
Por: Antoine Skuld
El mundo te sucede al garantizarte que esta vida es transitoria. Con razón, pues sólo así puede seducirte y esto es lo más cercano a la verdad. Lo más terrible es que después de la feliz tentación nos olvidamos de la garantía, porque el bien nos ha inducido al mal, la mirada de la mujer nos ha llevado a su lecho.
Franz le pide a Robert las pruebas de galera de una nueva colección, mientras Dora le acomoda la almohada. Ahora quiero leerlos. Me excitaría mucho, quizá, pero todavía repetiría la experiencia, comenta Franz con voz casi imperceptible. En el cuarto una atmósfera húmeda lo invade todo. El enfermo respira con dificultad y unas gotas de sudor perlan su frente. Sus grandes ojos oblicuos se hunden cada vez más dentro de las cuencas. El trapecista prepara su salto mortal para el acto final. Se abandona y, adormecidamente, cierra los ojos. Robert Klopstock se inclina, inquieto, sobre el enfermo. Dora Dymant le seca el sudor de la frente con una pequeña toalla.
El cielo gris, limpio y seco, se desploma a través del amplio ventanal del sanatorio. Entrelazados en una ocurrencia simultanea de realidades y sueños, pasan por la mente de Franz sujetos y objetos. Los tiempos se confunden en caprichosos juegos evocadores. Se hacen presentes paisajes, personas del pasado. Los recuerdos cobran vida y caminan en la aventura de la imaginación. Recuerda a Melina Jesenka, a Felice Bauer y a Dora Dymant. Y piensa para sí: quién quiera no puede tomar el aire creativo de la vida, debe sufrirla enteramente. Tal vez por ello, no por haber sabido seducir a Felice, ese amor renunciado. No. No puede ser. Fui feliz con ella en Mariembad. ¿Qué tiempo? No sé. Muy pocos días. No podía seguir con ella. Era muy dominante o quizá yo no quería entregarme. Sí, ya sé que se me acusa en todo el proceso de mi vida en ser egoísta, de amar solamente mi obra literaria, pero no es así. Ya le di órdenes a mi amigo Max Brod, de que acabara con todo lo escrito por mí. ¿Felice? ¿Cómo será posible que puedas pensar que no te he amado? Bien recuerdo lo que te dije en aquella carta: “Mi único miedo –ciertamente nada peor puede ser dicho y de otro modo escuchado- el saber que jamás podré poseerle. En la mejor de las hipótesis sería condenado, como un perro amigo, a besar su mano casualmente extendida, lo que ahora sería una demostración de amor, sería empero desesperación de un animal condenado al silencio y a una separación eterna”.

Los fantasmas de la nostalgia invaden a Franz en sus últimos instantes, produciéndole una íntima alegría, como si un recomenzar de la vida acudiera a su espíritu, de solaz triste. En tanto teje la madeja de sus memorias, la imagen de Felice se le hace vívida. En vista de estas verdades, Felicia –y para mí no parece haber dudas-, yo tenía buenas razones para separarme de usted hace seis meses, y buenas razones para temer cualquier unión convencional con usted, una vez que las consecuencias de esa unión solamente servirían para agotar las pocas energías que aún me restan –yo que soy un desajustado para el mundo- para este mundo de hoy. La diaria fluctuación de la fiebre, el constante insomnio, su mórbida sensación a los ruidos y al deterioro de sus pulmones, cada vez mayor, lo van consumiendo.
Max, Max, ya te lo dije. ¿Recuerdas? He estado pensando que la tuberculosis que tengo, no es una enfermedad especial y tampoco una enfermedad que necesite un hombre especial; es solamente el germen de la muerte mismo intensificado en un grado que por el momento no podrá ser determinado.
Franz Kafka sigue debatiéndose en su lecho de la muerte. No ha abierto los ojos y su respiración es cada vez más dificultosa. Dentro de su cuerpo, su espíritu se prepara para una retirada. Las facciones del rostro van perdiendo la dureza provocada por los dolores y los rasgos adquieren un sosegado contorno.
Las imágenes del pasado lo compulsan a la digresión mental. Todo pasa por su cerebro, en su profunda intimidad, sin que delate nada hacia afuera, hacia la superficie de la piel. Las palabras pasan, en su coloquio, como logaritmos de las cosas.
Sí, ya sé, escribir es una dulce y maravillosa recompensa, pero ¿para qué? En mis desvelos se ha hecho claro para mí, tan claro como un libro de lecciones para niños, que esta ha sido la recompensa por haber servido al diablo. ¿Recuerdas Feliciana, cuando te decía de mi egoísmo, de que siempre estaría pensando en mí mismo? Por aquel entonces escribía “América”, y le robaba tiempo a este libro para casarme con usted. Aquella noche del primero de diciembre, de 1012, la recuerdo: “Querida, solamente algunas palabras, es tarde, muy tarde y tengo un mundo de trabajo para hacer mañana. Pasé el domingo entero pensando en usted, con pensamientos alegres y tristes. Solamente salí de casa para echar una carta al correo.

