Juan Manuel Roca, poemas en prosa

El poeta en el Museo Magritte.  Foto: Andrea Roca.

Selección de poemas en prosa de Juan Manuel Roca  para Literariedad.

La editorial Letra a letra acaba de publicar Silabario del camino, la poesía reunida de Juan Manuel Roca entre 1973 y 2014. Nosotros nos preguntamos qué es la poesía reunida, cómo las obras completas de un poeta dejan por fuera su manera de asumir la vida, de contagiar a otros con el fuego de la palabra, de sembrar la esperanza con el ejemplo y la generosidad. El poeta de País secreto y Biblia de pobres ha escrito muchos versos en el día a día con la palabra fraternidad. Es un gran honor para nosotros publicar en esta edición estos poemas en prosa que él mismo selecciona.

 

 

AL POBRE DIABLO

Al hombre anclado en la esquina del olvido, al hombre escupido por viejos matones de barriada,

Al jubilado de sí mismo, al muchacho humillado que se esconde detrás de su acuosa mirada,

Al que estorba en la fiesta de los audaces, a los que no han tenido oficio conocido y no podrían balbucir el retrato hablado de su madre,

A los que siempre parecen estar en otra parte, al que escapa de las miradas cuando lo buscan en el parque como pasto de burlas,

Al confinado al cepo del silencio en la ronda nocturna de los sabios, al que tartamudea como una vela encendida,

Al que está a punto de abrir la puerta de emergencia que conduce a un pasadizo de ingreso al otro mundo,

A la oveja negra de la familia que picotea fármacos y grajeas para intentar espantar la jauría de sus miedos,

Al sumo sacerdote de la religión de las derrotas, a los despreciados por sus espejos, al que prefiere ser prófugo de su cuerpo antes que ser su propio carcelero,

A los que ignoran qué responder cuando preguntan “¿quién anda por ahí?”, al que “le daban duro con un palo y duro también con una soga”,

Al que cambiaría el becerro de oro por una charla con parias y tenderos, al aturdido, al turulato, al pestífero que pregunta en qué lugar queda la vida,

Al incierto cuya sombra cojea más que su cuerpo, a los que han sido más pateados que el balón de una escuela, al sospechoso de todas las aduanas por su morral lleno de vacío,

Al que no logra ser jinete de sí mismo, a los que ejercen el papel de niños clandestinos y solo juegan cuando no los obligan a mendigar,

Al hereje hecho a imagen de nadie, a los abucheados por la multitud en un país de dioses abolidos,

A los que desafinan en el coro, al que suena como el platillo de una batería que cae en el silencio de un velorio,

Al imprudente que no espera a que el flautista de Benarés duerma la cobra para mirarla a los ojos,

Al hombre de cristal que atraviesa en medio de una pelea entre dos bandos de picapedreros,

A los desobedientes que quisieran confinar en un rincón del museo del olvido, al que nadie espera al regreso de la guerra,

A los que desalojan de su casa y luego expulsan para siempre de su cuerpo, al espantapájaros burlado por el cuervo,

Al portavoz de sí mismo que odian los feligreses de todos los partidos, al que conducen a la comisaría mientras grita que la civilización es “puta vieja y desdentada”,

Al que jugó su corazón y se lo ganó la violencia, al que intenta dormir “en la carreta que lo conduce de la cárcel al patíbulo”,

Al que solo conoce la lengua del silencio, al que llevan al tribunal por negarse a vestir el uniforme de los muertos,

Al perseguido que pretende esconderse en el poema de un gitano y al gitano que pretende esconderse tras la sombra de un violín,

Al impulsado a la plaza del escarnio, al asediado por la jauría de Salieris de parroquia que le ladran a su sombra,

Al calumniado por los sacristanes de la envidia que lo maldicen en la lengua de los muertos,

A los que no extienden su sombrero para pedir migajas de milagro, a los que están en la mira de los hacedores de villanos en los diarios y en las redes policiales,

Al objetor que pone pies en polvorosa cuando lo llaman a cerrar filas en el escuadrón de los operarios de la muerte,

Al que devela la miseria que ocultan los himnos, a los hombres acosados que sospechan que todas las ventanas del mundo están a punto de saltar al vacío,

A los desplazados y sus muros de aire, al boxeador que cae a la lona sacudido por un gancho de derecha,

A los locos del pueblo que cruzan enfundados en una capa de harapos como reyes miserables,

Al músico envuelto en un gabán raído al que le indican los empresarios la puerta de servicio del lento salón de baile,

Al que se niega a escuchar el canto de los vendedores de humo, al gato escaldado por el carnicero, al caballo espoleado por el miedo,

Al sin suerte que practica el tiro al blanco y siempre atina en el centro del error, al niño solitario que espía la vida a través de los cerrojos,

Al aguafiestas. Al que llega tarde a su propio velorio. A los poetas enjaulados por todos los tiranos

Les dedico esta ronda de palabras sin blasones: algo de ellos convive sin remedio en mi pellejo.

