Por Kelly Echeverry.
A veces me siento como una mamá. Luego recuerdo que las mamás conocen el amor incondicional de madre, el amor de Mamá Osa, y me siento como una tía: como una tía abuela. Cuando tengo muchas cosas en qué pensar me pongo a limpiar. Limpio pisos, paredes, y hasta cosas que uno jamás pensaría que se pueden limpiar. Por ejemplo, me gusta arrancar las carcasas de los interruptores de luz y lavarlas con una esponja. Es increíble cómo con una esponja, jabón y agua se puede cambiar casi completamente el aspecto de algo; se siente como dar de nuevo vida (o mi versión de ello).
Algunas veces también limpio porque estoy sola. No sé si es por comodidad, porque no hay quien desorganice las cosas ni pise los suelos mojados dejando su rastro de huellas, o si es por esconder el sentimiento de vacío que queda en la casa cuando no hay nadie más que yo.
En ocasiones simplemente lavo platos (no ollas) porque al ser algo tan sencillo y casi automático, me queda mucha libertad mental para crear escenarios ficticios. Hace un rato, por ejemplo, mientras lavaba 3 platos, 2 tenedores, dos cuchillos y dos vasos, tuve un pensamiento: debía escribir esto. Y lo narraba en mi mente una y otra vez, con el mismo ritmo con que leo cuentos basados en la cotidianidad, de esos donde se describen personajes, lugares y situaciones, pero en los que el inicio, nudo y desenlace nunca llegan. No sé, parecen solo un eterno inicio.
La cosa es que no siempre soy tan compulsiva como los demás creen. Alguna vez vi una mancha en la pared y pensé: «¿De quién son esas manos?, ¿desde cuándo habrá estado ahí esa mancha sin que yo la haya notado?»; y no hice nada. “Es reciente”, me respondí, y me prometí que la próxima vez que me parara de donde estaba acomodada iría por la esponja con jabón y un trapo húmedo para limpiarla. Sin embargo fueron muchas más las veces que vi la mancha sin ir por las cosas. A veces, incluso, fui hasta el lavadero a traer las cosas para ello, pero al llegar al patio olvidé a qué iba y, en cambio, terminé barriendo las cáscaras de alpiste que habían lanzado los pájaros desde su diminuta jaula. ¡Malditos!, no sé si los odio más por la culpa que me causa su innecesaria vida de encierro o porque siempre llenan el piso con su caca blanca de centro verde oscuro.
Finalmente un día me decidí, fui caminando rápidamente hasta el patio, mojé la esponja y la unté con jabón azul en barra. Humedecí un trapo azul y fui a estregar la mancha en la pared. Quedó limpia, bonita. Solo que entonces, a diferencia de la mancha oscura anterior, se hizo una mancha de limpieza, porque ahora ese sitio estaba más limpio que el resto de la pared y se veía de un color más claro. ¡Maldita sea!, odio limpiar paredes.
A veces pongo la lavadora, me preparo un café instantáneo sin azúcar y me siento en la escalera del patio a tomarlo lentamente y oír el chug chug de la lavadora moviendo mi ropa de un lado a otro, devolviéndola con un frenar seco, y me dedico a pensar. Pienso: «¿Qué será de mí cuando muera mi abuela?». A veces imagino que me despido de las personas importantes de mi familia, y les digo que me voy a vivir a un pueblo tranquilo; que los amo, pero no deseo saber de ellos nunca más, y espero que lo entiendan. Luego pienso que seguramente no sería capaz de hacer eso y en cambio me sentiría muy culpable de no haberme interesado por ellos. ¡Maldito sentimiento de culpa!
Tras verme limpiar cosas en lugares a los que no se supone que uno vaya a limpiar, algunos conocidos han empezado a llamarme Doña K. El apodo no me termina de gustar ni de disgustar. Eso sí, reafirma mi sentimiento de tía abuela, con todo y mi cara de tener solo 14 años.
(Doña) Kelly Echeverry estudia psicología en Pereira. Trapea bares en los que no trabaja y limpia con esponja, en el lavadero, los frascos del champú. También cuida así de la gente que quiere.