Nadie ha entendido mejor que Kafka la compulsión que siente el artista de perseguir su arte, no importa la burla o indiferencia, cuanto pueda ser, por parte del público, ni tampoco lo corrosivo o caprichoso de la obra.
Pero el recuerdo, tu recuerdo, el deseo de tenerte cerca, de poder hablarte en vez de escribir, me conmovieron aquella noche de marzo de 1913: “Vieja querida, tengo un mundo de trabajo esperando por mí amontonado en la mesa, pero no consigo hacer nada. Por eso mismo, ahora mismo he tomado la decisión de ir a Berlín. Perdí la respiración cuando leí su carta”. Qué desgraciado he sido con usted. Después de siete meses de amarnos por cartas, apenas unas horas juntos en Berlín.
Últimos días…
Berlín. Viena. Junio 3 de 1924.
Dora Dymant le acompaña desde hace unos dos años hasta el momento de su muerte. En su compañía encontró Franz Kafka, en cierta medida, un poco de felicidad.

Franz Kafka ha sido, es y será un escritor largamente discutido. La crítica literaria contemporánea más favorable le reserva un puesto privilegiado entre los precursores de la literatura existencia y del absurdo. Y si bien pueden discutirse las motivaciones anímicas que le impulsaron a escribir su obra, que él mismo creyó inútil, lo cierto es que su nombre figura entre los escritores de minorías, al igual que Joyce, Borges y Lezama Lima. La obra de Kafka, su simbología y su concepto, puede interpretarse bajo el carácter onírico de sus escenas, así como la deformación subjetiva que imprime a los hechos, escritor de estilo expresionista y muy cercano al surrealismo. Pero subyace en sus relatos la ambigüedad. Muestra las experiencias de un hombre en un mundo ininteligible, sin esperanzas –Albert Camus atisba ciertas esperanzas dentro del contexto- tratando de llegar a un acuerdo con un remoto, incomprensible y absoluto poder. La lucidez y conclusión del lenguaje contrasta con la oscuridad de sus imágenes. Este contraste refleja el dualismo de dos mundo que existen simultáneos: el mundo de las experiencias cotidianas y el mundo de los eventos fantásticos, absurdos. En este sentido, “La metamorfosis” es el más chocante desde la primera página. Estos dos mundos subsisten fusionados en uno solo porque los personajes de Kafka aceptan la existencia de ambos, aun cuando él escudriña con su intelecto buscando en vano la comprensión de la justicia y seguridad de la existencia. Esta búsqueda incesante lo deja con una sensación de culpabilidad y soledad que se refleja no solamente en su obra, sino también sus cartas íntimas.

Cuando José K se dirige a casa de un pintor que tiene contactos con el tribunal que lo juzga, se encuentra en la escalera a un grupo de niñas que le siguen hasta el cuarto del pintor. Observa que la mayor de las niñas tiene una joroba y es la más lasciva, la más corrompida, la más entrometida, la más mujer. Y, como todas, tiene escozor en el pubis. El pintor es un corruptor. Forma parte de la justicia, tiene influencias en el tribunal. Las niñas también pertenecen a la justicia. La justicia está corrompida. La justicia es una mujer.