«Mi unicornio azul», novela de Rigoberto Gil

El escritor colombiano Rigoberto Gil, comparte con nosotros un fragmento del primer capítulo de su novela Mi unicornio azul, ganadora del 32° Premio Nacional de Literatura otorgado por la Universidad de Antioquia.

Caratula de Mi unicornio azul
Carátula de Mi unicornio azul (Universidad de Antioquia, 2015) de Rigoberto Gil.

Mi unicornio azul

Rigoberto Gil *

(Universidad de Antioquia, 2015) 

Fragmento del Capítulo Uno

 

Combinar todas las formas de lucha

—Qué hubo —dijo y miró a su alrededor, mientras acomodaba su Lesportsac en uno de los asientos.

—Todo bien. Aquí esperándote.

—¿Sí? —la locuacidad no la acompañaba esa mañana. Tenía el cabello aún mojado. Se pasó la mano por su rostro con un pañito húmedo y luego trató de ajustar uno de sus aretes. Esa acción me pareció conmovedora y me excité. Todo en ella era excitante, hasta su parquedad.

   Respiraba exquisitez en sus uno coma setenta y cuatro de estatura, metida con delicada forma en sus Chevignon descaderados; recorría el mundo sobre un par de zapatillas de suela lisa y repujado cuero, con delicados adornos de alpaca. Sus labios, gruesos, ansiosos, cubiertos por un brillo que olía a fruta fresca, se abrían a menudo para dejar al descubierto una fina dentadura que ya había conocido las bondades de la ortodoncia. Algo en su refinada apariencia me recordaba a Lisa, la antigua mujer de Mario Rota, ese personaje mediocre y borrachín de El inquilino, en cuyas breves páginas recordaba haber leído que Lisa era única en su manera de vestir y que sobresalía, sin más, en medio del descuido indumentario que reinaba en el campus.

   Pues bien, en mis terrenos hormonales mi chica estaba sobrada y lo sabía, como sabía que en su cuello habitaba un pequeño enjambre de pecas y en sus orejas se advertía un ovillo de secretos inconfesables. En medio de tanta mozuela por ahí dispersa, enmochilada, con esa fealdad propia de las rockeras que terminan solas, lamiendo el póster de Jason Curtis o Kirk Lee Hammett y que para dar fin a sus días juveniles se enrolan con el vecino de la cuadra, un sujeto de lo más tétrico, cochino, baterista de una pequeña banda de metaleros que toca los fines de semana en un parador del puerto cañero y que al final termina de ayudante en una sastrería atendida por su propietario, esta niña traviesa que a poco se me entrega, Juliana Trujillo, estudiante de medicina, hija de un reconocido oncólogo, esta nena, lo juro por mi madre, estaba reguau, cómoda y atrevida en sus veinte años y con el espíritu firme, severo, de que es posible combatir y derrotar al Fondo Monetario Internacional y, por extensión, al imperialismo yanqui y su política intervencionista. ¿Cómo olvidar el asunto de la invasión a Bahía Cochinos y esa cosa macabra que sostienen en la base de Guantánamo?, me interrogó un sábado de visita al santuario de El Jordán, cuando lo único que deseaba era el milagro esplendoroso de sus besos, la resurrección azul de sus carnes.

—A lo bien, ¿qué te pasa? ¿Nos vamos? —agregué, mientras me pellizcaba un poco la gónada izquierda. Empezaba a intranquilizarme y ese era uno de los signos.

—No, ¿sabes qué?, cambio de planes.

—¿Cómo así, nena? —me incliné hacia su costado. Quería que oliera mi Nivea, after shave, balsam, con mi piel hidratada, a ver si se animaba, si dejaba su indiferencia en los asientos contiguos y le daba la espalda al agite estudiantil.

—Hoy no se puede —sonó enfática—. Mira a tu alrededor, chico, aquí están pasando cosas y es mi deber acompañar a los de Medicina en el mitin de las once.

—¿Cómo así que no puedes, mamacita, nena, flor? —insistí, no quería sentirme en la más absoluta derrota y debía adjetivar mi desazón de algún modo—. Si todo estaba arreglado, ya habíamos quedado en esto, mira que pedí permiso esta mañana en Sistemas, no sabes lo que debí inventar para estar aquí. Mira que habíamos quedado en almorzar en algún lugar romántico, tú me entiendes, cariño; mira que…

—Perdóname, pero es que mira que tengo unos asuntos políticos que atender, tú me entiendes también, ¿no?

