Une saison en México

Bajo el volcán

El avión ha entrado en el cielo mexicano.

La oscuridad lo domina todo, pero hay una luminiscencia callada que quiere vencer lo negro. He abierto una novela para no aburrirme, incómodo entre una venezolana que duerme y se remueve con cada bajonazo que experimenta la carcaza de hierro y fibra de vidrio en que nos transportamos, y una suerte de inglés o europeo de alguna especie. Al contrario de la mujer, quien aún dormida parece despierta, el homo europaeus está petrificado. Sé que no es el miedo lo que lo mantiene en ese estado, es una clase de estoicismo en el que adivino el hombre se interna para soportar la brutalidad de las cuatro horas largas de viaje en puestos estrechos como butacas para gallinas o para gatos, no para homínidos.

Mi lectura no es evasión, empero, Dios me libre, es atención, es estar presente de otro modo, acaso, más afilado. Es dialogar con lo que me rodea. Recordaré esta lectura no como la he mencionado arriba, para desaburrirme, sino como un escenario fértil para la poesía.

Ella duerme. Él juega al sudoku en su teléfono móvil. Yo enciendo la luz de mi asiento y leo Los días y el polvo de Diego Ordaz. La elección no fue ponderada, pero el onirismo y fragmentariedad de la narrativa del mexicano se convierten en la estructura por medio de la cual me internaré en México.

Entre oleadas de sueño, la voz sardónica de una mujer y la ficción de un pistolero improbable, los espasmos del avión que quiere venirse abajo porque esta geografía lo reclama, voy yo armando mi coreografía de entrada al mundo bajo el volcán.

El movimiento exacto del tambor engrasado que gira con su frío click para escupir un proyectil me sacude el sueño. A mi derecha, el hombre se toca la cabeza como alisándose un mechón cobrizo. A mi izquierda, la mujer me ha apretado la pierna muerta del susto. Se disculpa, yo no le respondo, al fondo de la noche, por la ventanilla de la aeronave inclinada de manera insólita, el infinito circuito trenzado como una enorme matriz me reclama: Ciudad de México.

La ciudad no es colosal como han dicho. Tampoco es la madre del caos, como lo pone el improbable personaje de Rodrigo Fresán en Mantra. Ciudad de México es un fantasma escamado que lo cubre y lo determina todo. Se expande silente. Se sobrepone, penetra y sostiene la realidad. Suspendida en el vacío de la historia, CDMX respira esperando y creciendo. Sus entrañas de cableado y luz desafían al cosmos. Me propongo pensar que, vista desde otra galaxia, Ciudad de México lanza su andanada de agujas de luz, su rumor incesante, su desafío al yerto abismo de la soledad sideral para dejar el eco de su imagen impreso en los eones como posible recordatorio de lo humano.

El avión se precipita sobre la ciudad para diluirse en su reverberante materia. Desaparecemos. Dejamos de ser para ser otra cosa. Estoy seguro de que aquí somos nosotros en México, pero arriba, la marca de agua de lo que somos pervive coagulada en el espacio, en el otro cielo, uno que queda entre el cielo cielo y el cielo radioactivo de esta ciudad. Como en un pliegue aguardamos a que nuestro destino se resuelva.

Supongo que bajan conmigo el asceta y la mujer del sueño inquieto, pero acaso sean solo sus fantasmas o unas tulpas, unas proyecciones astrales fabricadas por la anticipación, por el cansancio, por el desdoblamiento de la llegada.

Me subo a un taxi que demora tres noches en llegar a destino. Como si dejáramos atrás la primera noche, sin transición, sin día y nos internáramos en la siguiente, y el alba no se decidiera a asomar, y penetráramos en la siguiente noche por un puente de agua detenida.

Enrique Frías, un poeta mexicano con el que he estado hablando desde Colombia, me ha contactado con una mujer que me ha ofrecido alojamiento por lo que dure la noche y el día de mañana hasta la salida de mi vuelo a Oaxaca. Me digo que, como B. Traven, en esta tierra, seré un viajero nocturno.

