Esta es la cara que se me pone cuando estás cerca. No necesito saber que andas por Europa porque lo siento dentro, siento un impulso que me lleva a ser más compasivo, y es por ti. Entonces ofrezco mi dinero a los vagabundos que peor huelen: pobres, pienso, vagan por los andenes bebiendo agua sucia y comiendo comida sucia y vistiendo ropas sucias sobre sus cuerpos sucios, pobres, tener que cargar con ese olor y esa suciedad, aguantar que todos los demás nos apartemos a su paso: les entrego todo mi dinero como si tú pudieras verme, como si tú, con tus orejas puntiagudas, pudieras oír cómo suenan mis monedas al caer en sus manos, como si tú, con tus ojos rasgados de reina egipcia, de extraterrestre, pudieras ver cómo trato a esos vagabundos, cómo yo, alto y fuerte y rico y guapo y con educación y éxito, desprecio mi condición para que otros aprecien la suya.
Actúo como si tú fueras testigo de mis actos de compasión y entendieras que yo comprendo que ser un hombre es algo sencillo y esencial, y es común a todos. Te huelo cuando estás por Europa. Sueño con que ves mis buenas acciones, por eso las realizo continuamente, y que vuelves a mí. En esos sueños vamos a mi casa y me permites estar en tu piel, del modo que sea. Pero los sueños, sueños son.
Más acciones: voy a los muchachos ghaneses que venden droga en el parque, y que me resultan educadísimos tanto si uno compra como si no, y les doy comida o ropa (dinero no porque se lo quitan los mafiosos que los han traído hasta aquí): sopas calientes o abrigos de invierno para que no pasen frío por las noches (el parque es una tienda abierta las 24 horas). Cómo amo a esos ghaneses y a sus esposas (a éstas no las conozco pero me las imagino iguales a ti), cómo los amo cuando te siento cerca.
También están las mujeres sirias con sus bebés. Se ponen fuera del parque porque dentro están los muchachos de Ghana. Les dan el pecho tiradas en la acera. Les cambian los pañales sentadas en colchones en la acera. Fríen pollo en la acera. Comen con las manos de sus platos apoyados en la acera. Junto a ellas está la basura. Se instalan ahora, a partir de Semana Santa, cuando los días son más largos que las noches y el sol tiene tiempo de subir más alto. Las sirias se van en octubre, no sé adónde. Las sirias sentadas en la acera me recuerdan a las mexicanas que se sentaban en la acera de nuestra calle del Centro del DF (¿te acuerdas?: les traías leche sonriendo), o a las que se sentaban sobre el suelo de arena de San Juan Chamula, como si estuvieran en la playa. Ya te decía yo que la miseria, exteriormente, toma siempre la misma forma, que los lugares pobres se parecen. A las sirias les barro la calle y les retiro la basura para que estén más cómodas, y les ayudo a ordenar sus pertenencias, y les traigo lo que dicen que necesitan, normalmente platos o cubiertos o vasos: a mí me parece que no necesitan más, pero de todos modos se los traigo. Por algo los pedirán.
Así que cuando estás cerca, como sucede esta Semana Santa (¿dónde estás, Lana? ¿Hamburgo, París, Suecia? ¿¡Berlín!?), se me pone la cara del Cristo. El amor en mí vuela con rumbo fijo, vuela rumbo hacia ti, y tú lo reflejas en todas direcciones. Nadie nunca ha podido apartarse cuando mi avión le apunta. Tú tampoco. Chocamos un día y me quedé con tu sonrisa y tus ojos puestos en mí, los llevo sobre la cara como un Picasso, a todos lados. La sonrisa que yo recuerdo en ti era inimitable, tan pura y verdadera, la sonrisa de alguien que ha sufrido tanto que ya no puede sino sonreír ante cualesquiera ojos. Y tus ojos sólo podían brillar ante cualesquiera sonrisas. Yo no llego a tanto. Si pudiera transitar, como tú, de ser bueno a ser malo, de generoso a egoísta, de aire a piedra, de agua a fuego, si pudiera darlo todo y luego guardar algo para mí, para nosotros, otro gallo cantaría. Todo lo anterior lo he escrito como elogio, porque yo no soy capaz.
Yo he conquistado a los mendigos alemanes, a los ghaneses y a las sirias, porque con la compasión, con la cara del Cristo, se pueden conquistar todos los corazones. Pero la condición es amar a todos por igual; es decir, no hay que exigirles, con cada gesto, responsabilidades, que sean como uno. Yo, que quiero conquistar tu corazón, he equivocado el camino, porque si quiero tu corazón, según he entendido, he de demostrar que lo quiero más que a los demás porque, si lo considero igual que los demás, ¿por qué lo quiero? No sé si me explico. Estoy un poco turbado por la Semana Santa, como siempre, un poco místico. Cuando te acercas, en fin, soy un ángel y no me da tiempo, en lo poco que tardas en llegar a mi lado, a encarnarme en hombre, un hombre que quiere algo y lo toma y lo conserva como sea, no me da tiempo a convertirme en un golpe en la mesa.
Dios quiera que no puedas verme, como yo creo que sucede, cuando estás cerca. Dios quiera que tardes en llegar mí. Dios quiera, sobre todo, que no me leas.