Un estado del alma – Luz Helena Cordero Villamizar

Luz Helena Cordero Villamizar.
Luz Helena Cordero Villamizar. Foto de su archivo personal.

 

 Por: Luz Helena Cordero Villamizar *

Una jaula fue en busca de un pájaro.

Franz Kafka.

 

 

Una sensación muy frecuente que tiene cualquier lector serio de literatura es percibir que la lectura que está haciendo no es nueva, que antes ya ha leído algo semejante; una atmósfera, un diálogo, un giro en la narración, lo remiten a otra historia, a otra obra quizá olvidada, que el nuevo texto despierta y pone en evidencia de una manera mágica.

Una obra o muchas obras están ligadas a otras de modo, casi podríamos decir, inconsciente; entre ellas se alimentan y cumplen con la misión de que las ideas perduren en la memoria de los seres humanos. Quizá, como dice Borges, todos los libros no son más que el mismo libro, y todos los autores no son más que un solo autor. Nadie dice nada que no haya sido dicho previamente. El genio está en conectar las claves universales y escribir como si fuera la primera vez que algo se escribe, para lograr que un lector tenga la ilusión de que es la primera vez que lo lee.

Luis Rogelio Nogueras en su poema Eternoretornógrafo, desarrolla bellamente la idea de un único poema escrito por todas las generaciones de poetas, que sucesivamente renace y vuelve a ser escrito, en un juego interminable de la sensibilidad.

A propósito de Kafka y el mundo que hay en sus obras, Borges considera que su genio no es singular, puesto que su voz, o sus hábitos, se encuentran en la literatura de todos los tiempos y épocas. Es más, «el hecho es que cada escritor crea a sus precursores» (el resaltado es del autor). De este modo, Borges encuentra que una de las obsesiones de Kafka, sus ficciones sobre la eternidad, la inutilidad y los obstáculos mínimos e infinitos, está ya en la paradoja de Zenón sobre el movimiento imposible (antes de llegar a B deberemos atravesar el punto intermedio C, pero antes de llegar a C deberemos atravesar el punto intermedio D, pero antes de llegar a D…) y en el certamen interminable entre Aquiles y la tortuga.

Igualmente, Borges encuentra precursores de Kafka en la literatura china, en la filosofía de Kierkegaard, en las expediciones al polo Norte, en un poema de Browning y en cuentos de diversas épocas y autores. Considera que en todos esos escritos, que no se parecen entre sí, está la idiosincracia de Kafka y todos ellos profetizan su obra. Al mismo tiempo, dice, nada de eso habría podido ser percibido si no hubiera existido Kafka. Así, estas visiones son como las que podemos observar en un juego de espejos encontrados, pero nunca coincidentes. ¿De qué lado está la realidad y dónde la imagen? ¿Qué o quién se refleja en qué? Cuestión insoluble, por lo menos para quien lo mira todo con los ojos del asombro.

Esta idea de Borges, según la cual, un autor crea a sus predecesores (quizá no al contrario, porque en tal caso hablaríamos de influencias, aspecto que posiblemente interese más a la crítica que a la creatividad), abre una puerta maravillosa a la imaginación, e implica que la obra de un escritor permite modificar la concepción que se ha tenido del pasado y modificará la que tendremos del futuro: «en esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres».

En esa medida, y siguiendo la idea borgiana de que un hombre es todos los hombres, un autor permite descubrir a otro que permaneció oculto en el pasado, que no fue oído (la sordera universal también es infinita), que tal vez fue rechazado por no cumplir con el canon, o por ser demasiado grande para la estrechez de su época.

Es el caso de Melville, sobre cuya obra Franz Kafka proyectaría una «curiosa luz ulterior». Bartleby fue escrita en 1853 y publicada tres años después dentro del volumen «The Piazza Tales». La obra no tuvo acogida por parte de lectores y críticos, pues la fama de Melville había declinado muy pronto y después del éxito de sus novelas de aventuras, el oscuro escribiente carecía del menor interés. El público pedía héroes y conductas temerarias, conquistas de mundos inhóspitos, no seres insignificantes que con su comportamiento trababan la maquinaria del mundo exitoso, la cadena productiva de hombres cosificados.

La semejanza de Bartleby con un personaje kafkiano es casi aterradora. Por momentos uno tiene la impresión de que la diferencia radica en el punto de vista. Mientras Melville prefiere focalizar la historia en el Secretario de Apelaciones y dejar que él nos hable de ese joven inmóvil, con su figura pálidamente limpia, lastimosamente respetable e incurablemente desolada que es Bartleby, Kafka se infiltra en la cabeza del escribiente, o del viajante, o del médico rural, para que hablen de sus terrores cotidianos, en tanto cotidianos paralizantes e insolubles:

¡Ay, Dios! – díjose entonces – ¡Que cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esa plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo!

