Hurtar la vida

imagen: metro.co.uk

De Calixthe Beyala aprendí que robar es bueno. Les voy a contar cómo se dio esto. Estaba yo en el Café Nicanor preparándome para un recital de poesía (ya saben, esa suerte de ceremonia en que la gente se reúne alrededor de un número indeterminado de bardos modernos que pretenden posar de escaldos, sólo que sin la magia y sin el verso aliterado –porque la lectura es en español- y en las cuales, tan pronto el poeta termina su lectura, la gente ya se ha olvidado de la incandescencia de los versos); caminaba arriba y abajo de uno de los numerosos pasillos de esa casa infinita, caminaba con nerviosismo, no sabía si los poemas que había traído serían lo suficientemente potentes, no sabía si mi voz era adecuada para esos poemas, que una cosa es que yo los hubiera escrito, y hasta de eso dudo, y otra muy distinta, que ese hecho validara mi voz como medio de su expresión. En mi trasegar a lo bustrofedon, me encontré con un cuarto reducido en el que había anaqueles con libros. Al azar tomé uno y resultó ser el libro de Calixthe Beyala. Me senté a leerlo con fruición y las primeras líneas me atraparon. El poder de esa mujer negra que me hablaba desde el fondo del papel en la fiebre de un África prefigurada en la sintaxis de su relato me dejó sin aliento.

No entraré en detalles con respecto a la triste experiencia que resultó ser el falso rito de los escaldos en el Nicanor, sólo diré que no hay culpas ni rencores, olvido sí; leímos poemas para la tarde violenta y para la gente que saldría a las calles a desbordarlas con su aburrimiento y su humanidad. Lo memorable es el curso de hurto que resultó ser la lectura de Beyala. Comprendí que nada le pertenece a nadie y que robar es un gran placer (ella lo compara con el sexo, yo lo comparo con la lucha o con la escritura, es decir, con dos dimensiones de la vida estrechadas por la valentía y el honor), y que quien se deja robar es un imbécil. Tendré que ser claro a este respecto. No se trata de robar por robar, en todo caso. Se trata de hacer del robo un horizonte, una filosofía de vida, el Do del hurto. No es cleptomanía, entiéndanme, se trata de un arte refinado, lento y paciente. Como el suicidio.

Foster Wallace solía decir (si no él, sí uno de sus personajes) que el suicidio era algo que tomaba tiempo y que medraba en el corazón del suicida por largos años, una idea acariciada con deseo y con ternura. El suicidio se planifica sin arrebatos, no se trata de un arranque de cólera o de tristeza, o de decepción porque, seamos francos, si así fuese, ya no habría humanidad, y Camus no habría escrito la mitad de su obra. Como se trata de una despedida en regla, del último acto, de la eucatástrofe; el suicida se enamora de su muerte y la evoca y convoca en lo profundo de sus actos, en cada palabra, en cada gesto. Cuando mira a su familia, cuando celebra los cumpleaños o la navidad, o una boda, el suicida se encuentra sentado al margen de toda la situación, la observa con envidia porque no quiere ser partícipe, quieres ser auditorio, quiere ser testigo, nada más. De pronto, un día, sin nada en particular que lo separe de los demás días, va al patio y se cuelga, o va a su jardín y se dispara en el paladar, o se acuesta en el sofá y se inyecta aire con una jeringuilla que consiguió en la esquina o que su esposa, su mamá, o su abuela (porque siempre es una mujer la que guarda estás cosas) tenía olvidada en un cajón.

Con el robo es igual. De pronto estás por ahí y, si te tropiezas con un libro como el que me asaltó a mí o tienes tiempo para pensar y gestar el desespero, descubres que todo se soluciona si robas. Si planeas un robo. Principalmente, si se trata del robo de algo inútil que no te servirá de nada, porque el asunto es el robo en sí mismo, el proceso, el mecanismo, la idea misma, no el objeto. Y saber que cuando la cosa haya dejado un espacio vacío donde debía estar, el asombro, primero, luego la confusión, después la rabia o el miedo, se esculpirán en el rostro del imbécil al que robaste, saber eso, sin presenciarlo, porque no hay que mirar atrás, es el nirvana del ladrón.

Calixthe todavía me enseñó algo más respecto del hurto como acto total: llamaré a esto La invensión de Morel. Se trata de que, dadas las condiciones y la necesidad, siempre podremos crear una narrativa, por decir, una comedia o un simulacro de robo como acción performativa. Es decir, robar aquello que no se puede robar en un acto de sombras.

Me he convertido en un ladrón profesional; lo que escribo es la usurpación de los espacios de otros. Me alimento de las librerías; entro compro un libro y en el acto sustraigo tres o cuatro más. Me siento a leerlos y me apropio de los ambientes y los tiempos de otros. No vivo mi vida, vivo la vida de aquellos a quienes leo. Yo no soy yo, yo soy lo que leo.

Roberto Segrov

Roberto Segrov nace en Bogotá queriendo haber nacido en Estridentópolis. Escribe poesía, narrativa, traduce la obra de los poetas que más lo trasnochan y dicta clases de literatura en varias universidades de la capital colombiana, también es oficinista, lo anterior, todo en ese orden. Ha publicado los libros de poesía Formas de romper las olas (Buenos Aires Poetry, 2018), Tríptico lunar (SaintNeve, 2019) y Estudios para el intento de ciertas pesadillas (Editorial Pie de Monte, 2019), así como el libro de relatos Un crepúsculo que no termina (Ediciones Camelot, 2019).

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s