Para Luz Eugenia

 

 

LOS VIEJOS TRATOS

Nunca supe a quién culpar del mal gobierno de mi cuerpo, un entrometido que no me servía de guía en las ciudades, porque queriéndolo llevar de paseo por los parques siempre me arrastraba hacia los bares. Nunca supe en verdad quién a quién arrastraba, pero su repetido paisaje me aburría: la misma cara matinal en el espejo, la misma sonrisa ladeada y presuntuosa. Suponía que al fondo de mi piel, adentro de mi precaria armazón, crecía un país de vastas llanuras y hondonadas, pero no sabía a ciencia cierta si su único habitante era gobernante o gobernado, rey o vasallo, cortesano o regicida. Nunca supe a quién culpar del mal gobierno de mi cuerpo. A veces, como Diógenes, yo intentaba encontralo con una lámpara abollada por los pendientes caminos del adentro. Una multitud que vivía apretada en mis silencios a cada tanto convocaba un motín para exigirle un cambio de mando a mi pellejo. Ah, qué terquedad la de mi cuerpo, de nada servía que intentara dejarlo encerrado bajo llave en la fortificada casa que levanté en mitad de la nada. Luego de sesenta calendarios, por cansancio o por costumbre, me rindo, depongo armas en la cruenta batalla con sus huesos. Firmamos un pacto. Lo acepté como a un viejo compañero de juegos, como a la sombra que no podemos evitar, como a ese enervante vecino que no se cansa de contar las tediosas historias de  su vida. Y bien, ha llegado tu hora, viejo y asiduo cuerpo, compañero de andanzas y desvelos. Te perdono los traspiés, las caídas de alelado monigote, disculpo tu estorbosa presencia pidiéndome a deshoras que te lleve a pasear, que quieres baile, que te ponga un abrigo para el frío. La eterna queja de que a la sombra que proyectas le hace falta la sombra de Casandra.

 

 

EL EXTRAÑO CASO DEL CUERPO

Mi cuerpo, como en una novela negra, me persigue. Donde voy, va conmigo. Mide sus pasos en mis pasos, casa su sombra con la mía. Para sorprenderme acude a los viejos manuales del sigilo. Me espía agazapado oculto en el cuello de su gabardina, sigue los viejos moldes policiales, desde esconderse tras un periódico hasta ponerme como señuelo una espigada pelirroja. Una noche me lo encuentro a boca de jarro al doblar una esquina y me resulta imperioso saludarlo como a un viejo conocido. Debo aceptar que me siga a todas partes.

 

 

SUENA LA CAMPANA

Dios me tiene al borde del nocaut, me golpea como a un mal sparring de barriada. Desde el primer round Dios me dice dulcemente: “Ahí le va mi golpe de gracia, intente si puede esquivar mis bendiciones” y en verdad me apalea como a un Cristo que levanta sus brazos escuálidos al cielo. Como el guantazo que le dio a Saulo en el camino de Damasco. Si tuviera toalla la arrojaría al cuadrilátero o al menos me limpiaría el sudor y la sangre, pero la perdí al levantarla como bandera del último naufragio. Dios se aprovecha de mi aturdimiento y no para de azotarme. El demonio me tiene al borde del nocaut, me da con un balde en la cabeza cuando suena la campana, me martilla el hígado una y mil veces, me pisa la sombra que queda inmóvil y no sigue el pesado balanceo de mi cuerpo, me acorrala y zarandea como a un muñeco de trapo, bailotea como un derviche  y lanza un aguacero de golpes a mi costillar. Un público vestido de frac lo aplaude con furor, le lanza besos de azufre y labios de mujer. El demonio no para de decirme: “póngase en guardia, bastardo, ahí le va el jab del infierno con el que aplasto las mañanitas de Dios”. En el camerino, vuelto trizas, pienso que debo volver a casa y cancelar mis altos estudios en teología.

 

 

PAISAJE CON MALETAS

Antaño vivía en las inmediaciones de la nada. Aún así tenía una  maleta de cuero de becerro comprada en la peletería de un viejo rumano en mi ciudad andina.  La maleta fue mi almohada en algunos parajes de la zona cafetera, en una estación levantada entre  grandes platanares y rumores de acequias. A veces no sabía si la maleta estaba hecha para salir de viaje o para adelantar el regreso. Hacer la maleta era como fundar un entrevero de caminos. En los retenes, los nerviosos aduaneros me miraban con recelo porque llevaba una brújula rota y chaquetas poco adecuadas para el clima. Dejé de verla cuando apareció la bella, una mulata con algo de corsaria: para negar mi pasado arrojó mi equipaje desde un tren cuando iba llegando a Santa Marta. Luego compré una maleta de lona que me daba un aire de grumete, sin pretender emular a James Cook, el capitán inglés que hacía naufragar el agua. (El legendario capitán recorrió sesenta y cinco mil millas venciendo los témpanos antárticos, las aguas de los trópicos y el temible escorbuto, pero murió de una pedrada a orillas de un mar calumniado de Pacífico). Con esa maleta de lona crucé veloces autopistas, lentas piraguas, camiones con bultos de café o con fardos de caña de azúcar. Terminó descosida y abandonada, no recuerdo si en un hotel orillero de Caucasia o en una playa de menta en Arboletes. Ahora cruzo en un auto el valle del Tolima y pienso en mi equipaje de aventurero adolescente, cuando hasta el hambre resultaba celebrable:  veo un grupo de  desplazados,  sentados en cajas de cartón y a la espera de nadie.

 

Ibagué, enero 30 de 2011

 

 

* Juan Manuel Roca (Medellín, 1946) es un poeta con una de las trayectorias más importantes en Colombia. Reconocido por haber estado al frente del Magazín Dominical de El Espectador por más de una década, espacio cultural que ayudó a formar toda una generación, es dueño de una obra poética fundamental y de una vida consagrada a la escritura y el pensamiento. Es el director de la línea de Poesía en la Maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia, y ha recibido premios tan importantes como el Nacional de Periodismo Simón Bolívar y el Casa de América de Poesía Americana.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

Un comentario sobre “Juan Manuel Roca, poemas en prosa

Deja un comentario