Por: Julián Arias. Fotografías de Hugo Grajales.
Óscar agitala fusta y corretea una mula empujándola hasta el establo al lado de su casa. La amarra en la cerca de madera. Toma un trapo amarillento y cubre la cabeza del animal. Carga y alista los aparejos.
—¿Va a salir de viaje?
Le pregunto mientras observo la destreza de sus manos con la enjalma.
Levanta el rostro, me observa con indiferencia y no contesta nada, voltea la mirada y continúa con su labor: aprieta las almohadillas de paja en el lomo del animal, estira la cincha, coloca la retranca y ajusta el pretal. Acomoda los bultos —unas maletas empacadas en costales de cabuya que van para el municipio de Salento—, los envuelve con la lía y tensa firmemente la sobrecarga asegurándola en el cinchón. Ya está lista la carga.
***
Es una mañana como muchas mañanas en La Primavera; una casa en el páramo de Romerales, sobre la Cordillera Central de los Andes colombianos, rodeada de frailejones y vacas que ruñen pajonales y mulas que abren cunetas a 3.700 metros de altura, con una montaña nevada al frente que los indios Pijaos llamaron Dulima o “Río de Nieve” y que los españoles rebautizaron como Nevado del Tolima.
Orlando González —el abuelo de Óscar— compró estas laderas a los colonos que a lo largo del siglo XX llegaron trazando trochas mientras huían de la pobreza y la violencia partidista. Consiguió tantas tierras que desde la casa, cuenta uno de los trabajadores, no se alcanzan a ver los linderos de la finca. Aquí han tenido pastando hasta 150 cabezas de ganado Normando, hoy tienen 70. En la montaña los vecinos murmuran que los González son los dueños de medio páramo.
—¿Cuántas hectáreas tiene esta finca?— Le pregunto a Óscar.
Nada. Ni un susurro.
—¿Usted estaba acá cuando ocurrió el incendio hace dos años?— Insisto refiriéndome a las más de 200 hectáreas de frailejones, macollas, plantas de cojín y arbustos que se quemaron en julio de 2015.
Entonces me mira de reojo, con un gesto apático asiente o disiente, no lo sé, el leve movimiento de su cabeza no me permite interpretar la respuesta. Óscar no dice nada, continua impasible organizando su viaje. Es el menor de los hijos de Mabel, la matrona. Esta mañana emprenderá una travesía de cuatro horas aferrado a las riendas de una mula, por un camino formado entre canalones de pantano hasta llegar al municipio de Salento, en el departamento del Quindío.
Camilo, el sobrino de Óscar, ríe, juega, cuenta historias y contesta preguntas. Dice que a su tío no le gusta quedarse en el pueblo, que prefiere madrugar a llevar las encomiendas y devolverse inmediatamente para arrimar a su casa cuando apenas entra la noche.
***
Es una noche como muchas noches en La Primavera. Los turistas luego de ocho horas ascendiendo en la cordillera se amontonan en la cocina buscando calor. Canadienses, franceses, alemanes recorren los pasillos. Mabel, ayudada por su familia, prepara uno, dos, tres, cuatro platos de comida para los forasteros, sirve aguapanela caliente a unos caminantes que llegaron en medio de un aguacero y expulsa tres visitantes nacionales que ocuparon el espacio y dejaron sin asiento a los que gastan en dólares y euros.
Mientras un viajero de otro país intenta preguntar el costo de habitación, manta y almohada, aprovecho para colarme y sentarme en la banca que rodea el fogón.
—¿Cómo hace para mantener esas ollas tan brillantes?— le pregunto a Mabel.
Me mira pero no contesta. Continúa llenando tazas con bebida caliente.
8:00 de la noche. Una pareja de canadienses y un grupo de colombianos, en un cuarto pegado a los baños, buscan resguardarse del frío al tiempo que calientan la última sopa del día. Los ojos de Mabel se asoman vigilantes por las rendijas.
—¿Ustedes qué están haciendo ahí? No me vayan a dañar nada— les dice.
Los forasteros duermen. La cocina ahora está ordenada y limpia. El fogón de hierro y ladrillo ocupa la mitad del espacio. Ollas relucientes adornan la pared. Ollas grandes sobre la mesa, ollas medianas al lado de la estufa, ollas pequeñas y pilas de platos a lo largo del mesón; menaje suficiente para alimentar caravanas de arrieros o expediciones que buscan ascender al Nevado.
En un rincón, sentado en un taburete de madera, con su pelo rizado, sus orejas grandes y sus cejas negras pobladas, Óscarjuega con su sobrino Camilo de trece años, cuchichea, se frota las manos, se acomoda la gorra y suelta una carcajada. El Jenga es el juego que le alisa el ceño: una torre con piezas de madera que deben retirar una a una, por turnos, hasta que se caiga la torre. Un ataque de risa le impideretirar la ficha. Su mano tiembla intentando aflojar el bloque. Camilo lo azuza para que termine la jugada. La estructura se menea, baila sobre la mesa a punto de derrumbarse. Se desploma. Jalón de orejas para el perdedor.
—Juguemos Agacha el bolo— dice enérgico Camilo.
Si en este momento un caminante asomara cuadras más arriba, a través de la niebla y la llovizna observaría una casa, allá en el fondo, diminuta, como olvidada en la montaña. Vería las vacas durmiendo en los potreros al lado de los pequeños frailejones, y luces de linterna que se pasean por los alrededores. Con seguridad escucharía las risotadas que salen de la estancia. Atraído por el bullicio se acercaría. Pisaría lodo, boñiga, colchones de agua y rosetas. Ya en la casa, a través de la ventana de madera que da a la cocina miraría a Camilo, risueño, sentado en una silla con la cabeza entre las piernas y a sus espaldas Óscar, con la mirada maliciosa y la mano alzada empuñando una cuchara de plástico preparándose para golpear a su sobrino en la cabeza sin dejarse agarrar.
Entonces, el caminante sentiría el calor que se esconde en el páramo, descubriría que Óscar es otro niño de catorce años al que la sonrisa le sale por las noches, cuando los turistas y las vacas duermen.