Al filo de la penumbra, llego donde Berenice, a quien no conozco. Atiende a la puerta, me saluda, se da la vuelta ligera y me conduce por una escalera estrecha, más bien diseñada en tiempos Olmecas que finiseculares, abre una puerta a un apartamento sobre una terraza, señala una cama y, sonámbula, se retira.

Mi primer día apenas empieza. Mi día en México inicia en la oscuridad de sus calles y en la opacidad de su arquitectura. En el espectáculo de líneas verticales que abren brechas en la distancia, que compartimentan el viento, que rajan el manto de la luna.

La avenida con sus tractomulas de cilindraje imposible no es propensa al sueño, mi cansancio de kilómetros apilados unos sobre otros es la horizontalidad, la llamada de cristales rotos de la inconsciencia.

Primer día 2.0

Me despierta el reloj biológico de Colombia, ese opresor que me dicta levantarme a deshora, cuando todos duermen y solo yo miro al muro del vacío. ¿Qué será esto que hace que vuelva mi cabeza a esa geografía rota? Colombia es todo menos totalidad, ¿cómo verla?, ¿cómo aproximarse a ella?, acaso los ritmos, acaso la costumbre.

Bere me dice que desayunemos. Me lleva a un sitio cercano. Una tienda en lo alto de un centro comercial. Me gusta del local que está lleno de espejos y es imposible ignorar a los demás comensales. Me gusta que desde mi posición veo una librería. Los libros reposan en mi espera. En la espera. La eterna espera que cesa momentánea. El libro está en eterna espera porque no basta con una lectura.

Café, fruta, quesadillas, pan, huevos estrellados con una raya de salsa verde. Aquello es la sentencia que me asegura que a mi regreso en Bogotá la gravedad del planeta operará con saña sobre mi aumentada masa.

A medida que la comida va disminuyendo en nuestros platos, Bere compone un rudimentario mapa de la Avenida Paseo de la Reforma para mí. Me da indicaciones de tomar transporte para allá e iniciar mi visita a la ciudad que se hunde desde el Auditorio Nacional hasta el Zócalo. Dibuja primorosos angelitos sobre obeliscos, caballitos, dianitas cazadoras y bocacalles. Me explica los colores de las distintas líneas del metro y me indica que la rosa me traerá de vuelta.

Salimos de allí para que yo busque algo de moneda local y nos separamos.

La Avenida Paseo de la Reforma me revela el tamaño del pensamiento mexicano. Contrario al abigarramiento en el que vivimos en Colombia por cuenta de unas cordilleras que se levantan entre pueblos, poblados, caseríos y ciudades, México tiene sus montañas conectadas por extensas llanuras y ciudades que van surgiendo en la distancia y no del envés de un risco o de una enramada como en mi país.

No agoté el Museo Antropológico porque las jacarandas en flor me llenaron los ojos de violeta. Deambulé como un autómata ahíto de algoritmos toltecas, con la mirada florecida de frisos, obeliscos, ues funerarias y cabezas gigantes. El reciente descubrimiento de la influencia de las comunidades del golfo en las comunidades de tierra adentro también me hizo entender la relevancia de la herencia que las comunidades originarias tienen sobre la identidad del país.

Afuera, el vuelo de cuatro hombres vestidos de blanco y plumas coloridas me aguardaba. Subieron a un poste de metal blanco de unos treinta metros de altura, ajustaron una estructura cuadrangular y tejieron cabuyas alrededor de la misma y de sus cinturas. Un quinto hombre trepó y empezó a tocar la quena y los hombres se echaron de espaldas al espacio. Abajo, un sexto hombre hacía girar una miniatura de hombrecillos coloridos, hilos y madera. Un tiovivo de extremidades dormidas y cabellos flotantes estuvo rayando el suelo con su sombra un rato. Cuando levanté mi rostro, el hombre me miraba ni serio ni sonriente. Me fui de allí.

