de la desaparecida Unión Soviética y algunos lugares de Alemania. El tiempo de la acción se sitúa entre 1943 y 1942, siendo la batalla de Stalingrado el foco y el eje temporal, aunque el tiempo narrado abarca varios años de la historia de Rusia y de la Unión Soviética. Pero no es solo en la capacidad de narrar este espacio y este tiempo en donde reside la maestría de Grossman. Es justamente en los mundos paralelos que desarrolla a través de ciento sesenta personajes principales (algunos de ellos históricos), cientos de personajes secundarios y tal vez miles o millones de anónimos, pues la historia y la ficción se entrecruzan en el relato para narrar hechos que implicaron a millones de personas en la primera mitad del siglo XX.

Esta novela es el paradigma que explica por qué la literatura hace crecer el pasado, como lo dice Ricœur, añadiendo las tramas que suceden en la dimensión subjetiva, íntima, abstracta, en el mundo interior de los personajes, pero que es a todas luces verosímil y verdadero, si creemos en las verdades simbólicas. El escritor hace uso de un narrador omnisciente que no solo traspasa la conciencia de sus personajes sino los alambrados de los campos de concentración alemanes, la puerta de acero de la cámara de gas, las barracas de prisioneros políticos en los campos de concentración rusos, las paredes de la temida cárcel de la Lubianka en Moscú, la estepa rusa, las trincheras rusas y alemanas junto al Volga, el bunker donde Hitler afila sus pensamientos, el edificio donde Stalin imparte sus órdenes, el bolsillo donde el niño judío palpa la caja de cerillas en la que esconde una crisálida marrón oscura. De vez en cuando surge otra voz que hace reflexiones políticas, filosóficas y éticas sobre los fenómenos que están sucediendo, que podría corresponder a la conciencia del autor. Pero estas “intromisiones” en las tramas son sutiles y breves, permitiendo al lector que vaya tejiendo sus propias cavilaciones a través de los hechos, de los pensamientos y sentimientos de los personajes.

El autor no se limita a narrar sucesos históricos como la batalla de Stalingrado, la ocupación de las tropas nazis en las márgenes del río Volga, los movimientos del Ejército Rojo hasta su “victoria” sobre los alemanes, o la llamada “purga” adelantada por Stalin de la que fueron víctimas millones de rusos, temas que desarrolla con el rigor de un historiador. Grossman deja que sean los personajes los que cuenten aquellos pedazos mudos de la historia, hace posible que la vida cotidiana pase a formar parte de la trama histórica, que el pasado adquiera la vida necesaria para que siga doliendo la herida que la historiografía ha dejado fosilizar en los anaqueles.

Por el arte y el poder supremo de la literatura es posible conocer los miedos y las dudas de los generales rusos y alemanes, los sueños de los soldados, escuchar las conversaciones prohibidas por el régimen estalinista en los cuartos y las cocinas, las discusiones sobre literatura rusa que pueden engrosar los expedientes para condenar la libre expresión, oír los pensamientos de los rusos judíos que son conducidos a los campos de exterminio alemanes o que están siendo perseguidos por el mismo régimen comunista, conocer los diálogos entre prisioneros políticos soviéticos, saber qué piensan los cautivos encargados de operar las cámaras de gas, qué ha dicho Stalin en una llamada telefónica, oír el interrogatorio a un prisionero político que de todos modos sufrirá la pena de muerte en manos de la misma revolución que ha defendido.

Llovizna en la frontera entre Prusia oriental y Lituania. Un hombre de estatura media tiene ganas de respirar aire fresco, de estar solo. Ese hombre es el Führer, el monstruo de la historia, a quien Grossman, con cierto grado de ironía, le imprime una naturaleza humana: “De repente Hitler sintió deseos de gritar como cuando era niño; deseaba llamar a su madre, cerrar los ojos, correr”. “Por primera vez, al pensar en el fuego de los hornos crematorios sintió un terror humano”. Naum Rozemberg, un prisionero judío de cuarenta años es contador y realiza sus cálculos habituales, esta vez contando los cadáveres que día por día se apilan en las fosas del campo de concentración. El soldado alemán llama “figuras” a los cadáveres. Pero Rozemberg en voz baja los llama “personas, hombre asesinado, niño ejecutado, viejo ejecutado…” y les musita obstinadamente: “Niño, no te agarres de tu mamá con las manos, os quedaréis juntos, no te irás lejos de ella”. Mientras cava su propia fosa el contable no para de hacer sus cálculos, de contar el número de asesinados, la cantidad de leña que se consume por persona, el tiempo medio de combustión de cada cuerpo, tiene que presentar un balance anual y “de pronto durante la noche, en sueños, lágrimas ardientes brotan y le arrancan la costra que le cubre el cerebro y el corazón”.

Sofía Ósipovna Levinton es una médica rusa judía que está dentro de la cámara de gas. Dispuesta a morir, toma de la mano a David, el niño solitario que ha conocido en el vagón. La narración de este pasaje espeluznante hila lo que sucede afuera y lo que va pensando y sintiendo Sofía en sus últimos segundos de vida. El narrador tiene la inteligencia y la sensibilidad necesarias para convertir este momento en una reflexión universal sobre la contundencia de la muerte:

Sus ojos que habían leído a Homero, el Izvestia, Las aventuras de Huckleberry Finn, a Mayne Reid, la Lógica de Hegel, que habían visto gente buena y mala, que habían visto gansos en los vastos prados de Kursk, estrellas en el observatorio de Púlkovo, el brillo del acero quirúrgico, La Gioconda en el Louvre, tomates y nabos en los puestos del mercado, las aguas azules del lago Issik-Kull, ahora ya no eran necesarios. Si alguien la hubiera cegado en ese instante,  no habría notado la pérdida de la visión.