Quién no ha sentido en el vientre una ligera picazón al despertar y entender que empieza la pesadilla cierta de un día entregado impunemente al trabajo, a la sordidez de la oficina, a la prisa de los semáforos, a la depresión de los ascensores que nos tragan con sus bocas mecánicas y nos expulsan como masas, en el lugar que odiamos y en el que caminamos erguidos, como serpientes que han perdido la tierra.

Quién no ha saltado de la cama con el terror del despertador que ha seguido de largo, con la sensación de que en ese mismo instante el cuerpo se llena de arena, que por más que nos esforcemos no lograremos levantar un brazo para decir: ¡no ha sido mi culpa! ¡el reloj no sonó! ¡no me condenen por este acto traidor de mi inconsciente!

¿Es que no podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder aunque solo fuese un par de horas de la mañana, se volviese loco de remordimiento y no se hallase en condiciones de abandonar la cama?

Bartleby tiene otra forma de resistirse a las exigencias del mundo del trabajo. Su resistencia pasiva e inofensiva (dudo mucho de este adjetivo, pues la actitud de Bartleby refleja lo que en psicología se denomina una personalidad «pasivo-agresiva») genera malestar y desconcierto. Su preferiría no hacerlo es la consigna de la desobediencia que engendra el caos; el funcionario que no funciona traba los ascensores y la lógica de un mundo que exige la sumisión y la zalamería.

Siguiendo la idea esbozada al principio sobre los vasos comunicantes de la literatura, hay otro hombre que viene a la mente cuando se explora la atmósfera de las oficinas y el sentido del deber: es Meursault, el personaje de El extranjero de Camus. Cumple con sus labores, saca de quicio al patrón cuando hace evidente que carece de ambiciones y proyectos; no quiere un cambio de vida porque considera que nunca se cambia de vida, en todo caso todas valen igual; el mundo le es indiferente, nada tiene importancia para él. Aún en el banquillo de los acusados, su honestidad raya con el cinismo o la tontería. No puede mentir, ni siquiera para salvarse de la guillotina.

Bartleby tampoco falta a la oficina, cumple obsesivamente con el horario laboral, pero se resiste a trabajar. Su presencia inútil es un insulto al trabajo. No es el hombre que, ante la rutina de sus ocupaciones, con angustia se plantea la pregunta del ¿para qué? Bartleby es la respuesta misma a este interrogante. Es el fracaso del orden capitalista en el que los individuos desaparecen bajo sus trajes oscuros e idénticos, en el que no cuentan los hombres o las mujeres, sino los resultados y las utilidades. Bartleby es una mancha indeleble en la pared de la oficina, un estorbo en el rellano de la escalera, una nota discordante en la sorda armonía de Wall Street. El sistema no puede con él y el único lugar que le tiene reservado es la Tumba (irónicamente el Palacio de la Justicia), el sanatorio o la cárcel.

El silencio de Bartleby corresponde al gruñido de Gregorio Samsa, que a pesar de su discurso esmerado y suplicante no logra que le entiendan nada, y menos que se compadezcan de su miserable condición. A mi parecer, la diferencia entre Melville y Kafka, en cuanto al tratamiento del tema, es que Melville ha tenido piedad de Bartleby y permite que el narrador, el abogado de apelaciones, llegue a sentirse responsable del insólito personaje y quiera convertirse en su protector.

El abogado representa los residuos de compasión de un sistema que niega la fragilidad del ser humano. Por eso continuamente se cuestiona sobre el sentido del deber y se desespera por el antihéroe, queriendo ayudarlo, pero no obtiene más que la misma frase repetida y la negación obstinada a formar parte de un mundo que no satisface. Esta nota de conmiseración, encarnada en el narrador, es la forma que tiene Melville para pedir misericordia a toda la humanidad.

En el universo de Kafka no cabe la compasión. En sus obras los personajes son perseguidos o castigados sin ninguna explicación; la incomunicación, la soledad, el sentido frío del deber, la maquinaria de la subordinación, dirigen los comportamientos humanos. No hay nada que el individuo pueda hacer para librarse de la tiranía cotidiana de las instituciones, incluidas las relaciones familiares y sociales; todos sus esfuerzos siempre serán inútiles.

El médico rural ha sido traicionado por los pacientes; el jinete del cubo morirá de frío porque nunca sus súplicas podrán ser escuchadas por la mujer del carbonero, aunque sus palabras estén apuntando al corazón; Josef K. es degollado sin entender el delito de que lo acusan; Karl Rossmann después de muchas peripecias en América, logra ser admitido en el Gran Teatro Natural de Oklahoma, tan extenso e inabarcable como el mundo; el agrimensor nunca podrá penetrar al Castillo, ni logrará ser escuchado por los funcionarios; el campesino que pretende acceder a los favores de la Ley, muere sin traspasar sus férreas puertas; el narrador colecciona abogados, pero sólo encuentra viejas gordas, fiscales como zorros astutos, sagaces comadrejas, ratoncitos invisibles que se escabullen entre las piernas de los abogados; al regresar al hogar, el narrador no se atreve a llamar a la puerta de la cocina: es la casa de mi padre pero todos están uno junto al otro, fríamente, como si estuviesen ocupados en sus asuntos, que en parte he olvidado y en parte no he conocido jamás; el buitre es el símbolo de la impiedad que devora las entrañas.

