Imagen: Daniela Gaviria, Literariedad.
Inscritos en el devenir, asimilamos los rasgos que la transitoriedad nos dona. No de otra forma encarnamos el desvanecimiento que nos hace partícipes de la frágil inmersión en el tiempo. Movidos por un impulso paradójico que nos acerca y nos aleja de la nada, construimos sueños que labran sentidos. Así olvidamos la muerte, su cercanía y su sombra.
El tiempo, abstracción que no logramos comprender, muestra su carácter concreto en la caducidad y transitoriedad que apaga las voces y disipa los rostros. Tenemos conciencia de él cuando disuelve lo que amamos. La clarividencia de la temporalidad nos la ofrece nuestra catástrofe, ambas son distinguibles pero indisolubles. Tener conciencia del tiempo es haberse percatado de nuestra decadencia. Se es inmortal en la medida de poder marginar la aprehensión de la temporalidad, si el hombre alcanzara la inmortalidad con los atributos que posee, su desenvolvimiento en ella sería la de un idiota que no puede morir. Esos sueños, por fortuna, no son realizables. Ser mortales, ser contingentes, ser absolutamente contingentes, he ahí el dominio que nos circunda. La finitud, impronta de la cual no podemos desprendernos, proyecta el futuro y clarifica nuestra accidentalidad. Conscientes del límite, proveemos sentidos que circundan el derrotero de nuestras acciones. La finitud revela el ámbito al que pertenecen nuestros anhelos, espejismos anclados al vigor de lo fortuito. Nuestra vida está definida por presencias inalienables que sólo el azar funda y el kairós define.
La sed y el delirio de ser humanos derivan de nuestra precariedad. Explicar por qué necesitamos introducirnos en un desenfrenado vuelco a la acción y a la búsqueda, carece de sentido si somos capaces de indicar la huella de la temporalidad en nuestra savia. Al no advertir la fugaz transitoriedad de lo orgánico, los demás animales continúan siendo inmortales. Nosotros, resquicios sobornables de la nada, precisamos de mayores consuelos que el solo hecho de existir. Abrimos caminos que conducen a más aperturas. Sin fin, sin sentido preciso, nos volcamos a la exigencia de adentrarnos en la penuria del tiempo que nos corroe. Modelamos nuestra estampa con las consignas de un naufragio, y desafiándolo, aferrados a la experiencia de la sensualidad que nos otorga la belleza, sucumbimos extasiados. Rostros felices que se desfiguran.
Buscando con poca claridad, obviamos dudas y consolidamos convicciones. Al exigirnos un coraje que pocas veces estamos dispuestos a ofrecer, la fragilidad del saber nos conmina hacia certezas que proscriben el infinito que nos envuelve y castran la potencia de nuestra insatisfacción. Somos finitud, apertura donde nos constituimos con inconsistencias. Al intentar acceder a un absoluto, se suplanta nuestra condición, se cree hallar un principio, una justificación, una finalidad. Pero, sin fundamento, sin propósito, nos seguimos moviendo inmersos en la contingencia, mapa constitutivo de la geografía que nos envuelve. Ser es devenir, así nos instauramos en el flujo permanente de donde procedemos, en la firme amplitud de nuestro ocaso. Mientras el tiempo potencia la ruina, ofrece asimismo los sentidos que nos conforman, abundante concesión de posibilidad e incertidumbre. Entre el marginamiento y la plenitud, entre los límites y la libertad, en esa paradójica ambivalencia experimentamos las intenciones, los desenlaces, los propósitos, la fatalidad y el provecho de estar inmersos en nuestra insuficiencia y potencialidad.
Y en el tiempo, la apariencia: múltiple, diversa, pródiga. En la pluralidad otorgada por su amplitud asimilamos distancias y proximidades, carencias y fortalezas desde las que involucramos las búsquedas que nos hacen ser fluctuantes. Vivir es catapultar el deseo y avizorar nuestro fin, somos ímpetus avivados por la nada. A pesar de esa sombría condición (o quizá, gracias a ella), el delirio humano no fenece, incrementa sus veleidades y extiende sus alcances. Desde la absoluta contingencia se confieren posibilidades que muestran el silencio, el olvido que hallaremos en caminos inciertos. Pero también aperturas, la asimilación de la libertad y de los horizontes que privilegian el reconocimiento del devenir y la mutabilidad. Desgarrados y rotos, reconocemos la finitud que, lejos del amparo pusilánime del absoluto y la eternidad, anuncia su marca radical sobre nuestra vulnerabilidad.
Entre el menoscabo y el impulso que ofrece el tiempo, se modulan las formas de esta totalidad finita que espera la evanescencia. La finitud nos interpela con crudeza porque, al definirnos, constriñe los sueños de inmortalidad, arruina los decorados de lo incondicional, dignifica nuestra realidad individual y única arraigada en el vacío. Conscientes de lo efímero, podemos reconocer el mérito que encarna la caducidad, y al contemplar los hallazgos fugaces que el tiempo nos concede, diferimos la presencia de nuestro fin, confiamos en la plenitud de nuestra condición precaria.