El melodrama es una forma de la comedia, una comedia sórdida, no muy risueña, pero comedia finalmente. Se hace plausible lo implausible, entonces ésa es una forma de comedia. Sí, es una vez más la recuperación del amor loco, del amor desesperado, del amor que produce cómplices ya ineluctables, irredimibles. Es un amor que va más allá de la moral y las buenas costumbres, por supuesto. Trata de una pareja de asesinos, pero básicamente es una historia de amor. Arturo Ripstein.

Por: Juan Guillermo Ramírez.
Cuando empezaron a aparecer los créditos finales de La reina de la noche y aún no se encendían las luces del Centro de Convenciones de Cartagena, Gabriel García Márquez le dijo al director Arturo Ripstein, que estaba sentado a su lado: ¡Carajo!, por fin aprendiste a hacer cine. Ahora si te puedo dar ‘El coronel no tiene quien le escriba’. Un regalo que recibe algunos años en pleno Festival de Cine de Cartagena. Un regalo para jamás olvidarlo. Un regalo para ser adaptado con tiempo.
Hijo de productor de cine y testigo desde su más tierna infancia de la llamada época dorada del cine mexicano, el realizador Arturo Ripstein cumple cincuenta años dirigiendo, aunque su vida completa ha sido hasta hoy un absoluto tiempo de filmar. En 1965, a los 21 años, dirigió su primer largometraje, Tiempo de morir, con guión escrito por Carlos Fuentes y García Márquez, una película de vaqueros atípica que se convierte en una de las obras más representativas de la nueva generación. El cine de Ripstein es críptico, cerrado, difícil de leer. Tiene una temprana influencia del realizador Luis Buñuel, radicado en México durante casi medio siglo, a quien Ripstein se acercó en la adolescencia.
Los espejos y la paternidad son temas de una de sus películas más conocidas: El castillo de la pureza. Basada en el caso de un hombre que mantuvo encerrada a su familia durante doce años en una vieja casona, para que no se contaminara con la perversidad de la vida real, la realiza en 1972 y su título es tomado de un ensayo de Octavio Paz. El santo oficio es su cuarta película y narra el caso de la inquisición en la Nueva España, en el siglo XVI que tuvo como protagonista a una familia judía. Foxtrot es una película lejana, elegante y lánguida, donde Ripstein rinde homenaje a Fritz Lang. Basada en la novela homónima de José Donoso, El lugar sin límites es una de las grandes películas de la cinematografía mexicana. Es una cinta poética con un doloroso testimonio sobre las abominables posibilidades del machismo. Es el asesinato del travesti, que ha firmado su sentencia de muerte. A pesar de la crudeza del tema y su descarnado desenlace, la película muestra lo mejor de Ripstein: la capacidad de hacer extremadamente bello lo más sórdido.

Con El Imperio de la fortuna, Ripstein cambia su registro fílmico. Es la historia del dueño de un gallo de pelea favorecido por la suerte y el amor, encarnado en su bellísima mujer-talismán, La Caponera. Principio y fin es la adaptación de la novela del egipcio Mahfuz, El callejón de los milagros, trasladada a una familia de México. Lleno de símbolos, el cine de Ripstein está cargado de melancolía, de frustración, que contempla la vida social como una asfixiante trampa. El sótano, el encierro, lo claustrofóbico de una existencia condenada desde la niñez a la mentira del ascenso social, se ve reflejada en imágenes concretas y en locaciones de deprimente belleza, ya sean burdeles o baños públicos, peleas de gallos o tristes alcobas de amor furtivo y efímero. Nada complaciente, es un cine depresivo del que la mayoría del público mexicano quisiera huir, esconderlo, hacerlo desaparecer de su espejo, mientras que es cada vez más apreciado por todos.
En 1994 triunfa en San Sebastián con La reina de la noche, una biografía imaginaria de la popular cantante de corridos y de música ranchera de los años cuarenta, Lucha Reyes, de prodigiosa voz y vida desgarrada por el tequila, el amor y una madre dominante. Arturo Ripstein es calificado, a partir de ese año, como el Fassbinder mexicano. La reina de la noche condensa, en un grado muy elevado, las obsesiones de Arturo Ripstein. Y todo eso se sustenta en un sistema puesto en el lugar que antecede todo su trabajo fílmico, y que consiste en encerrar literalmente a sus personajes mudos, sus pasiones más elementales y que intentan, inútilmente sublimar. La película describe y registra algunos momentos situados entre los años de 1930 y 1940, de la existencia de una cantante mexicana muy famosa, cuya vida sentimental fue, visiblemente desastrosa, tronchada en su destino, e influenciada muy estrechamente por su madre, una mujer posesiva, regidora de un burdel, su marido infiel, su más íntima y mejor amiga que la traiciona, pero sobre todo, su más profunda influencia es personal, y es su personal neurosis. La canción, la música, la letra sentimental, el canto, la máxima sonoridad de una voz, sirve de ejecutora mensajera que refleja una sexualidad que cambia brutalmente de objeto deseante y se burla de todos los códigos sociales.

