Imagen: intervención digital de Daniela Gaviria (Literariedad).
Nos enorgullece presentarles en nuestra edición de abril de 2019, De la Tierra, una crónica de Sara López Cerón que nace de su experiencia como antropóloga, «a pie de fosa», en la Sierra Oriental, al noreste de México. Sus palabras, profundas y dolorosas, nos describen el paisaje vívido y espiritual de los campos de exterminio y dan cuenta de la obstinación en la memoria y del modo como se involucran en la identificación todas las personas que buscan desaparecidos.
A Mily, y a su mamá, Graciela, que la busca incansablemente.
La tierra húmeda, en las faldas de la Sierra Oriental, al noreste de México, nos impidió ingresar a lo que se podría describir como un campo de exterminio. Los testimonios indicaban que en aquel lugar se había asesinado y desaparecido a un número indeterminado de personas. Los restos óseos que se localizaron en pequeños fragmentos lo corroboraban. Por lo cual, desde hacía algunos meses, se trabaja en el levantamiento de indicios. No obstante, las lluvias de los últimos días lo impiden. No hay forma de ingresar sin que los vehículos se atasquen en medio de los caminos que se abren entre los sembradíos.
Sin embargo, más allá de los vehículos, el papel de la tierra se vuelve fundamental para levantar todo tipo de indicio. Pues es en ella, en donde criminales esparcen lo poco que queda de los restos óseos, mismos que ya han pasado por un terrorífico proceso de calcinación, para evitar cualquier tipo de identificación. No obstante, una técnica de la antropología forense, y particularmente de la arqueología, ha brindado un poco de esperanza a todas aquellas personas que buscan a sus familiares desaparecidos. Con el pasar del tiempo, han aprendido que, a través de un minucioso proceso de levantamiento de indicios, existe una pequeña probabilidad de recuperar la identidad de algunas personas a través de diversos estudios.
Así, esa esperanza, pende de una técnica que han ido adecuando acorde a las necesidades que se han presentado en campo. El cribado, radica en que, una vez delimitada el área de trabajo, se recupera la tierra en cubetas, para esparcirla en una malla metálica que cuenta con un marco y una base de madera, que la sostiene en sus cuatro patas. La malla, ayuda a separar la tierra, el carbón, la madera y las piedras, de los pequeños fragmentos de restos óseos calcinados. En esta agobiante tarea, las manos se convierten en la herramienta principal para recuperar los restos óseos. Son las que cuidadosamente esparcen la tierra en la malla, para con una minuciosa observación distinguir de entre todo lo que yace ahí, para recuperar los pequeños fragmentos que algún momento del pasado, dieron vida a una persona, hoy, desaparecida. Sin embargo, cuando la tierra esta húmeda, esto no es posible.
Esta situación llevó a familiares y representantes del Estado, a postergar el trabajo en ese sitio e iniciar la búsqueda de otro. Al siguiente día, un miércoles del mes de enero, salimos por la mañana de ciudad El Mante, Tamaulipas, para dirigirnos a un cercano municipio. Atravesamos su cabecera municipal para introducirnos en una carretera compuesta por dos carriles, uno de ida y otro de venida. A nuestro paso, la tierra árida nos indicaba que, de localizar el sitio, podríamos hacer algo. Después de casi una hora de trayecto llegamos a un pequeño ejido en medio de la nada, con unas cuantas casas construidas con adobe y una pequeña escuela que, de no ser porque a nuestra entrada salieron dos personas a bordo de una motocicleta y otra más de una camioneta, hubiera pensado que todo estaba abandonado. La señal en los celulares era mínima, pero podíamos comunicarnos entre nosotros. Todo indicaba que estábamos cerca, habíamos seguido todas las indicaciones. Por lo que, una vez estacionados los vehículos, se decidió continuar a pie.
Sin más, avanzamos a las faldas del monte, sin localizar ningún tipo de indicio, hasta que llegó un mensaje de las personas que se habían adelantado. El sitio había sido encontrado. De nueva cuenta, los pequeños fragmentos de restos óseos que reposaban sobre la cálida tierra, fue uno de los indicadores. De esa forma, avanzamos el resto de las personas que habíamos quedado atrás, caminando en fila, uno tras otro, por un camino apenas delimitado, que se escondía entre ramas, arbustos y árboles. Mientras caminaba detrás de Graciela, a nuestras espaldas se escuchaban las voces de los servidores públicos que de vez en cuando eran acompañadas por unas ligeras risas. Al llegar, observamos que las personas que nos esperaban se encontraban sentadas entre los arbustos, quienes a señas nos pidieron guardar silencio. Sin más, las charlas y las risas pararon y el silencio se hizo presente mientras todos los que recién llegábamos nos agachábamos, imitando al resto. Entre murmullos explicaron que aparentemente no había nadie en el sitio, pero que era necesario cerciorarse. De inmediato, los funcionarios que portaban armas se levantaron y se acercaron para conocer mediante señas, la estrategia con la cual ingresarían al lugar. Sin dejar pasar más tiempo, el silencio que se guardaba fue perturbado por todas las armas que eran preparadas por quienes a la par, se adentraban cautelosamente en aquel lugar. Mientras tanto, nosotros aguardábamos en silencio y lo más agachados posible, hasta que las notificaciones se hicieron presente. No había ninguna persona en el terreno.
