«Cédula de extranjería», un diálogo intermitente. Por Juan Manuel Roca

Resulta arduo dialogar con el amigo ausente a través de las palabras de un libro de poemas póstumo, porque toda respuesta resulta apenas intuida desde el silencio o la incertidumbre.

A pesar de que Alberto Rodríguez Tosca firmaría como parte de su equipaje mental el aserto de José Martí: “dos patrias tengo yo, Cuba y la noche”, resulta necesario cotejar  la declaración martiana con uno de los epígrafes que nuestro poeta inserta en Cédula de extranjería: “donde se está bien, allí es la patria”. Son palabras de Aristófanes.

La resonancia de esta imagen resulta un tanto conflictiva.  Alberto Rodríguez Tosca daba  la sensación de no estar bien en sitio alguno. O casi en ninguno que fuera distinto a la amistad, a una isla en la memoria y a la noche sin fronteras. De algún modo era, como muchos otros artistas, como lo era Van Gogh que se sentía un gato en un almacén extraño, un extranjero en el mundo.

Se sentía bien en la amistad, porque esta no levanta aduanas ni traza exigencias al forastero. En la poesía, porque la mejor no reclama una condición nacional ni de repulsa al extranjero. Y en la noche porque es un ámbito que ama el desdibujo y desvanece los contornos para integrarse en un todo. Pero era en el poema donde Alberto ejercía un diálogo consigo mismo y también con los otros, donde caminaba sin sus titubeos habituales frente a los tratos prácticos con lo cotidiano.

Un sentido de extrañamiento recorre toda la poesía de Rodríguez Tosca. Extrañamiento de sí, de su país lejano, de los sucesos banales, de las sensaciones que se quedan al borde del lenguaje, de un alud de silencios que acompaña la evocación de sus padres, de un  país, de una ciudad: “Esta ciudad no es mía. La recorro sin prisa. Dejo que me recorra como lo haría la mano de una niña abandonada en una caja de cartón ante la puerta de un prostíbulo”.

Al fondo de sus soledades se escucha el chapoteo del mar. “El mar, el mar, siempre recomezando”, como dijera Valery. Y es que un hombre del caribe puede cambiar de país, de traje, de lengua, de costumbres, pero al fondo de sí mismo siempre escuchará la banda sonora del mar. “Supone que está a salvo del mar sólo porque se mira en el espejo y no ve lágrimas”, dice uno de sus versos.

En mi diálogo trunco con Alberto Rodríguez Tosca, con su teatro de sombras, ni siquiera puedo escuchar lo que me dicen el consueta o el tramoyista, pero oigo a los que hablan por su boca, a los que describe con amor o con recelo.

Extranjero en su pellejo, apátrida como los sueños, el poeta se asoma a la gran plaza pública y ve cómo el presidente ahuyenta a las palomas: “Gesticula, tartamudea, miente. Se aferra a la tribuna. Habla de los tiempos de la patria como si hablara de circos y teatros. A lo lejos retumban los primeros acordes del Himno Nacional”.

Entonces me pregunto y quisiera preguntarle al ausente ¿cuál sería el himno nacional de quien no tiene nación?, ¿cuál el himno de quién se sabe extranjero en su pellejo, ciudadano de un no-lugar? ¿Cuál tonada menos hueca que un himno resuena con mayor insistencia en nuestra memoria? Quizá ¿el son de los cantantes nativos de la Loma o de Santiago? ¿O tal vez el porro donde la vida está pendiente de una rosa porque es hermosa aunque tenga espinas?

Y qué le vamos a hacer, Alberto, si “bien sabe el extranjero que el exceso de alcohol es perjudicial para la salud, pero más sabe que el exceso de salud es perjudicial para el corazón”. Esa suerte de proverbio casero lo conocemos mejor aún tus amigos que tu cédula de extranjería, la número 291294.

Ahora sabemos el número de tu identidad de paso, la que te expidieron para hostigarte mejor los caballeros del Departamento Administrativo de Seguridad, que a cada tanto debían certificar tu buena conducta en algo muy propio del país oficial que mira con recelo al extranjero. Mira que es irónico: el diablo haciendo hostias, un ente gansteril ahora disuelto por sus abusos decidiendo si te portabas bien.

Imagino la escena y una posible conversación de funcionarios en una astrosa oficina estatal: “El extraño sujeto cubano que ostenta el curioso oficio de poeta, portador del documento 291294, no parece de confiar. Nos informan que sólo habla de una isla imaginaria, de las jaurías de un rey, de un tal Lezama, que debe ser un agente del régimen o peor, un cantante de una orquesta que quiere quedarse indocumentado en el país”.

