Mi madre era muy inocente, crédula como un campo fértil. De niña la llamaban tiburón porque se creía cualquier mentira que le contaran. Yo, que siempre bautizo a mis amigos y familiares con apodos, la llamaba Patricia Shark: sonaba a actriz de película de David Lynch, y por aquel entonces yo estaba obsesionado con el cine. El nombre de mi madre sí era Patricia, pero yo nunca la llamaba Patricia a secas sino Patricia Shark, o Shark a secas, o Sharky.
En el hospital, cuando ya estaba bastante enferma, yo seguía contándole trolas. Y ella se las creía. Acababan de acomodarla en una nueva habitación, por ejemplo, y el oncólogo acababa de asegurarle que esa sería su habitación durante los días que estuviera ingresada. A las pocas horas yo le decía a mi madre: Sharky, me he encontrado al médico y dice que te van a mover a un cuarto compartido. Y Sharky se lo tragaba.
Yo soy igual que ella, incluso peor. Me creo cualquier majadería que me cuenten, y me pueden vender lo que quieran y convencerme de lo que quieran. Hay en mi vida muchísimos hitos de inocencia. Voy a ir escribiendo aquí, cuando me apetezca, los que vaya recordando. El primero es tremendo. Ahí va:
«18 años. Repito: 18 años. No 11, no 13: 18 años. Yo en Venecia. Camino con un compañero por los puentes, sobrevolando el agua. El compañero no es mi amigo, pues muy intenso, pero hoy es una sombra que me sigue. Vamos hacia Santa María della Salute dando toda la vuelta desde San Marcos. Nuestros compañeros van en el barco pero yo quiero caminar y mi sombra se viene conmigo. Doblamos una esquina. Un señor, bronceado como recién salido de una cabina de rayos UVA, vende unas figuras de papel, siluetas recortadas de Mickey Mouse, con pies y brazos hechos con hilos de lana. Los muñequitos bailan al ritmo de la música de una radio, pues se enganchan por detrás a una cuerda que se mueve de arriba abajo de manera mecánica. La cuerda es transparente, como una cuerda de nylon de guitarra, y es invisible, sobre todo para aquellos que, como yo, no quieren verla. El hombre bronceado me dice que las figuras bailan porque la grapa que tienen en la nuca, la que les sujeta su cabeza de papel, conserva la energía de las ondas sonoras después de acercarla al altavoz. Y esa energía produce movimiento. Y, cuando dejas a Mickey en el suelo, apoyándose sobre sus rodillas de hilo de lana, Mickey baila. Eso me explica el señor bronceado con gestos y con su mal español. Cada figura de Mickey cuesta 5 euros. Compro 5. Me imagino llevándome esas figuritas a la discoteca, acercando las grapas a los altavoces y bailando junto a ellas. Imagino a las figuritas rodeándome. Me imagino como un encantador de serpientes. Cuando me junto con mis compañeros de clase en Santa María della Salute se descojonan de mí. Ni siquiera esperan a hacer la prueba de pasar la grapa por un altavoz, los muy incrédulos: ya saben que no funcionará, que es un timo. Me avergüenzo tanto que, aún sin estar seguro (hoy sí lo estoy) de haber sido estafado, tiro a la basura los cinco muñequitos cuando nadie me ve.»
Creo que Patricia Shark estaría orgullosa de mí por esta anécdota, ¿no os parece? Sin duda es digna de ella. Y es digna de mí, su hijo. Sin duda el de Mickey es uno de mis grandes hitos de inocencia, pero hay más, habrá más. Ay, inocente Juan. Bendito Juan. Que Sharky, donde quiera que esté, me bendiga.