El estrecho vínculo entre reflexión y cotidianidad pertenece sólo a quien pueda concebir que la filosofía es una manera de vivir, tal como el autor de Notas lo consigna y por supuesto, ejecuta vitalmente. Por fortuna, este rasgo otorga plena legitimidad a la comprensión de la filosofía como una praxis, referente claro en la disposición autónoma que pudo ejercer Nicolás Gómez Dávila como pensador ajeno a las ataduras académicas, enmarcado en un dominio eminentemente personal, al margen de los dispositivos modernos de encasillamiento y referencialidad profesional.
Como actividad ligada a esta condición, se destaca uno de los rasgos distintivos de la obra gomezdaviliana, el fecundo diálogo que establece con la tradición, diálogo que deja también ver la percepción de lo que para el autor es la filosofía y lo que representa su práctica desde un sentido más amplio. Esta consideración está fundada en la motivación enteramente libre que sustenta el ejercicio crítico que el pensador colombiano ejecuta, pues Gómez Dávila, debe reiterarse, no fue un filósofo profesional. Sin embargo, ¿se puede ser uno? Esta pregunta tiene claro, una respuesta negativa dentro del horizonte especulativo y práctico que orienta su derrotero. El hecho de que en Gómez Dávila la vida y la obra se conjuguen y expongan una evidente contradicción con el compromiso pedagógico, a instancias del sano escepticismo que subyace en su quehacer, promulga una actitud, un género de vida enfocado hacia una orientación en la que la filosofía, más que una referencia teorética, representa un modo de existencia.
En Gómez Dávila, el marginamiento de la modernidad revela también una coincidencia plena con el mundo antiguo, en el sentido de asimilar la existencia como un compromiso en el que la actividad intelectual es un atributo ligado a una actitud, a un modo de existencia desde el cual no sólo se piensa sino que se vive. No en vano Gómez Dávila construyó una obra que difícilmente puede desvincularse del sentido que orienta su propio estímulo vital, y con ello se hace referencia a las claves que hacen que la biografía del bogotano no deje de ser lo suficientemente escueta como para coincidir con la concisión estilística y la precisión ideológica de su pensamiento.
El hecho de que la filosofía se asuma en varios contextos como una experiencia definida a través del carácter oficial en el que títulos y rótulos permean su quehacer, hace que justamente algunos pensadores marginales como el que aquí se aborda, difícilmente sean asimilados como filósofos porque su actividad dista mucho del estrecho horizonte por el que se conduce ahora un oficio regido sustancialmente por obligaciones y cánones académicos. No obstante, ¡qué poca importancia puede tener un nombre en tanto se asimilen las propiedades que legitiman el ejercicio del pensamiento! A ello justamente es hacia donde conduce la obra del colombiano, porque lejos de necesitar de las formalidades de la academia, Gómez Dávila irrumpe constituyendo su originalidad desde patrones que son enteramente distintos a todo convencionalismo. Gómez Dávila da qué pensar, y en ese sentido, está completamente legitimada su obra como su actitud frente al mundo.
Ahora bien, es sobre todo ésta última, de rechazo absoluto ante la modernidad, la que genera más controversia. Es oportuno señalar aquí que alejarse del siglo no es precisamente lo que hizo Gómez Dávila, aunque frecuentemente se diga lo contrario. Su exclusión no debe entenderse en el sentido de no haber tenido contacto alguno; por el contrario, nadie más que él vivió el siglo XX y su contexto, a través por supuesto de una reflexión sobre el mismo y de una elección en la que la aristocracia funda una contradicción plena de los atributos y proyecciones explícitos de lo que su concepción define como la vulgaridad moderna. Sea ocasión para destacar en este punto cómo esta oposición no obedece al canon que hace ver a la aristocracia como un aspecto de carácter socioeconómico, equívoco generado precisamente por la mentalidad que Gómez Dávila fustiga, puesto que ser aristócrata tal como el autor lo expresa, exige mucho más que una acomodada condición pecuniaria. De esta manera se entiende por qué un “Verdadero aristócrata es el que tiene vida interior. Cualquiera que sea su origen, su rango, o su fortuna”[1]. Muy probablemente esta condición de aristócrata del pensamiento, sea uno de los obstáculos impuestos a la hora de entablar un diálogo con él, por cuanto es necesaria la admonición previa del lector, a partir de la cual pueda instaurarse en una posición que esté por fuera de la comodidad del intelectual medio y sepa reconocer la dificultad que demanda toda inmersión en la problemática auténtica de la vida interior.