Fue por asuntos como estos que tus amigos decidimos darte la nacionalidad colombiana sin el permiso de nadie. Te la dimos a tus espaldas y con ella el privilegio de no tener que votar por ningún candidato a verdugo de turno, otorgándote un alto privilegio abstencionista sin complejos de culpa.

Volviendo a este libro hay que señalar su hondura y belleza, su especie de bitácora de sombras. Una Bogotá dura, de piedra esmeril, a la que amó y padeció, aparece como pocas veces en nuestra poesía. Tiene Rodríguez Tosca el don de revertir el horror o el padecimiento en un hecho estético cargado de autenticidad untada de un tinte de humor negro: “Los atracadores tenían cara de ángeles./ Cayeron por detrás, como caen las manos de la niña/ sobre los ojos del padre./ Adivina quién es, no preguntaron los atracadores. Ya sabían que era/ el extranjero”.

Es la suya un arte poética que no esconde pero tampoco presume del dolor humano, de sus miserias, como lo hiciera el mismo César Vallejo. Su música no viene de las cabeceras de Orfeo que apacentaba las bestias salvajes y convocaba multitudes, parece mejor venir de los desafinados gritos de Josefina la Cantora, primadona en el orfeón de Kafka.

No necesitaba descender al averno como Orfeo, pues muchos parajes de Bogotá no parecen ser del tercer mundo sino del primer inframundo.

“Extranjero, /sin audiencia ni testigo, /lleva a la oreja del Poniente una concha/ sin memoria”, dice en uno de sus poemas y con esto le basta para hablar de memorias derrotadas, de un caracol mudo que no transmite o traduce los rumores del mar.

“Hoy me puse mis gafas de extranjero para salir a caminar”, dice en otro verso, y es como si nos pusiéramos lentes ajenos para narrar nuestro vacío. Hay en el mercado del olvido gafas para no ver nuestra historia -pueden comprarse en la Óptica Braille-, gafas de forastero para soportar el resplandor de oro de un museo, gafas de señor de la guerra que mira su necrómetro. Hay gafas para ver un héroe donde hay un asesino, lentes ahumados para llorar en el cine, vidrios de forastero que pregunta en qué lugar queda la vida.

Pero no sólo nos habla el poeta de su condición de extranjero sino también de aduanas invisibles o imprevistas. Más allá de las oficinas de inmigración y de materias de  diversas procedencias que sirven para el control del individuo si no tiene permiso para conducirse a sí mismo.

“¿Y tú, extranjero, por qué escribes? Valdría tanto como preguntarse por qué pienso”, decía José Martí, un extranjero de su patria y de la noche anclado en Nueva York. Un cubano que vio con tanta claridad el dorso de una sociedad como la vio Rodríguez Tosca de la nuestra. El extranjero muchas veces es el que Rodríguez Tosca llama “el desconocido de la fotografía”, ese que en toda fiesta familiar resulta ajeno. El intruso en la fiesta o el velorio. Y lo registra en sus bellos y duros poemas.

Cierro el diálogo intermitente con Alberto, un diálogo de sólo ida que por tanto sería mejor llamarlo un monólogo que intuye unas respuestas.

Alberto, una vez escribiste: “Prometí que iba a enterrar a todos mis amigos. Que yo sería el último y sobre la cubierta añil violeta de una edición casera de Los tres mosqueteros se los hice jurar, pues no iba a permitir que con mi muerte ellos sufrieran tanto”.

Nos quedaste debiendo en parte esa promesa. “No vivimos la vida, sucedemos en ella”, decías. Y también que “extranjeros somos todos, todos, sin excepción del poeta, el obrero, el ministro, el payaso, el mariscal, el clérigo. Extranjeros para siempre desterrados en la tierra. Bajo tierra todos seremos flores”. Nos quedaste debiendo ese orden de salida, precisamente tú, que nunca quisiste ser en nada el primero.

Posdata: los amigos tuyos, todos, sabemos de qué hablas cuando afirmas que “creció la hierba en los jardines marchitos del Parque Nacional”, pero te llevaremos la contraria cuando afirmas que “se marchitó la hierba que crecía en los jardines del Parque Nacional”.

Juan Manuel Roca

Bogotá, febrero 5 de 2016

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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