Selección de diarios inéditos de Sergio Marentes

Foto:saragapi

 

En nuestra edición de julio, Diarios, les presentamos una selección de diarios inéditos de Sergio Marentes* que evidencian su ingenio y la plasticidad del lenguaje cuando pasa por sus manos.

 

Tercer día del año que fui forastero en Bogotá

Dice en el anuncio parroquial que me entregan en la recepción que la iglesia se llena de peregrinos en la eucaristía de las doce en punto y que, de no querer contagiarse, se aconseja asistir a la de las seis de la tarde, que es la designada para los turistas indefensos como yo. Pero de Bogotá, según los propios recepcionistas del hotel, puede esperarse de todo, menos una desilusión. Así que, con mi ateísmo en un bolsillo y mi agnosticismo en el otro, me decido por la ceremonia del mediodía, sin importar el riesgo biológico. Qué son unas vacaciones en un país completamente diferente al propio si no es ir hasta el límite de la misma vida para, al regreso, sentir que la muerte vale la pena.

Salgo del hotel a las once de la mañana, justo después de haber ingerido un bebedizo lechoso con panes y huevos adentro, además de una hierba verde picada finamente imperceptible al gusto, pero no a la para la digestión. Tengo que comprar en la esquina una menta para calmar el invasivo verde que sale de mí al hablar. Al fin y al cabo, un buen turista es aquel que respeta los templos que visita, aunque no tenga ni idea de lo que significan para los creyentes de turno. Camino unos diez minutos hasta la plazoleta de la imponente catedral. Justo en ella, la cantidad de saltimbanquis, vendedores de objetos de otro siglo, monedas de países que no existieron y toda clase de habitantes del asombro no permiten el ingreso al lugar. Imagino que también su labor es distraer lo más posible a los que, como yo, no solemos encontrarnos en medio de la avalancha de talentos improbables en nuestros países repletos de orden y seguridad. Pero mi objetivo es ingresar y colarme en la muchedumbre. Poder ser espectador en ese pequeño espectáculo lleno de hinchas encarecidos contra el mismo equipo, a lo mejor dejar salir el mendigo que llevo adentro sin inhibiciones ni prohibiciones legales como sucede en mi país. Lo logro luego de esquivar con destreza varias manos hambrientas. Estoy allí.

La ceremonia no es la gran cosa. Quiero decir que no tiene un desarrollo diferente te al de las demás iglesias en los otros países colonizados por el cristianismo. Todo lo que podía a suceder sucede. Lo que no me esperaba, y que noto nada más hasta el final, es que el diácono que ofició la ceremonia es uno de ellos, un habitante de la calle. Debo deducirlo al sentir el sabor de la hostia, pero en esos momentos ni siquiera a un turista impertinente se le ocurre cuestionar a los fabricantes de los horneados y mucho menos a los espiritistas que los convierten en carne de resucitado. Ya se sabe que nosotros, cuando somos turistas, reflexionamos a la víspera.

 

Primer y último día de esclavitud

El tiempo vuela. Pero vuela más en la mañana. El despertador ¡Maldito pájaro loco! Me rompe los huevos con sus chillidos arpías. Luego al agua. Fría siempre. Me rompe la cabeza, siento su furia gélida mientras el cielo deja de estar oscuro. ¡Me rompe el culo madrugar!

Me traga el monstruo metálico. Indigesto, con vomito en la boca. Pero me lanza dentro de un lengüetazo. Voy a donde me lleva esa lengua metálica y aceitosa. Todo por unos pesos (si no me desvalijan dentro). El tiempo cuenta. Mi dueño diurno seguro ya me espera. Me termino de deslizar por el aceite de la lengua hasta la salida trasera. El ano de mi monstruo que se acciona con aire comprimido (por suerte sin olor). Y cuando menos lo espero salgo disparado como pedo al trabajo.

Maldito tiempo. Uno llega, se carga en el lomo al inmenso patrón y, ahí si, como dice el abuelo: El muerto pesa, cuando hay quien lo cargue (lo leyó en un libro, estoy seguro). Pasan mil horas y apenas, son las ocho. Y luego de una eternidad de maldiciones llega el mediodía. La jora de comer.

Un almuerzo no dura una hora. ¡Mentira milenaria! Dura un minuto. Y siempre luego, en la tarde el trabajo es aún más largo que cuando se cargó al orangután. Son más rápidos mil pestañeos de viejo que un mísero segundo laboral.

Otra vez el monstruo. Y el maldito más lento que el de la mañana. Todos los monstruos gritan, unos más agudos que otros. Y aquel rojo en mis semáforos: como dios, no perfecto, eterno.

Casi siempre termino preguntándome: ¿Para qué llegar a casa? si, en un abrir y cerrar de ojos se acabó, cerrar los ojos, un segundo (no laboral) otra vez, a la mañana, los huevos rotos por culpa del despertador.

 

24 de diciembre de 2010

La navidad está a punto de ganar la batalla y ser durante casi todo el año. Los legisladores están dudando si darle treinta o veinte días de descanso entre junio y julio (algunos sugieren que sean quince).

Lo que ya está claro es que todos los demás días habrá que comprar cosas para la cena y obsequiar a quienes tengamos en frente.

Todas las personas tienen dos trabajos: con uno pagan sus gastos y con el otro sus deudas.

 

03/01/16

[un hombre compara al tiempo con el amor]

a los pies de un roble de unos quinientos años
recuerda la historia de amor de un veinteañero

qué joven es el amor
piensa
y qué viejo el hombre que plantó el primer roble

 

Cinco, enero, dos mil diecisiete

Un discurso de despedida
Un poeta inexistente firmando
Una fotografía sin mucho futuro
Una negociación imposible
Una musulmana conduciendo como atea
Una ciudad en caos
Una mordedura de gato
Dos rizos imposibles
Dos hermanas jugando a no serlo
Dos horas de atasco en cien metros
Tres canastas de parmesano caliente
Tres dibujos de una firma
Cuatro poemas cortos leídos con afán
Cuatro floristas sin experiencia
Cuatro libros de poemas que sobran
Cuatro poemas húngaros
Cuatro horas de sueño a medio hacer
Cinco lápices sin afilar
Seis cafés sin azúcar
Ocho estatuas de pesebre caídas
Diez niños descontrolados
Quince consultas en Google
Veinte poemas rasgados sin tinta en la memoria
Catorce dibujos de una misma flor

 

24 de junio 1995

No lloré como lo hizo mi familia.
Lloré porque ellos estaban llorando.

Es medianoche y aún lloran.
Soy muy joven para merecer esto.
Soy muy viejo para no merecerlo.

Así debe de ser con la lectura.
Así debe de ser el asesinato de poetas.
Sucede sin importar la hora ni el lugar.
Los poetas y los libros nacieron con el mismo destino.
Florecer bajo el polvo del olvido.

 


* Sergio Marentes. Animal que lee lo que escribe. Cabecilla del colectivo poético Grupo Rostros Latinoamérica. Fue fundador de «Regálate un poema» y editor de la revista Literariedad. Colaborador de diferentes medios Hispanoamericanos con aforismos, poemas, articuentos, cronicuentos y relatos de diferentes tipos. Ha publicado el libro de relatos «Los espejos están adentro» y ocho libros de poemas que no ha leído nadie.

Literariedad

Asumimos la literatura y el arte como caminos, lugares de encuentro y desencuentro. #ApuntesDeCaminante. ISSN: 2462-893X.

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