Gregorio Samsa muere con la manzana podrida clavada en su espalda, como un puñal de odio que le ha lanzado su padre; será relegado y despreciado por la familia a quien sostenía cuando era un empleado ejemplar; su presencia en la casa, como la de Bartleby en la oficina, resulta bochornosa. Los dos desencajan y desestabilizan el orden social. El mundo del trabajo y de la familia no están hechos para comprender sino para exigir y para cumplir. Kafka no se cansará de recordarlo y recrearlo en su obra. Finalmente, las instituciones tienen el encargo de alejar cada vez más el paraíso.

Podría estar muy contento. Estoy empleado en el ayuntamiento. ¡Qué importante ser empleado del ayuntamiento! Poco trabajo, sueldo suficiente, mucho tiempo libre, y gran consideración a los ojos de toda la ciudad. Si considero bien la situación de un empleado del ayuntamiento no puedo dejar de envidiarlo. Y sin embargo, ahora lo soy yo mismo, soy empleado del ayuntamiento… y quisiera, si pudiese, arrojar esa dignidad mía al gato de la oficina, que todas las mañanas va de cuarto en cuarto, recogiendo los restos de nuestros almuerzos.

Kafka y Melville de una manera magistral, por momentos trágica y otras veces sutil, nos muestran su visión del mundo del trabajo; la atmósfera de las oficinas, pesada como nubes ahítas de lluvia, que sepulta a los empleados; la angustia del sentido del deber, que los convierte en insectos; la imposibilidad de que el ser humano pueda ser escuchado o comprendido en medio del ruido de la maquinaria que muele conciencias. Para decirlo como Lorca: «Tierra tú mismo que nadas por los números de la oficina».

Nuestro mundo está lleno de Gregorios que corren hacia los trenes, los aviones o los buses, con tal de no ser expulsados, aunque su carrera espante cada vez más los sueños que esconden bajo la almohada; hay muchos Bartlebys ojerosos, que espantan en las oficinas, y que preferirían no hacer nada, en vez de seguir contemplando el muro oscuro donde rebotan sus ojos durante ocho horas al día. Allí están, envueltos en relaciones donde el corazón nunca puede tener parte, con miedo a no despertar a tiempo el día siguiente, conteniendo las ganas de saltar por la ventana.

Bartleby y Gregorio Samsa no son hombres, son estados del alma.


***

* Luz Helena Cordero Villamizar (Bucaramanga, 1961).

Psicóloga y Magistra en Literatura.

Su obra incluye poesía, narrativa y ensayos literarios. Libros publicados: Postal de la memoria (antología personal) (2010); Por arte de palabras (2009), Cielo ausente (2001), El puente está quebrado (1998), Canción para matar el miedo (1997), Óyeme con los ojos (1996).

Sus poemas se han traducido al inglés, al portugués y al alemán. Su obra se incluye en diversas antologías, entre las que están: Me duele una mujer en todo el cuerpo II, 2014; Poesía colombiana del Siglo XX escrita por mujeres, 2014; Um País que sonha. Cem anos de poesia colombiana. Lisboa, 2012; Silencio… en el jardín de la poesía., 2012; República del viento. Antología de poetas colombianos nacidos en los años sesenta. Bogotá, 2012; El país imaginado, Medellín, 2012; Antología de la poesía colombiana (1958-2008), Caracas, 2008; Trilogía poética de las mujeres en Hispanoamérica, México:, 2004; Desde el umbral, Poesía colombiana en transición. Tunja, 2004; Norte y Sur: poetas santandereanas. Bucaramanga, 2003; Inventario a contraluz, Bogotá:, 2001; Quién es quién en la poesía colombiana, Bogotá, 1997; Antología de poesía colombiana, Bogotá:, 1997; Tambor en la sombra, México, 1996.

Ensayos publicados: El mar en la botella. Revista Puesto de Combate Nº 80, 2014; Ese río revuelto de la poesía. Colección Bitácora N° 20. Bucaramanga: Universidad Industrial de Santander, 2012; Realidad e irrealidad del bogotazo en dos textos históricos y dos novelas. Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, 2009; Qué cantan los poetas de otros mundos, Revista Puesto de Combate Nº 71, 2007; Otra lectura de Gómez Jattin. Revista Puesto de Combate Nº 69, 2006; Alicia entre la maravilla y el horror. Instituto Caro y Cuervo. Bogotá, 2001.

Mención de Honor Premio Mundial de Literatura José Martí, San José de Costa Rica, 1997. Primera Mención Primer Concurso de Poesía Fernando Mejía Mejía, Manizales, 1992.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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