Imagen: [kinoglaz]
Los doctos en todos los temas suelen decir, vaya a saber el diablo la razón, que nada bajo el sol es nuevo, pero casi no hablan del mar, que es el padre de todas las preguntas. Lo digo porque luego de que se descubriera un nuevo continente oculto bajo el océano, junto a Australia, el mapa de la memoria colectiva que se construyó en la niñez de mi generación y las anteriores se derrumbó como un castillo de tres naipes arrugados. Entonces, quienes cerramos los ojos para viajar hasta cierto punto en el mundo que recordamos cuando lo queremos visitar, estamos expectantes ante las nuevas siluetas y nombres a memorizar. Ya queremos que nos sea revelada su geografía, sus ríos, sus lagos, cuántas puertas de salida y entrada tuvo o, por qué no, las que todavía tiene, porque todo bajo el mar es nuevo. Lo mejor de todo esto es que nos asegura que lo que viene serán revelaciones consecutivas por parte de la ciencia y los gobiernos, con todas sus secuelas literarias y legales, y lo peor de todo es que, casi con seguridad, nos moriremos sin memorizar el rostro del continente por no llegar a conocerlo. Algo parecido como lo que sucede con la Atlántida en cuanto a ubicación exacta o su forma pero como es tan lejana a nuestra memoria no nos hace tanta falta como lo nuevo, lo que viene con la promesa de llenarnos, y que absorbe hasta nuestra última gota de entendimiento sin respetar al futuro, como sí lo hace lo que ya sobrevivió al pasado.
De mí tengo que decir que no soy ningún erudito ni tengo riesgo alguno de contagiarme, en parte porque me gusta que lo que me sorprende me agote y me renueve hasta la desmemoria para que pronto otras cosas nuevas tenga qué forjar y un lugar para hacerlo. Aunque en realidad no soy erudito porque mi cabeza es demasiado grande, como ninguna, y jamás podría llegar a llenarla, como todas. El otro día, buscando una idea que había olvidado hace un tiempo, entré por el oído derecho y busqué con una mirada reptante por cada rincón hasta que salí por el izquierdo sin encontrarla. Así que me devolví para buscar con más detenimiento, como si se tratara de una relectura de un libro al que llegamos al final sin haberlo notado siquiera y tenemos que repetirlo porque sabemos que algo quedó en el camino. La sorpresa fue terrorífica al ver que los montones de recuerdos no estaban estáticos sino que descendían en círculo como si se fueran por un sifón hacia la nada. Disminuían a la misma velocidad que yo aprendí algo nuevo durante mi niñez, que fue cuando más rápido lo hice, y el vacío en la parte superior era cada vez mayor, lo que me empujó afuera de un salto para decidir no tener tanto conocimiento y mejor saber bien lo poco que sepa hacer. Aunque no olvido aquel lugar desde entonces, procuro simular que no llegará el día en que el sifón no tenga nada más que tragar y se engulla el vacío y me deje sin cabeza, que es la mayor parte de mi cuerpo. Ojalá al día siguiente mis manos, si es que todavía se mueven, sean capaces de contarlo aunque no les sirva para mucho.
Ahora que lo pienso, como siempre a última hora y a punto de declarar terminadas estas palabras, a lo mejor los grandes eruditos no hablan del mar porque temen que sepamos en algún momento que lo que preguntan no lo están preguntando ellos, que ya ha sido dicho por otro o, peor todavía, que ya fue respondido por el mar, que tiene todas las respuestas.