Arturo Ripstein continúa tomando literalmente la psiquis de los individuos que él observa. Porque la mirada de este particular director se dirige hacia adentro, hacia el alma de los seres que habitan sus historias, hacia las mujeres que tratan de luchar contra un machismo que las aplasta. Y luchan y por lo regular triunfan. Por esto ninguna secuencia exterior ventila o refresca una acción que describe un teatro de pulsiones en cuartos estrechos, con atmósferas cargadas de sensibilidad y de sensualidad; y siempre las va cortando en largas y extenuantes secuencias, mas no aburridoras, en donde se vislumbran inmuebles que evocan los acontecimientos políticos, contextualizando así, históricamente en un presente, el mundo exterior que la cámara filma. Y claro, la guerra europea como un eco lejano que se escucha. Arturo Ripstein no está lejos, en esta puesta en cámara que involucra y evidencia, la “devoración” mutua de sus personajes; algunos lo llamarán canibalismo, otros en cambio, sobrevivencia, de esa violencia del maestro alemán Rainer Werner Fassbinder, con sus Amargas lágrimas de Petra von Kant.
Si La reina de la noche deja un poco sobre su aperitivo visual, sobre su apetito que despierta, un miedo, un pánico, radica en que la parte tomada que es adoptada mantiene una distancia que desestabiliza un poco algunas situaciones paroxísticas descritas, y que han, por consiguiente, extrañamente transfigurado, en ese punto donde confluyen las reglas del melodrama: una maternidad comparada, engañada, engaños irreparables, traiciones y suicidio. Así será difícil olvidar la muerte del personaje principal femenino (interpretada magistralmente por Patricia Reyes) en ese último momento, en donde y sobre la banda sonora se escucha Madame Butterfly, que aparece y parece trascender ese instante, cediendo el lugar al sonido de las gotas de lluvia, de agua que cae en las cubetas. Pero en últimas, La reina de la noche queda fiel al cine de la crueldad de Arturo Ripstein.
Un amor que delira

Profundo carmesí propone nuevas y terribles variaciones sobre la maternidad, que van del abandono al infanticidio. Las ilusiones románticas alimentan la espiral de los celos. La gorda Coral es la que pasa al acto, justamente por celos. Ella tiene la iniciativa: comete los dos primeros asesinatos, remata a la segunda víctima con sus propias manos (la vemos entonces a través del espejo), antes de encontrarse frente a la niña que es un reflejo de su propia hija abandonada. El personaje femenino es una mezcla rara de positivismo de médico legista y descontrol sentimental de una adolescente retardada. El encierro vuelve a ser voluntario, es el encierro de una pareja en la que se confunden pasión y compasión. Ambos rivalizan en infantilismo: él pidiéndole de cuclillas que lo castigue, ella sentada en un pupitre escolar comiendo desaforadamente. Sin embargo, él la supera indudablemente con la obsesión infantil del bisoñé, cómica para un Don Juan. La conducta de la pareja de Profundo carmesí también tiene algo de suicida. En todo caso, la compulsión erótica se confunde con la pulsión de muerte: estamos unidos para siempre por la sangre y la muerte, dice Coral. Con Profundo carmesí (basada en un hecho real de los años cuarenta en el Midwest estadounidense que inspiró la película The honeymoon killers dirigida por Leonard Kastle en 1970), es fácil deducir que a Arturo Ripstein le gustan los sobrevivientes, los personajes marginales, las situaciones y las escenas donde sus criaturas están al final de sus fuerzas, en esas bien llamadas situaciones límite. Al borde de todos los colapsos. Le gustan los sobrevivientes. Le gustan los personajes que optan por el amor. Esa emoción sacrílega y sediciosa que se opone a todo con la fuerza atroz de la naturaleza: a todo obstáculo, a todo pecado, a toda acción que tienda a impedir su última, imposible, portentosa y finalmente terrible y triste realidad. En la crónica de la nota roja, fuente inagotable de temas portentosos, Ripstein encontró el caso de unos amantes que, envueltos en la vorágine del amor, cometen una serie de graves tropelías. No eran unos asesinos convertidos en amantes.
Era una pareja de amorosos que asesinaban. Y se sintió profundamente conmovido. El amor loco, la locura de amor profesada por estos terribles enamorados, estos últimos humillados y ofendidos, le confería una feroz poesía al horror. Crearon un misterio desesperado y doloroso que los unió más allá de la muerte y más allá, incluso, de la vida. En los albores del próximo milenio, parecería redundante reiniciar una disquisición sobre el tema de lo amoroso relacionado siempre con la culpa, el destino, el remordimiento, el pecado, es probablemente el más abundado y más complejo, a lo largo de la historia. Canciones, poemas, óperas, obras de teatro, películas como Profundo carmesí de Arturo Ripstein. De buena o mala calidad, de todos los tintes y matices, parecen estar obsedidas por el amor; fantasma recurrente del creador. De entre este absoluto panorama ocupan el lugar de honor aquellas obras que bordean sobre el más desenfrenado, perverso y obcecado de los amores: el amor loco. Sobre todo y con particular fuerza desde el romanticismo del siglo XVIII, el amor loco se destaca en el amplio panorama de las artes. Y no es gratuito. Nada como el amor loco rompe, subvierte, trastoca. Los románticos, persuasivos destructores del orden, subversivos por definición, lo sabían y lo usaron. Nada como el amor loco crea utopías… y las destruye. Nada como el amor loco rasga, rompe y desordena la casa del orden social. Nada es más irreverente, sacrílego, herético. Nada, por lo tanto, más humano. El amor loco, al igual que Prometeo, se enfrenta a Dios para, igual que Sísifo, consumirse a sí mismo; fracasar. Y en ese continuo fracasar, ir bordeando su humanidad. En todo caso, el amor y la muerte, eros y thanatos, culpa y testigo, encierro y celos, vienen desde lejos. El burdel y el cabaret representaron en el viejo cine mexicano el espacio consentido de representación de esas pulsiones e incluso el espacio admitido de tímidas transgresiones, invariablemente absueltas por el final feliz moralizante. Especialista en sacarle jugo a la desgracia, de hecho, de allí saca su cine.