   Por poco y le digo que si el sexo no hace parte de la naturaleza de los seres políticos y se me ocurrió pensar en Clinton y la rijosa Lewinsky-lengua de su becaria, al tiempo que escondía en la carnosidad de mis papilas gustativas los versos de Enric Sòria: Recuerdo muy bien aquella lengua./ Aquella suavidad, aquella forma dulce/ y delicada de acariciar la verga, de acunarla. Opté por el silencio esforzado y no por compartir mi frustración a través de la vulgaridad poética. Anticipé que, aún sin ceñir su talle y sin acariciar del todo sus senos, la redonda discusión en lúbricos terrenos, la habrían hecho estremecer y nada raro que decidiera anularme de sus afectos. Y la verdad, el business lo llevaba adelantado. Y la verdad, en el rostro de esa mujer veía una parte de mi vida, la más inmediata, una delicada y sensual forma de antivirus, para mantener a raya una inercia y apatía que me venía atacando, desde que había cumplido los treinta y, al mirar hacia atrás, sumara dos carreras inconclusas: la de Eléctrica, donde no pude soportar el aliento a ajo de los profesores, más la abstracción de las fórmulas, y la de Letras, donde me fue imposible asistir a la imprudente disección de las obras burguesas sin sentir las náuseas del lector anarquista, educado en una máxima de la Sorbona: “Gracias a los exámenes y a los profesores el arribismo comienza a los seis años”. Quédate, resiste, me imploró Pao, una bella trigueña con quien había experimentado el sexo a base de almíbar y fruta recién cogida, los domingos, al caer la tarde, mientras escuchábamos por radio las mediocres trasmisiones del inexistente fútbol nacional, o tratábamos de dar sentido a las palabras de Galeano cuando describe al futbolista como si fuera personaje de una canción de cuna: “bailarín que danza con una pelota leve como el globo que se va al aire y el ovillo que rueda, jugando sin saber que juega, sin motivo y sin reloj y sin juez”. Quédate, insistió, dicen que una nueva docente se incorpora por estos días al departamento. A lo mejor, era a ella a quien esperabas.

   Debía admitir, además, que aún seguía conectado al cordón umbilical de una madre comprensiva, aunque reaccionaria y cantaletosa como la primera persona que siempre inunda el clima de las fofas y predecibles novelas del antioqueño Vallejo, el laureanista. Estaba en el limbo y bajo los efectos de un desaliento que ya en el Departamento de Sistemas me tenía contra la pared y al ingeniero Collantes, cada vez más convencido de lo mucho que podían ganar todos si lograra expulsarme a los desiertos de California. No soportaba la rutina y por eso me las ingeniaba para estar conectado a la central de vigilancia y observar los movimientos en el campus. Lo que en principio tomé como un divertimento —verificar las extravagancias de los profesores, sus tics, sus estados de alienación por fuera de las aulas, sus relaciones clandestinas con secretarias y estudiantes—, pasó a ser parte de una intrincada estrategia para acercarme a las chicas. Fue así como llegué a los brazos de Tati, Marce y Pao. Asaltadas en la buena fe, llegaba de repente a ellas con las frutas que más les gustaban, con los caramelos menos hostigantes y el yogurt light, de melocotón, que esa mañana habían imaginado tomar antes del almuerzo. Mis colegas —salvo el amigo Soto—, no comprendían mis diálogos, mi manía de estar citando frases de libros inoportunos, mis oscuras relaciones con la red, de donde bajaba documentos y luego intentaba apropiarme de lo que yo, fiel a la tradición eufemística nacional, heredada de la estirpe greco de los Barahona, denominaba los ‘emplastos metafóricos’. Defendía una tesis y nadie se interesaba en ella o, simplemente, la sabían insulsa, manida: los problemas del mundo se reducen a un asunto de lenguaje.

   ¿Cambio de planes? Otra vez se dañaba todo. Estaba detrás de July hacía dos meses. Nuestro primer encuentro fue casual, como casual —así se lo hice sentir para ocultar frente a ella mi clandestina labor de monitoreo— era el hecho de que ambos nos hubiéramos tropezado con la misma piedra frente al edificio de Aguas y su libro de histología médica hubiera ido a parar al mismo lugar que mi portacd. Lo otro fue bellamente cursi: nos ofrecimos unas disculpas solidarias, como para esconder la torpeza en algún lado; ella miró de soslayo mi perfil, mi real Facebook, y yo de frente la observé toda y juro que ahí mismo empecé a amarla, a querer acariciarla, en fin, a desearla. Le expliqué sobre un plano dónde trabajaba y cuando le extendí mi tarjeta con la dirección electrónica, la atrapó con un gesto cómplice y me emocioné tanto que ese día le comenté todo a mi mamá y ella me abrazó y me dijo que ojalá esa fuera la mujer indicada para mí, a ver si al fin me ajuiciaba, dijo ella, y de inmediato dejé de abrazarla, para evitar algún otro comentario. Juliana tomó entre sus gráciles manos la tarjeta y vi que la depositó con cuidado en uno de los bolsillos pequeños de su billetera Tous, multicolor. Soy sensible a ese tipo de mensajes, como quiera que soy un individuo que cree en el amor intempestivo.

