Bomarzo – Pablo Montoya

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Bomarzo, Manuel Mújica Lainez.

Por: Pablo Montoya

La grandeza del verbo. La espléndida condición de la palabra. Las sinuosidades de un estilo que seduce hasta la embriaguez. La apoteosis de una narración única que enlaza erudición histórica y sensualismo a la sublime y grotesca condición humana. Todo esto, arrebatado entre la melancolía, la perplejidad y el crimen, tres condiciones tan propias del siglo XVI, encuentra el lector cuando lee Bomarzo de Manuel Mújica Lainez.

De él Borges dijo que escribía con la pasión del fuego y el rigor del álgebra. Fernando Vallejo lo reclama para sí como el gran maestro de la prosa en lengua española. Germán Espinosa confesó que aprendió de Mújica Lainez la lección de la novela total que intenta parecerse al tiempo, a la vida, a la muerte. Y Roberto Bolaño, tan irreverente con tantos escritores de las generaciones pasadas, lo trata más o menos bien. Un autor menor, dice, pero qué gran autor menor. Y se refiere a la condición feliz, quizás lo más importante en toda obra literaria, del narrar de Mújica Laínez.  Pero Bolaño se equivoca, porque nunca puede ser menor un autor con una novela tan portentosamente escrita como Bomarzo

El boom, experiencia sospechosa en muchos sentidos, tornó invisibles algunas obras celebrando excesivamente otras. Y el Bomarzo de Mújica Lainez, excéntrico y enciclopédico, voraz y minucioso, inquietantemente andrógino, ha sido uno de esos libros menospreciados. Porque ninguna de las novelas de Fuentes, ni de Vargas Llosa, ni de Cortázar, ni de García Márquez alcanza la exquisitez, la erudición y el tremendo sensualismo que logra Bomarzo en su frenético itinerario.  Pero acaso por esta razón, por su extensión desmesurada sostenida en una descripción detallada del Renacimiento italiano, por su voluntario desdén hacia las exóticas postales del Nuevo Mundo (¿qué tiene que ver la historia de un duque jorobado del siglo XVI que, bajo la sombra de los osos de su apellido, mandó a construir un jardín extravagante en sus predios cerca de Viterbo, con las ráfagas mágicas y maravillosas del americanismo comercial del Boom?), es que la novela de Mújica Lainez se ha quedado como atrapada en una vieja celebración argentina, y solo uno que otro levanta de vez en cuando la voz para celebrarla nuevamente.

Bolaño señala que leer Bomarzo es caer en un ejercicio de arqueología. Arqueología podría ser, por ejemplo, saber que debido a un dolor de cabeza Carlos Quinto se cortó el cabello para su coronación en Bolonia. Pero además de este dato, y aquí es cuando la arqueología se supera por fortuna, Bomarzo nos hace entender cómo con este pequeño gesto termina en España el Medioevo e inicia verdaderamente el Renacimiento. Y la imaginación del lector se siente saciada cuando se evocan los bucles deliciosos, las perfumadas cabelleras esparcidas hasta los hombros, los áridos rapes mercenarios.  Sí, Bomarzo es un recorrido de excavaciones en el pasado, pero detrás de ellas surgen los múltiples secretos y los tesoros deparados por la historia y la imaginación unidas a la alta poesía del lenguaje.

Una de las cimas de Bomarzo es la plasticidad de su estilo. Pocas novelas en la literatura latinoamericana, en esta perspectiva, tienen que ver con la imagen, y sobre todo con la imagen pictórica. Los mejores momentos, esas suntuosas descripciones que pueblan la novela, son en realidad cuadros italianos. Las muchedumbres familiares de Benozzo Gozzoli, los retratos de Lorenzo Lotto y entre los cuales sobresale por su presencia, el que el pintor hizo de Pier Francesco Orsini, duque de Bomarzo y los óleos que muestran a Carlos Quinto ejecutados por Tiziano. Amén de los escenarios florentinos que muestran a los guerreros o a las gentes del pueblo y sus dirigentes corruptos huyendo de la ubicua guerra renacentista. O esos poderosos episodios de la coronación del rey español en la Bolonia de los Farnese y los Médicis, o la descripción de la Venecia incomparable de ese siglo, “líquida, aérea y transparente, como si no fuera una realidad  sino un pensamiento extraño y bello”, y en la que Mújica Lainez, aspecto sin duda milagroso, alcanza con su prosa mórbida y deslumbrante tocar la esencia de la ciudad amada por Tintoretto y por Tiziano.

Bomarzo cuenta la historia, refinada y truculenta, del jorobado Pier Francesco Orsini. Narrada por un fantasma que ha logrado sobrevivir a los siglos, encarnándose en la sensibilidad y la memoria de un escritor argentino del siglo XX, la historia es un fresco monumental de ese mundo italiano del siglo XVI en el que se confabuló la voracidad de condotieros, eclesiásticos y nobles de toda laya y depravación al ansia y sed de belleza de sus artistas. Mújica Lainez no olvida, en este tránsito por una época ida, ningún elemento. Todo le incumbe al novelista sediento de humanidad, atribulado de nacimientos y fenecimientos, estremecido por la brevedad de las horas y la sed de eternidad de nuestros sentidos perecederos que, sin embargo, rozan esos éxtasis breves que tiene un cierto regusto de eternidad.  En Bomarzo está todo: desde los aditivos de las comidas palaciegas y sus licores exquisitos hasta el tramado exuberante de las joyas que penden de los cuellos, los brazos y las orejas; desde las oraciones elevadas a Dios hasta los discursos poéticos en boga; desde el entramado de las cúpulas y los frontispicios de los palacios hasta los menjunjes que aliviaban los desvaríos del cuerpo y el espíritu; desde las esculturas estrambóticas de los jardines palaciegos hasta los duelos de los muertos amados; desde los intensos amores neoplatónicos hasta los excesos en las mascaradas y las orgías. Y en medio de esta bodega de inmuebles, cuadros, armas, vestimentas, estandartes y fluidos sexuales, la figura y la voz del duque de Bomarzo, culto y asesino, y siempre enamorado de espejismos, conmueve de principio a fin.

Bomarzo, como pocas novelas, desafía el aplastante paso del tiempo y las vaporosas modas literarias con sus setecientas páginas vibrantes. Y lo hace así porque se comprende que estamos ante un memorable personaje: frívolo y superficial, pero también profundo y complejo. En realidad, Orsini nos dice siempre que se cree perdurable y grandioso por su poder terrenal  y espiritual –no en vano sabe que en sus venas lleva sangre de cuatro papas y de dieciocho santos y beatos-, pero no ignora que en el fondo él y los suyos no dejan de ser unos ambiciosos y pequeños caciques de provincia. El jorobado y cojo de Orsini conmueve porque es la voz de un monstruo sublime. Y como quisiéramos que los monstruos, como él y como Bomarzo misma, nunca fueran visitados por la muerte. Pero ella es su más alto e inevitable atributo.

Pablo Montoya


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Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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