Justamente, vida interior es lo que de manera bastante particular se ofrece al lector al abordar una obra en la que la contradicción de la secularización que irrumpe en todos los órdenes, se ve desplegada en el reconocimiento de un tipo de autenticidad ligada al ideal ético-estético del cual Nicolás Gómez Dávila como pocos, supo dar testimonio. Así pues una kalokagathía, desde la que se reconoce la belleza como asunto de pocos hombres[2], es digna de enunciarse como centro de la actividad espiritual que gracias a una prudente holganza y estimable ocio, pudo aprovechar el pensador de la sabana bogotana.
En tanto se revela esta particularidad contra-moderna, irrumpe no sólo el carácter ya bastante examinado por demás del pensador reaccionario. Se ilustra ante todo una condición en la que la existencia se vive y se piensa, una diaitía que muy probablemente coincide con la de uno de sus santos patronos, Montaigne, por la cual la reflexión se convierte en una constitución que no puede desligarse del hecho mismo de existir. Esto es lo que uno de sus primeros y agudos lectores, Ernesto Volkening, supo distinguir al reconocer esta peculiaridad cuando indica en sus cuadernos: “(…) yo sé que el “texto implícito” representa la vida misma del autor, su quintaesencia, el fruto de varios decenios de intensa actividad espiritual.”[3]
Esta actividad solitaria, aislada aunque al mismo tiempo inmersa en una época que le sirve de referencia y de hastío, presenta sin lugar a dudas un malestar que puede rastrearse en toda condición filosófica originaria. Nada más ajeno a la filosofía que la satisfacción, la medianía filistea, origen de toda suficiencia burguesa. Es a través de esta experiencia como se comprende el hecho de que la filosofía es paradójica, en tanto está más allá de la doxa. Esta condición explica al menos parcialmente, el distanciamiento para con su siglo, origen indiscutible de las muchas reservas que ha despertado el abordaje de su obra. No obstante, se debe tener claro el hecho de que este distanciamiento se dio con entera autenticidad y suficiencia, rasgos que el autor supo manifestar, no a través de extravagancias lingüísticas o ideológicas, como las que generó copiosamente el siglo XX, sumergido en adoctrinamientos escolásticos precisados por la criptografía que los envuelve, sino de un decantado proceso por el que se construye una obra en la que se expresa un malestar que Gómez Dávila presenta desde su desconfianza, su excentricidad, su dificultad para ser encasillado en un determinado esquematismo.
Ha pasado poco tiempo desde que por primera vez se publicara su obra. Poco en relación a la historia de una tradición de la que él hace parte, y no con pocos méritos. Desde entonces, ha podido entrar al espacio en el que un autor no obtiene unos cuantos minutos de atención mediática, sino un lento y cada vez más proclive ascenso hacia la distinción sólo digna de los clásicos.
[1] Gómez Dávila, Nicolás Escolios I Villegas editores, Bogotá, p. 247
[2] Recuérdese aquí la sentencia de Horacio Pulchrum est paucorum hominum, lo bello es cosa de pocos hombres.
[3] Este comentario hecho por Ernesto Volkening el 23 de mayo de 1973, da inicio a los muchos que realizaría a partir de la lectura de los Escolios, aún en textos mecanografiados que le habían sido entregados por el propio Gómez Dávila. Los manuscritos de Volkening se encuentran el la Biblioteca Luis Ángel Arango en Bogotá.