Estos hechos “irreales” e imaginarios no pueden ser objeto de la historiografía pero no por ello dejan de tener un sentido de realidad que trasciende hasta el lector provocando su participación, consciente o inconsciente. Se trata de un pasado posible y por tanto verosímil que Grossman ha creado como un valioso testimonio que busca alimentar la memoria de la humanidad sobre lo que vivieron millones de hombres y mujeres cuando se llevaba a cabo la ocupación alemana a la Unión Soviética y lo que ocurría dentro de esta unión de repúblicas bajo la dictadura de Stalin. El miedo y la desconfianza mutua cunden entre los amigos. La lengua está imposibilitada para expresar desacuerdos con decisiones políticas, económicas, o incluso domésticas. Se tortura a los disidentes para forzarles a hacer confesiones que llevan a la aplicación de la pena de muerte. Circulan rumores sobre miles de fusilados pero hay una resistencia a creer que esto pueda ser cierto dentro de la dictadura del proletariado. Hay conflictos éticos entre los artistas y los científicos que deben optar por la mordaza, el ostracismo, o la muerte. Este es el caso de Víctor Shtrum, un físico connotado a quien se le incita a firmar una carta contra algunos de sus colegas y su drama interior ocupa varias páginas en la novela:

Esas acusaciones apestaban a oscurantismo medieval… ¿A quién podían beneficiar esas calumnias sangrientas? Las cazas de brujas, las hogueras de la Inquisición, las ejecuciones de los herejes, el humo, el hedor, la pez hirviendo… ¿Qué tenía que ver eso con Lenin, con la construcción del socialismo, con la guerra contra el fascismo?

Es evidente que el autor conoce los detalles, los términos y tácticas de guerra, maneja conceptos científicos, datos históricos, nociones filosóficas, conoce bien obras y autores de la literatura rusa, aspectos psíquicos y emocionales que dan profundidad a sus personajes, no importa si se trata de un soldado, de un teniente coronel, de un científico o de una mujer humilde que hace oficios domésticos.

Grossman es además un maestro en el manejo de los tiempos verbales para conectar al lector. Aunque predomina la narración en pasado, el autor utiliza también el tiempo presente para hacer que una afirmación o una acción se constituyan en algo inacabado, en un hecho que debemos sentir que sigue pasando, aunque haya ocurrido hace muchos años. Como cuando dice: “El aire está lleno de los gritos y los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro, el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios”. Pero el autor también acude a la poesía, no solo en el lenguaje que usa para excavar en la naturaleza humana o para pintar un paisaje que pasa por la subjetividad de quien lo observa, sino en el sentido total de la novela, que es la vida histórica transcurriendo a través de las actuaciones y sentimientos de seres humanos con identidad, ideales, sueños y deseos. Tan disímiles escenarios, personajes, puntos de vista, reflexiones y acontecimientos históricos conforman una novela polifónica (para usar la expresión de Bajtín) en la que todas las voces y hechos se entrecruzan, dialogan y en ciertos casos se contraponen, de tal modo que el lector tiene la impresión de que está leyendo una novela total.

Podemos considerar esta obra como un tesoro hallado en el fondo del mar, proveniente de alguna embarcación de guerra que navegaba por el Volga a finales de 1942, cuando el río se convirtió en una serpiente de fuego y un camposanto de agua. Ahora la magia de la literatura la ha hecho emerger para nuestro regocijo humano y literario. Descanse en paz Vasili Grossman por este legado a la humanidad.


Luz Helena Cordero Villamizar.* Luz Helena Cordero Villamizar (Bucaramanga, 1961).

Psicóloga y Magistra en Literatura.

Su obra incluye poesía, narrativa y ensayos literarios. Libros publicados: Postal de la memoria (antología personal) (2010); Por arte de palabras (2009), Cielo ausente (2001), El puente está quebrado(1998), Canción para matar el miedo (1997), Óyeme con los ojos (1996).

Sus poemas se han traducido al inglés, al portugués y al alemán. Su obra se incluye en diversas antologías, entre las que están: Me duele una mujer en todo el cuerpo II, 2014; Poesía colombiana del Siglo XX escrita por mujeres, 2014; Um País que sonha. Cem anos de poesia colombiana. Lisboa, 2012; Silencio… en el jardín de la poesía., 2012; República del viento. Antología de poetas colombianos nacidos en los años sesenta. Bogotá, 2012; El país imaginado, Medellín, 2012;Antología de la poesía colombiana (1958-2008), Caracas, 2008;Trilogía poética de las mujeres en Hispanoamérica, México:, 2004;Desde el umbral, Poesía colombiana en transición. Tunja, 2004; Norte y Sur: poetas santandereanas. Bucaramanga, 2003; Inventario a contraluz, Bogotá:, 2001; Quién es quién en la poesía colombiana, Bogotá, 1997; Antología de poesía colombiana, Bogotá:, 1997; Tambor en la sombra, México, 1996.

Ensayos publicados: El mar en la botella. Revista Puesto de Combate Nº 80, 2014; Ese río revuelto de la poesía. Colección Bitácora N° 20. Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2012; Realidad e irrealidad del bogotazo en dos textos históricos y dos novelas. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, 2009; Qué cantan los poetas de otros mundos, Revista Puesto de Combate Nº 71, 2007; Otra lectura de Gómez Jattin. Revista Puesto de Combate Nº 69, 2006; Alicia entre la maravilla y el horror. Instituto Caro y Cuervo. Bogotá, 2001.

Mención de Honor Premio Mundial de Literatura José Martí, San José de Costa Rica, 1997. Primera Mención Primer Concurso de Poesía Fernando Mejía Mejía, Manizales, 1992.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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