Nos alegra presentarles un capítulo de la novela «Tres informes de carnaval», de Fabián Buelvas, con la que obtuvo el «Premio de Novela Distrito de Barranquilla» en 2017.
Capítulo 2
Edgar Gonzo
En bachillerato nos enseñaron a hacer pruebas piloto. Una prueba piloto es un experimento a menor escala para saber si el gran experimento es viable. E inofensivo. Durante la clase de ciencias un amigo quiso hacer gel para el cabello, realizó una prueba piloto y se quemó la cara. En medio del ardor de las llagas agradeció al cielo no haber realizado el experimento original.
Filmé a mi amigo tras el accidente. El contraste entre el color de su piel y el de las llagas hacía inocultable su nuevo defecto. La piel quemada era dura, parecía artificial, con partes lisas y corrugadas que acentuaban la fealdad de su rostro. Antes del accidente mi amigo tenía la cara llena de granos. Ahora él hubiese preferido tener acné quístico con pústulas e inflamaciones en todo su cuerpo y no aquellas heridas silenciosas. Hice tomas muy de cerca para captar las fascinantes variaciones de su rostro, sus pliegues color rosa cuando hacía frío. Comparaba las imágenes para distinguir los cambios que sufrían las cicatrices con la exposición al sol. Le enseñaba los hallazgos a mi amigo, le explicaba los acontecimientos de su piel, su propia y particular madurez facial. Cada día anticipaba su metamorfosis, suponía en qué lugar aparecerían nuevas llagas, cuáles serían arrancadas y cuántas sobrevivirían hasta secarse con el paso de los días.
A mi amigo no le hizo gracia que le mostrara sus propios videos tan seguido. Dijo que mi interés por su cara era inapropiado, que le parecía maligno. Le expliqué que mi comportamiento era así porque su cara era inapropiada, lo que la hacía interesante de observar y eso no era algo dañino. Dejó de hablarme y ya no fue tan sencillo monitorearlo.
Como no quería perder mi relación con él ni alterar el registro registro facial que realizaba, comencé a espiarlo. Seguí sus tres visitas semanales al dermatólogo, al spa, a los cursos preuniversitarios, centros comerciales, cine en 3D. Grabé su rostro centenares de veces, con zoom, a color, en blanco y negro. De todas las formas posibles.
Aun así fui incapaz de sospechar que moriría, que aquel hombre al que perseguía sin descanso era un desahuciado. Al parecer sus llagas nunca cicatrizaron del todo y se infectaron, de manera que su cuerpo se fue llenando lentamente de bacterias. Al que fuera mi amigo lo mató un coctel de seres vivos microscópicos que invadieron su cuerpo en proporciones geométricas. Asistí a su funeral para hacer una última toma.
Lo que me dolía de la situación era que hubiese muerto sin mi ayuda. La cercanía que tuvimos mientras estudiamos juntos me había dotado de derechos que yo consideraba naturales, pero que a él no le agradaron a pesar de su poca oposición. Cuando quien fuera mi amigo se armó del suficiente valor para mandarme al carajo por mis comportamientos inapropiados, supe que perdería el acceso al control de su rostro. Desesperé, pero no sometí mi satisfacción ante el daño que le hacía mi investigación facial.
***
La impotencia que sentí mientras miraba su cuerpo tieso fue indescriptible. La relación que sostuve con quien fuera mi amigo había finalizado y yo apenas me daba cuenta. Su cadáver fue revelador, el signo inequívoco de la soledad que se cernía sobre mí. La funeraria estaba atestada de gente extraña, sentada, de pie, conversando, llorando, ignorando por completo la unión que existió entre ese él y yo. La tapa del ataúd seguía abierta. Quise sacudirlo con fuerza y solo atiné a escupirlo. Porque te has muerto te odio, hijueputa. Te necesitaba.
Quizá no pensé eso último o quizá lo dije muy fuerte. No siempre soy capaz de reconocer qué pienso y qué digo, qué cosas pongo dentro o fuera de mí, o en qué se diferencia un sueño de la vida real. Hay veces en que todo a mí alrededor se mueve lentamente, se hace pesado, y yo logro sentir cómo los sonidos adquieren la densidad del plomo. Cuando llegan a mi oído siento el golpe seco, el estruendo, y creo sangrar.
—¡Qué puta cara! —dijo.
Frente a mí, del otro lado del ataúd, había una mujer de lentes grandes y oscuros. Miraba el rostro del que fuera mi amigo con interés, como intentando resolver un acertijo entre su muerta piel azul pálido. Recordaba haberla visto algunas veces mientras lo espiaba, así que supuse que era una buena amiga o hasta su novia.
—Amiga, novia, un poco de cada cosa —respondió al preguntarle—. Lo que él quisiera con tal de tenerlo a mi lado.
Dijo llamarse Lucía. Su cercanía con quien fuera mi amigo activó como una alarma mi interés hacia ella. Quise saber de su vida con él. Hablamos despacio frente al cadáver, ninguno de los dos quería separarse del cuerpo. Pronto llegaría el carro fúnebre y jamás lo volveríamos a ver.
