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Por: Santiago Trujillo
Los menores de la familia inevitablemente sufrirán el asedio de sus hermanos mayores. A algunos les dicen adoptado, feo, ignorante o cualquier tipo de apodo semi-ingenioso. A mí me decían rolo. En una casa en la que habitaban ocho personas —contando dos empleadas—, yo era el único que no había nacido en Cali. ¡Hasta la perra era caleña! Y que me dijeran rolo era una patada en las güevas; es más, era preferible la patada. Rolo me decía mucho: exiliado, error, extranjero.
Yo soy de la capital y un exiliado de una tierra en la que nunca he vivido —ni he pretendido vivir—. Y siempre he sentido culpa de no ser de allá.
En el colegio siempre negué que era de Bogotá. En realidad solo hasta hace poco acepté que era de la capital. (Aún así, luego de la dolorosa confesión siempre he agredado un pero). Yo era caleño y no había nada que probara lo contrario. Si me pedían la tarjeta de identidad, para probar mi origen, esta misteriosamente desaparecía. Si me reprochaban por no tener un acento o por no vocear, solo decía que era el desagradable efecto de estar en una escala que se extendía. De un día a otro me inventaba que pronto me devolvería a la tierra de mis padres; y lo gritaba con pulmón herido a mis amigos y las despedidas empezaban y el viaje nunca se cumplía. Creo que me llegué a sentir como un alemán, consintiendo el muro para que se cayera. Y, aunque con esas artimañas engañaba a mis compañeros, a mi familia no. Con ellos debía hacer algo más: tenía que aprender a ser caleño.
Y no hay nada más caleño que sacarle gusto a un chontaduro. La camiseta del deportivo Cali, la foto con la estatua de Belalcazar o el cholao al lado del poli deportivo, no se comparan con ese fruto seco y de sabor raro. Acepto que al principio lo detesté —tal vez hasta lo siga odiando—: el olor, el sabor, la textura y todo en general, hacían del chontaduro una de las cosas más horripilantes de mi infancia. Pero yo era “caleño” y eso significaba que debía gustarme. Por eso entrené psicológicamente y físicamente para que me gustara. Con sal, con miel, o ambas. Traté de probarlo de todas las maneras. Y todas fallaban miserablemente. Cuando llegaban los racimos gigantescos de chontaduro a mi casa yo era el más emocionado de todos: era la situación perfecta para entender el código “caleño”. Entonces, sentado en la mesa de la cocina, mientras veía a mi empleada negra pelarlos con un cuchillo de hace 10 años, me preparaba para el sabor y me decía: hoy es el día en el que te gustará el chontaduro, por fin dejarás de ser un exiliado. Tenía que gustarme, tenía que fascinarme. Era la única manera en la que me podía acercar a la tierra de mis padres.
Mis onces pasaron de ser sándwiches con arequipe (sé lo extraño que es eso, pero eso eran) a chontaduros. Hice como si de un momento a otro me hubiesen empezado a gustar. En la hora del recreo sacaba un kit caleño (chontaduro, sal, cuchillo, miel y champús); ya no tenía que decir que era caleño, el olor lo testificaba. Mientras mis amigos sacaban el sándwiche de huevo duro, yo sacaba mis chontaduros. Si me pedían un pedazo siempre les advertía: a vos no te va a gustar porque sos rolo. Efectivamente, desde que empecé a comer chontaduro en público ya no me pedían la tarjeta de identidad ni me reprochaban por el acento. Seguro se decían (ojalá): seguro que es caleño, solo a ellos les gusta esa mierda. Se convirtió en mi visa a la sucursal del cielo —y lo sigue siendo cuando me dan ganas de un pandebono con bocadillo
Y ¿por qué tanto esfuerzo para pretender ser de otra tierra? Supongo que sentía pena de no pertenecer a la tierra de mis papás. Era un exiliado y lo sigo siendo. Y no soy el único que tiene esta pena: mis primos tienen el mismo síndrome. Gringos de nacimiento y gringos de crianza. Padre colombiano y madre gringa devota al Mac and Cheese y al OH MY GOD. Si hubieran nacido en Little Cuba o en algún lugar con sabor latino, hubiese sido más sencillo; pero son de Ann Harbour, Michigan. Ni la Coca-Cola es tan gringa como ese nombre. Nunca les ha interesado Colombia y la única vez que vino mi prima, de visita, experimentó su primer tiroteo al frente de un Crepes & Waffles (también fue el mío, pero como buen colombiano me levanté del suelo mientras me limpiaba el pantalón y seguí disfrutando mi limonada de coco). “! Eran fuegos artificiales!”, decía mi tío con una risa nerviosa, mientras la cuchara que tenía en la mano parecía tener un ritmo propio. (Él dejó de ser colombiano cuando sus hijos nacieron en Estados Unidos, y eso tal vez explica la razón por la que no pudo seguir comiendo su crepe con Stroganoff). Observando todo la situación con la pajilla en la boca pensaba que por fin nos habían bautizado colombianos a todos: con un bautismo de plomo y miedo. Y así fue. Luego escuché a mi prima contándoles a sus amigas, con orgullo, que había sobrevivido un tiroteo en el terreno colombiano. Por fin sentía que pertenecía a la tierra de su papá. Decía mientras temblaba: Soy colombiana (claro está que en inglé). Mejor dicho, mis primos, a pesar de detestar esta tierra de empanadas y sombrero volteao, aún sufren la nostalgia de ser un hijo del exilio. En el cuarto de cada uno de ellos hay una bandera de Colombia. Yo soy hijo de un exsenador de la república y estoy 99% seguro de que una bandera de Colombia no existe en mi casa —lo único parecido es esa manilla con los colores de la bandera que se compra por mil pesos en el bus, y no por patriotismo sino pa que lo dejen de joder—. Es decir: la bandera de Colombia de ellos son mis chontaduros con sal y miel. Todos sufrimos la sensación de exiliados.
Todos, de alguna forma, somos hijos del exilio.