Por: Camilo Alzate. Fotografías de Rodrigo Grajales.
Sobre la pared centenaria del hotel más barato de Silvia –un pueblo frío y montañoso del Cauca– hay una pintura desteñida. Aunque tiene cuarenta años, todavía se distingue en el lienzo una pareja de guambianos que escrutan el horizonte sentados en un altozano. Al fondo cerros y eriales. Hay un azul absoluto en el vestuario típico de los indígenas. Es un azul tranquilo, cercano al sosiego, que brinda a todo el conjunto la virtud de la compostura, tema central en la obra de Lisandro Otero, el hombre que pintó el cuadro.
Otero nació en Silvia en 1954. De su madre, dibujante espontánea, heredó la facilidad para las formas y proporciones. Su padre era chofer en el pueblo y transportaba las monjas de la congregación vicentina que subían a las montañas para adoctrinar a los indígenas. Una de ellas descubrió el talento de aquel jovencito de trece años, quien por entonces pintaba las cartulinas más bonitas en su colegio.
–Venga para acá, Lisandro –le dijo–, quiero darle algo.
La monja le regaló una caja de pinturas. Fue su momento, su revelación. Desde el primer instante Lisandro experimentó una fascinación inexplicable que aún lo emociona cuando siente el aroma de los oleos.
Lisandro Otero ha vivido siempre del pincel y para el pincel, sin perseguir fama, mirando la gloria con desconfianza. Realiza cuadros por encargo, o decoraciones para las máscaras y carrozas del carnaval, talla esculturas, elabora telones de fondo. Aprendió el arte del retrato, su especialidad, con pintores empíricos como él que hacían avisos de películas en las carteleras de Cine Colombia en Cali, a dónde fue en 1975 a pintar vaqueros y estrellas de Hollywood en gran formato. “Trabajé doce años allá, y fue tan grande esa escuela que hoy en día me ha servido para hacer retratos en tres minutos con bolígrafo” dice.
La única vez que expuso su obra fue en una sede de la Universidad de Valle. Mucho coctel y palabras, trajes elegantes, muchos aplausos después de las felicitaciones, pero sólo consiguió vender un cuadro. No reunió ni siquiera los costos de enmarcación, menos para el viaje de regreso.
–No soy un autor de grandes museos, ni de andar por allá pavoneándome –confiesa–. Pero vivo feliz.
Otero tiene una cabaña junto al río Piendamó, en el Barrio Chimán de Silvia. Al lado su taller es una explosión infinita de acrílicos, paletas, trapos manchados de colores, algún lienzo de la Virgen y atrás un retrato del guerrillero Carlos Pizarro (inconfundible sombrero, inconfundible bigote), oleos, papeles con bocetos, cuadros sin terminar, pinceles regados por el suelo, cuadros sin empezar, trozos de ramas, fierros torcidos y piedritas con forma de caballo, o de Cristo, piedritas que Lisandro se ha encontrado a las orillas del río y guarda con celo, son sus pequeños tesoros. Colgados en los rincones quedan algunos de los trabajos que no hizo por encargo sino por gusto, esos que dan señas de una personalidad artística –su estilo–, señas de identidad resumidas en la predilección por tonalidades intensas y fosforescentes que resaltan, o mejor, estallan encima de parches lúgubres y opacos, como si una luz eléctrica viviera en la hondonada de cada figura y personaje. Otero prefiere composiciones donde la escena se aparta del centro, con un naturalismo milimétrico en las formas contrapuesto al surrealismo provocador de las tonalidades.
Se dice que los primeros pintores fueron más artesanos que artistas. Eran decoradores de capillas, retratistas de reyes y condes y duquesas, amanuenses de las cortes o publicistas de poca monta, adornadores de palacios, escultores por encargo, pero terminaban adueñándose de una técnica perfecta, única. Ninguno pensó que su obra fuera perdurable. La obra es la vida, dicen por ahí. Lisandro Otero conserva ese espíritu primitivo de la pintura como artesanía y perfección a la vez, como motivo existencial y cuchara que le da de comer. Por eso no le incomoda si lo llaman artesano. Tampoco sabe responder cuando le preguntan por sus influencias, o en cuál corriente pictórica se considera inscrito, ni se le ocurre imaginar que está creando piezas maestras en las montañas del Chimán, ese valle largo donde los indígenas Misak, protagonistas cotidianos de sus pinturas, inventaron una manera de mundo muy parecida a la sensación que trasmiten sus cuadros: un mundo tranquilo pero intenso, con fuertes contrastes y sin embargo equilibrado. La compostura.
Hace un año, a Lisandro lo contrataron en Popayán para pintar durante un evento público, en vivo y en directo frente a multitud de cámaras y curiosos, el retrato en gran formato de Nicolina Castro, una artista fallecida que era la madre de cierto político caucano. Debía retratarla en un plazo de cincuenta minutos, ni uno más, así que primero embadurnó toda la tela con oleo aleatoriamente, utilizando la paleta más grande que tenía, confiado, seguro, diestro, imponiendo los detalles generales. Luego empezó a delinear las finezas, entonces el rostro fue adquiriendo las facciones de doña Nicolina. “¿Cuánto tiempo llevo?” preguntó a uno de los camarógrafos, “veinte minutos” le respondió.
–¿Veinte minutos apenas? –recuerda ahora–. ¡Yo ya iba lejos!