Dado que el trabajo del miércoles únicamente consistió en la identificación del espacio, la mañana del jueves nos vimos en la necesidad de volver. Al ingresar al terreno, de nueva cuenta nos encontrarnos con un par de pequeños perros con notables signos de desnutrición que deambulaban por el terreno; pasaban de las 14:00 horas, cuando aquellos animales comenzaron a ladrar. Todas las personas que nos encontrábamos trabajando en torno a las cribas, volteamos a mirarnos entre nosotros, y sin decir nada, el agente del ministerio público ahí presente, se alejó unos cuantos pasos de nosotros para saber qué pasaba. A qué se debían los ladridos. Entonces, a modo de ironía dijo en voz alta ‘son Angustia y Agonía’. Los ahí presentes, sin más, soltamos una carcajada por el sobrenombre que acabada de dar a los pequeños perros. De inmediato, uno de los policías que resguardaban el perímetro, explicó: ‘es que se acercaron a nuestro perro y este les gruñó’; un canino entrenado para encontrar restos humanos mediante el olfato que se encontraba descansando bajo la sombra de un árbol.
A la par de nuestra labor, otro grupo de servidores públicos se dedicaba a examinar el perímetro para cerciorarse de que no hubiera ningún peligro. A su regreso, explicaron que no encontraron ningún tipo de construcción, ni a nadie, sólo unas tuberías para riego de agua sin aparente sentido. No obstante, uno de los policías investigadores que en repetidas ocasiones nos había acompañado en el pasado, sacó su arma y sus municiones, para colocarlas sobre su cuerpo. Era la primera vez que lo veía hacer eso. El hombre estaba inquieto. Sabía que en el exterior algo pasaba, pero no entendía qué.
Las palabras expresadas por el agente del ministerio público, más allá de nombrar a los pequeños animales con ironía, responden a las emociones que se hacen presentes, ahí a pie de fosa, a la par del levantamiento de restos óseos calcinados, en fragmentos minúsculos. En donde es a través de lo sensorial que se da forma a una violencia que no es ejercida directamente sobre los cuerpos de quienes buscan. Es decir, la Angustia y la Agonía atraviesan los cuerpos de todas las personas ahí presentes, no sabe de categorías burocráticas, no discrimina a unos de otros. Los marca por igual, sin dejar ningún tipo de rastro. Y, sin embargo, al mismo tiempo, así como los conecta, los diverge. Encuentra significados diferentes en cada uno. Su labor como representantes del Estado, los distingue de los familiares, cuya angustia se sitúa de manera paralela a la misma esperanza que los lleva a estar ahí presentes, ante la posibilidad de que muchos de esos fragmentos no puedan ser identificados y que, si pertenecen a sus familiares desaparecidos, nunca podrán saber que son ellos, a quienes sostuvieron entre sus manos. Y que, en consecuencia, su caminar continuará indeterminadamente, quedando destinados a vivir en un duelo suspendido. En tanto que, su agonía responde al simple hecho de imaginar el terrible sufrimiento que debieron pasar las personas cuyos cuerpos yacen ahí en pequeños fragmentos, antes y durante su muerte.
Mi propia experiencia personal, a más de cinco meses en aquellos sitios, fue la que me posibilitó sensorialmente para comprender el significado de esas palabras, y la que me colocó en una posición más cercana a la de los representantes del Estado. Mi propia angustia y agonía, la había comprendido meses atrás cuando un forense, a días de haber empezado a cribar y, en consecuencia, de que yo iniciara una interacción con restos óseos calcinados, cuestionó mi incredulidad: ‘¿en verdad creíste que no sentirías nada?’ Aquellas palabras cobraron un mayor sentido con el planteamiento de Renato Rosaldo. El cual se basa en hacer uso de la experiencia personal para observar más allá de los aspectos rutinarios que componen los ritos, en donde “[…] se esconden las agonías de los sobrevivientes que salen de la confusión, cambiando poderosos estados emocionales” (1991, p. 25). Es decir, hasta el momento que estuve en aquellos lugares, en medio de la nada, inmersa en un contexto de violencias, compartiendo los mismos riesgos que el resto de las personas ahí presentes; hasta que usé el mismo atavío que los forenses, fui lo suficientemente susceptible para atender los testimonios de ambos sujetos por igual y observar más allá de lo que implica describir paso a paso la labor de levantamiento como si fuera una secuencia de pasos a repetir mecánicamente, cuando por el contrario, como menciona Rosaldo, este tipo de ritos son atravesados por cuestiones sensoriales que, en este caso, surgen en un contexto de violencia extrema.
Sara López Cerón. Nacida en la ciudad de México, México. Es licenciada en Etnohistoria por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Actualmente cursa la maestría en Antropología Social en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) y forma parte de la organización Milynali Red, CFC.