Esperé unos días alguna señal de vida y en vista de su silencio, penetré al archivo de estudiantes, capturé información básica y lo otro fue empezar a dar señales de humo, con poéticos mensajes tipo: “Hola, hola, agradezco a las piedras que me hubieran arrojado, cual alud, al oasis de tus palmeras”; o mensajes un tanto más crípticos, tipo: “No es cierto que un tropezón cualquiera da en la vida”. Hasta que de tanto insistir y tal vez por neutralizar la generación de mis mensajes piadosos (que a lo mejor ella leía bajo la paranoia que yo mismo distribuía a menudo en la red, es decir, como si cualquier correo llevara oculto el ataque de un gusano depredador, y en un sentido metafórico yo lo era frente a su cuerpo), un viernes me llegó un hermoso mensaje: “Hola, hola, aquí reportándome”.

   Primero fue un café, luego una limonada, después una caminata por la zona deportiva, más tarde aceptó mi invitación a tomar helados Mimo’s y luego fue el bar. Qué asunto más tenaz y complicado, sobre todo por la carrera que ella había elegido. Sus jornadas de estudio suelen ser extenuantes y desde los primeros semestres los entrenan para negar el mundo exterior y a cambio avivar el universo fósil de la morgue. El solo hecho de pensar que mi chica tenía que memorizar más de doscientos huesos humanos y saber su ubicación y sus funciones, convertía mis esperanzas de una cita amorosa en algo remoto. En momentos así, mi impaciencia se confundía con los síntomas de la osteoporosis.

   Ilusionado con el encuentro, había llegado temprano a la cafetería central, en medio de corrillos y pequeños grupos que comentaban en voz baja los últimos acontecimientos. Frente a las oficinas de la Fundación Universitaria un estudiante casposo de Mecánica estaba narrando que dos especímenes de la U habían desaparecido la noche del martes y otros tantos estaban amenazados de muerte; había serios indicios para sospechar que los responsables pertenecían a una enigmática Orden cuyo centro de operaciones solía ser un asadero, ubicado en la zona de influencia del campus. Venía sembrando el terror ideológico desde hacía meses, subrayaba el estudiante, y aunque la Orden se caracterizaba por un total hermetismo en cuanto a sus disquisiciones temáticas y a sus acciones subrepticias, contaba con una fuerte aceptación entre docentes librepensadores y grupos juveniles de avanzada, que la respaldaban abiertamente en la red. Pero más allá de que dicha Orden fuera la causante de actos repudiables, lo cierto es que la reunión de dos o más personas era vista bajo sospecha, como no fuera para rezar el rosario o hacer proselitismo en defensa de las actuales políticas de seguridad interior.

   En un extremo de la cafetería un estudiante afeminado de Industrial contó que el director del cineclub La novena puerta, había denunciado el robo de los carretes de Diarios de motocicleta, a escasos tres días de su exhibición en el Auditorio ‘Cura Camilo’, con cineforo incluido, donde se le daría la palabra a un invitado internacional: un anciano medio hippie, porteño, que venía sosteniendo en sus giras que él era el mítico mecánico escogido por el Che para mantener a todo full la motocicleta del líder inmolado. El comité de propaganda prometía centrar la discusión en torno al exilio que el Che aceptara con gesto heroico en Praga, luego de la nada exitosa campaña suya en el Congo y de la extraña actitud del comandante Castro para con su amigo —se explicaba en un plegable que el chico delicado entregaba aprisa—, como si lo quisiera relegado en Europa y no en la isla adelantando tareas para la revolución en la América de Martí y el Bolívar del páramo de Pisba (…)

***


Rigoberto Gil Montoya*Rigoberto Gil Montoya (La Celia, Risaralda, 1966). Ensayista, novelista y profesor universitario. Doctor en letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus libros de narrativa son: El Laberinto de las Secretas Angustias (Novela, IX Concurso Nacional de Novela Ciudad de Pereira, 1992), La Urbanidad de las especies (Cuentos, Colección de Escritores Pereiranos vol. 13, 1996), Perros de paja (Novela, 2000), Plop, (Novela, Concurso de Novela Breve “Álvaro Cepeda Samudio”, 2004), Mi unicornio azul (Universidad de Antioquia, 2015). Su novela inédita El museo de la calle Donceles ocupó el segundo puesto en el Concurso Nacional de Novela Corta 2014 de la Universidad Javeriana.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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