***
Lucía me explicó que el clonazepam es el ingrediente activo del Rivotril, el fármaco que consumía a diario hasta antes de conocer a nuestro amigo en común. El Rivotril, dijo, era un freno para sus constantes convulsiones, la sumergía en un estado de relajación tal que varias veces pensó que iba a morir. Pero se mareaba. La sensación de agonía era insignificante en comparación con el terror de perder el piso. No era suficiente con que el medicamento la relajara o incluso la hiciera más sociable. Para Lucía, el Rivotril era preciso para alcanzar una estabilidad que no conocía, pero que intuía a partir de ese clímax farmacológico.
Hasta que apareció aquel sujeto de la cara dañada. Eran tantos los pliegues rosados, la irregularidad de sus mejillas, la evidente asimetría, que Lucía quedó maravillada sin razón y sin remedio. Observó primero con aparente desgano, luego con el morbo de quien sabe que hace algo indebido. Al final lo hizo sin ningún pudor. Lucía, en medio de un excitante estado de contemplación nunca antes sentido, temió. Se horrorizó ante la pérdida de un objeto único apenas hallado. Dio un paso más y lo saludó. Se hicieron amigos, compañeros, novios, amantes. Lucía asentía a cada una de sus propuestas. Él era un chico tímido y ella una mujer desesperada por obtener algo que ignoraba. En poco tiempo hicieron el amor, tocó su cara, besó, lamió, sintió como propia aquella piel erosionada.
Días después de conocerlo Lucía se percató de que no había tomado el Rivotril. No hubo crisis convulsiva, ataque de pánico ni temor a las multitudes. Comprobó con sorpresa que sus pisadas en el suelo eran firmes. El mundo tenía de nuevo solidez. Se aferró aún más al desconocido de la milagrosa cara.
Pero él murió sin que ella —arropada como estaba con su propia felicidad— pudiera notarlo. Lo breve que había sido la buena vida con él la hizo aún más triste. Tembló. Se sintió infeliz de nuevo. Revolvió todos los lugares de la casa buscando una vieja fórmula médica que le permitiera conseguir Rivotril. Había tenido la mala idea de botar las pastillas por el inodoro, creyendo que jamás las necesitaría. Siempre hay que tener un plan b, pensó, más si eres de los que cree que la felicidad existe solo para indicarnos cuán desdichados podemos llegar a ser.
Encontró por suerte algunas pastillas en uno de sus vestidos y las tomó de inmediato. Cero. Sin efectos positivos. El mismo desencanto de costumbre acompañado de mareos y el piso que se movía. Ya las pastillas no servían. Duró dos días aferrada como una lapa a las paredes de su habitación.
Cuando se enteró del sepelio del chico de la cara dañada, se vistió como pudo y corrió a la funeraria en busca de consuelo. Lucía y yo nos conocimos con la muerte de alguien que sin proponérselo nos daba alivio.
***
No recuerdo, de nuevo, si fue ella o yo. Quizá nunca lo dijimos, no acordamos nada verbalmente. Sucedió que fuimos al cementerio a enterrar el cadáver del chico de la cara dañada, ese amigo unidireccional, el proveedor de nuestra estabilidad. Esperamos que hablara el sacerdote, luego algunos amigos, el llanto incesante, los sepultureros que quieren echar tierra rápido para irse a sus casas, la madre del difunto que no deja que lo entierren, que grita, gente que detiene a la mujer dolida. Esperamos que cesara el dolor de los demás, la partida de los familiares que luego del funeral seguirán con su vida, la noche, el bus que nos llevaría de regreso, esperamos que ocurriera algo, algo, algo, lo que fuera para no tener que pensar en el futuro, en el silencio demoledor de la noche que castiga eso que fue tu día, la vida que llevas, la forma incomprensible como te aferras y no mueres.
—Estoy viviendo al límite —dijo.
Le dije que en Estados Unidos el Rohypnol estaba prohibido. Es una droga mucho más fuerte que el Rivotril, te deja seco por dentro, elimina cualquier excitación física o psicológica hasta dejarte completamente sedado, tranquilo, capaz de hacer lo que sea de la manera más fría. Lo usan para dormirte durante una intervención quirúrgica. Dicen que unos tipos tomaron Rohypnol y quedaron tan ensimismados que ni se percataron del momento en que violaron a una mujer y robaron tres tiendas de barrio. Por eso los gringos lo sacaron del mercado. En España sí es legal, de allá lo traen hasta acá, no es tan difícil conseguirlo. Un amigo mío es dueño de una farmacia, así que quizá pueda ayudarte. Dejarás de vivir intensamente por doce horas.
Le escribí a Lucía mi número telefónico y mi dirección al reverso de una foto de quien fuera mi amigo. Tres días después, a las nueve de la noche, ella se presentó en mi apartamento.
Fabián Buelvas. (Corozal, 1985). Autor del libro de cuentos La hipótesis de la Reina Roja (2017, Collage). Sus cuentos y crónicas han sido publicados en El Malpensante, El Heraldo, Literariedad, Cartel Urbano, Corónica y The Clinic. En 2015 fue finalista del V Premio Nacional de Cuento La Cueva. En 2017 obtuvo el Premio de Novela Distrito de Barranquilla, con Tres informes de carnaval. En 2018 ganó el VI Premio Promigas a la Mejor Crónica del Carnaval “Ernesto McCausland Sojo”. Varios de sus trabajos pueden leerse en el blog http://www.perrohijueputa.wordpress.com. Actualmente trabaja en su segunda novela, titulada Ilusiones derivadas de un supermercado.
Para adquirir un ejemplar de Tres informes de carnaval, escriba a fabian.buelvas@gmail.com
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