El abrigo negro, tan necesario en el páramo bogotano, se convirtió en un enemigo innecesario. El sol, rencoroso, se paseaba por la ciudad. Anduve los kilómetros que me separaban del Faro del Comercio por el interior del jardín botánico. Luego busqué una calle estrecha y concurrida que careciera de tiendas lujosas, no por cuestiones de presupuesto, mas sí porque la mejor manera de probar el sabor local es en los negocios menos patentados. Comí tacos de tasajo, guacamole y cerveza dos equis. Regresé al Paseo de la Reforma. Superé a la Diana Cazadora, el obelisco del Ángel de la independencia, el Caballito de Sebastián (Enrique Carbajal) y llegué a la altura de la boca subterránea que conduce el metro de la ciudad. Miré de lejos la mole de la catedral y recordé lo que dijera Bere, en el suelo hay cristales para observar el nivel de hundimiento; hay, también, un péndulo para el mismo fin. Amenacé con el puño en esa dirección como lo hiciera Raskolnikov a su hermana, sin razón. Imaginé las palabras de Bere y prometí volver para ver el portento: esta gente hacía turismo con la debacle, y hay multitudes que disfrutan con ello. Me pregunté si en el proceso de desaparición de algo había una razón para la memoria, si acaso se trataba, mejor, de la certeza de que, llegado el límite de la catástrofe, podía haber salvación, como lo postula la herencia religiosa de la máquina capitalista de la colonia, pero estaba seguro de que, corregida la mortal inclinación de la catedral, parte del encanto se perdería. Así como las ruinas de Teotihuacán, de Monte Albán, de Querétaro y demás lugares debían mantenerse como ruinas para asegurar su constante misterio.

Eran las cuatro. Me dejé devorar por la hidra del metro. Retorné por mis maletas, ya en término medio de cocción, no podía retirarme el abrigo porque guardaba allí el pasaporte y el dinero. Tomé un bus que me llevó de vuelta a Santafé, pero no me aguardaba Bere. En su carro aparcado afuera del complejo bancario donde ella laboraba había un hombre de proporciones no mexicanas. Su nombre era Olaf. El barbudo y panzón Olaf condujo por una hora para llevarme de vuelta al metro con mi equipaje. Todo el tiempo me habló de comida. Habló de la barbacoa de cordero. Me explicó con minuciosidad el procedimiento de preparación, y no contento con ello, me puso un video de youtube para que lo viera yo con mis propios ojos. Luego me habló del mole y de sus ingredientes, pero no supo decirme qué es, si una salsa, un puré o un caldo, es un misterio. Me habló de las tlayudas, de las enchiladas, de las crepas de Juchitán, de los tamales, de cochinita pibil, de las carnitas (video a bordo), etc, etc, etc.

Me bajé en el metro, ahíto. Tomé la línea rosa de vuelta para cruzar la ciudad entera y bajarme en el aeropuerto y alcanzar mi vuelo a Oaxaca.

He comido un sánduche. He abordado. He visto cómo nos desprendemos del gran integral de luces que es CDMX. He visto cómo nos internamos en la noche de la cual descendí al inicio del día 1. Noche a la que he vuelto. Noche que nunca ha terminado, puesto que ha estado oculta, aguardando tras las nubes y la radiación maldita del sol que desintegra al planeta poco a poco.

Primer día 3.0

Con mucho trabajo, la máquina de volar se ha desprendido del campo magnético que la mantenía ligada a la ciudad. Transitamos algo azarados por el cielo mexicano. A lo lejos, la penumbra del mundo les permite a las poblaciones ser galaxias en un manto arrugado y misterioso. Entonces lo veo. El Popocatepetl, furioso todavía, extiende sus venas de fuego sobre la ladera de su cuerpo. Abajo, Puebla aguarda confiada.

Roberto Segrov

Roberto Segrov nace en Bogotá queriendo haber nacido en Estridentópolis. Escribe poesía, narrativa, traduce la obra de los poetas que más lo trasnochan y dicta clases de literatura en varias universidades de la capital colombiana, también es oficinista, lo anterior, todo en ese orden. Ha publicado los libros de poesía Formas de romper las olas (Buenos Aires Poetry, 2018), Tríptico lunar (SaintNeve, 2019) y Estudios para el intento de ciertas pesadillas (Editorial Pie de Monte, 2019), así como el libro de relatos Un crepúsculo que no termina (Ediciones Camelot, 2019).

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